Capítulo 03

Sospechas


Tiempo después, Keith ya se había ido al trabajo, y Cassandra se quedó espiando por la ventana del jardín trasero como todas las mañanas.

Corina, le alcanzó una taza de té caliente para tomarse la pastilla analgésica para el dolor.

—¿Por qué no sale, señora? Se ha vestido tan bonita que es una lástima que no salga a pasear.

—Gracias por el halago, Corina, pero en serio no tengo ganas de salir, y menos con el dolor que tengo en el costado, es punzante.

—Entonces debería descansar más.

—No tengo sueño.

—Aunque no duerma, debe descansar para poder recuperarse más rápido de ese tremendo golpe.

—Creo que iré al estudio de Keith para poder comenzar a realizar su fiesta de cumpleaños.

—Está bien, señora.

Caminó despacio hacia el estudio, y una vez que entró, cerró la puerta a sus espaldas. Se sentó en la silla giratoria, y buscó papeles y un bolígrafo. Mientras tanto, se fijó en Internet para chusmear acerca del servicio de catering y todas las demás cosas que le serían de utilidad para la fiesta de cumpleaños número treinta y tres. Cassandra, suponía que tenía una vaga idea de lo que realmente tenía pensado hacer, y solo esperaba que a él le agradara todo.

Llamó por teléfono al catering que habían contratado para su casamiento, y cuando se comunicó con ellos, les explicó más o menos lo que tenía pensado hacer, y la cantidad de personas que estarían invitadas también.

Unos minutos después, cortó la llamada, y sorpresivamente la sesión de Keith de su mensajería instantánea, se inició automáticamente.

Sabía y muy bien que estaba mal hurgar los correos ajenos, pero verdaderamente el correo electrónico de Keith le intrigaba. No estaba para nada bien lo que estaba a punto de hacer, pero aun así no le importaba mucho chusmear sus mensajes electrónicos. Porque sinceramente en algún punto sospechaba que Keith la estaba engañando con alguien más. Sus negaciones hacia ella, sus faltas de consideración con la joven, su malhumor, y todo él, la odiaban profundamente.

Abrió sin pensárselo dos veces su bandeja de entrada. Todos los mensajes estaban ya leídos y respondidos. Y el que le llamó verdaderamente la atención fue el de una mujer llamada Margot Mellian, y de inmediato lo terminó abriendo. Era una simple nota, preguntándole a él si estaba bien que salieran a almorzar el día jueves, es decir hoy, alrededor del medio día en La Scala Beverly Hills. Y estaba más que segura que Keith había aceptado.

Cerró su bandeja de entrada, y su sesión también. Y se fijó la dirección de aquel restaurante en Internet. La anotó en un papel, y se lo guardó en el bolsillo trasero. Eran las diez y dieciséis de la mañana, por lo que vio en la barra de tareas del escritorio de su laptop, y llamó de inmediato a una agencia de taxis.

No le quedaba muy lejos pero tampoco estaba cerca del centro de Beverly Hills. Apagó la laptop y salió de su estudio. Cerró la puerta detrás de ella y como pudo, subió las escaleras. Tomó una cartera a juego, y un abrigo, metió lo necesario dentro del bolso, y esperó a que el taxi la viniera a buscar.

Dio un respingo de escalofrío cuando intentó ponerse el abrigo. Corina, la ayudó cuando la vio en dificultades.

—¿Saldrá?

—Sí, Corina.

—¿Le aviso al señor que ha salido?

—No, volveré en cuanto pueda.

—Está bien señora.

—Hasta luego, Corina —le dijo y le dio un beso en su mejilla.

—Hasta luego, señora —le dijo sorprendiéndose por el beso.

Cassandra, salió de la casa, entró al taxi y le dio al señor la dirección que sacó del bolsillo trasero. Casi doce menos cinco llegó al lugar que le había dado. Le pagó al taxista, y bajó apenas le dio el vuelto. Éste se fue y ella se quedó mirando las vidrieras de las tiendas cercanas ahí. Era un día frío de invierno, el viento era glacial y estaba por demás nublado el cielo, listo para abrir la cortina de lluvia.

Divisó de refilón un exuberante pelo platinado entrar al restaurante, se acercó sigilosamente al lugar para ver a través de la ventana. Era toda curvas, alta, piernas torneadas, bien vestida, muy elegante y sofisticada, y por demás femenina, sus uñas bien cuidadas, y una sonrisa de impacto. Pelo largo, lacio y rubio platinado, ojos vivaces de color marrón, un buen trasero, y un par de pechos que cualquier hombre mataría por tocarlos. Sus tacos eran asesinos y estilizaban mucho más sus piernas. Cuando ella llegó a su encuentro, Keith se levantó de la silla en donde estaba sentado desde hacía minutos atrás, la saludó en la mejilla y le corrió la silla en donde ella se iba a sentar. Keith, jamás le había corrido una silla para que Cassandra pudiera sentarse, jamás tuvo un gesto dulce y de caballero hacia ella. Se le volvieron a aguar los ojos cuando vio aquella escena, parecían dos enamorados. Y en algún punto, era masoquista por querer ver lo que siempre había sospechado de él. Llegó a sentirse como una intrusa, espiando a escondidas a una pareja.

Se dio vuelta, y caminó para alejarse de aquel restaurante. Decidió entrar a una librería, y revolver la tienda. Le encantaban los libros, eran su pasatiempo favorito, amaba las historias románticas históricas y las de vampiros también. Pero no tenía el dinero suficiente como para poder comprarse dos libros que le habían llamado la atención por demás. Dejó los libros, y salió del establecimiento. Y mientras caminaba por las calles del centro de Beverly Hills, decidió entrar a una imprenta, para ya encargar las tarjetas de cumpleaños.

Eligió una muy masculina, tarjeta que habría elegido Keith si estaría con ella. Estaba contenta con su elección de la misma, y por el momento encargó cien.

Le entregó una seña al dependiente, y le hizo una factura a su nombre para poder retirar las tarjetas cuando estuvieran ya listas.

Una vez que salió de allí, siguió caminando, pasó tiendas de moda, y de muchos diseñadores, hasta ver en uno de los tantos escaparates un hermoso vestido. Parecía una niña mirando fijamente una muñeca preciada. Y cuando vio el precio, se horrorizó. Era anhelar algo que jamás iba a tener consigo. Era como anhelar al hombre que estaba almorzando con otra mujer, sabiendo que jamás iba a ser suyo enteramente.

Tomó un taxi, y volvió a la casa. Llegó a la hora y media, Corina, la ayudó a quitarse el abrigo y se lo agradeció.

—Iré a recostarme un rato.

—Está bien señora, ¿quiere que la ayude?

—No Corina, muchas gracias, creo que podré sola.

—De acuerdo entonces, si necesita algo, solamente gríteme.

—Está bien —le dijo riéndole sutilmente.

Una vez que se acostó en la cama matrimonial de su lado, lloró en silencio, se quedó profundamente dormida con lágrimas rezagadas en los ojos.

Se despertó sobresaltada, y al sentarse en la cama, el costado le dio un tirón para avisarle que todavía se sentía resentido del fuerte golpe. Se lo sujetó fuertemente, y apretó los dientes para no proliferar un grito desgarrador. Se bajó de la cama. Y como pudo, caminó hacia fuera de la habitación. Sus zapatos se los había dejado puestos, ya que iban a ser un suplicio a la hora de quitárselos y volverlos a poner.

Bajó las escaleras de a poco y vio el reloj de pared en la cocina que marcaba las cuatro y media de la tarde.

—He dormido un montón.

—Casi justo para la merienda señora.

—¿Keith ha llegado?

—No todavía, ¿se encuentra bien?

—Sí, solo duele el costado.

—Hora de la pomada, ¿verdad?

—Sí, iré a ponérmela junto con la venda.

—De acuerdo, vaya tranquila mientras comienzo a preparar la merienda.

—Está bien —le dijo sonriéndole y ella correspondió a su sonrisa también.

Mientras preparaba todo para ponerse la pomada una vez más sobre el golpe morado y luego la venda, Keith llegó a la casa. Preguntó por ella, y subió las escaleras que conducían a las habitaciones, la principal que era la de ellos.

Estaba terminando de ponerse la pomada, cuando se abre la puerta de la recámara y entra su marido. Entra al vestidor de su parte, y comienza a desvestirse y a ponerse otra ropa.

Por su parte, ella estira la venda completamente, y comienza a intentar enroscarla alrededor de su torso y cintura, pero le estaba siendo casi imposible hacerlo todo ella misma.

—¿Keith?

—¿Qué?

—¿Te molesta sí me ayudas a vendarme?

—La verdad es que sí, me da fastidio ser tu enfermero.

—Lo siento, tendré más cuidado la próxima vez —le dijo apenada y ruborizándose completamente.

—Eso espero yo también.

—Gracias.

Se puso el suéter nuevamente muy despacio, y salió de la habitación. Merendaron tranquilamente, y le comentó que había encargado las tarjetas de su cumpleaños.

—¿A cuál imprenta fuiste?

—A la del centro de Beverly Hills, el lunes las tienen, he encargado solamente cien por ahora, porque no sé todavía el listado de tus invitados.

—Encarga cien más, porque serán doscientos amigos, y el resto es familia.

—Está bien.

Cinco horas después, Keith la llamó a su estudio.

—¿Me llamabas?

—Sí, cierra la puerta —le dijo y le obedeció.

—¿Qué pasa?

—¿Por casualidad has estado aquí?

—Sí, para ver lo de tu fiesta, busqué unos papeles en blanco y un bolígrafo.

—¿Y la laptop?

—Sí, tenía que buscar en Internet algunas cosas.

—Es la primera y la última vez que entras sin permiso, no quiero que estés aquí, ¿me has entendido perfectamente, Cassandra?

—Sí, Keith.

—No quiero más manos tocando cosas ajenas, y si necesitas ver más cosas en Internet, te las arreglas como puedes, pero aquí no entras más mujer.

—Está bien, lo he entendido, ¿necesitas algo más?

—No, y ya vete de aquí.

—Sí.

A la noche, le dio la lista completa de sus invitados a la fiesta de cumpleaños.

Un día después, estaban vistiéndose para la cena familiar en la casa de los padres de su marido.

Una vez que él salió del baño todo duchado, y con una diminuta toalla en su cintura, Cassandra estaba terminando de vendarse toda su cintura nuevamente.

—¿Has visto que sin ayuda mía has podido vendarte sola?

—Sí, no ha sido tan difícil —le dijo agachando la cabeza mientras terminaba de ponerle cinta adhesiva al final de la venda.

—Cambiando de tema, quiero suponer que la fiesta la harás la misma semana que cae mi cumpleaños, ¿verdad?

—Sí, así es, ya he puesto la fecha exacta en las tarjetas de invitación.

—Perfecto entonces, a veces se te prende la lamparita —le dijo burlonamente.

Contéstale, no te quedes callada tonta —se decía ella misma.

—No todas las personas son tan inteligentes cómo tú.

¡Toma eso idiota! —gritó por dentro, Cassandra.

Simplemente se quedó enmudecido, y no le dijo más nada. Solamente se dedicó a vestirse tranquilamente.

La joven también comenzó a vestirse cuando terminó de contestarle aquellas palabras de mala manera y ardida por demás.

Cassandra, se puso un pantalón blanco, con un cinturón rojo y negro, un par de stilettos rojos, una blusa roja, con una especie de faja del mismo color que la blusa, un par de aros cortos, y un bolso en blanco y negro.

Se peinó, se dejó el pelo suelto, y bien acomodado, después de habérselo secado con el secador de pelo, y por último se perfumó con un spray de frutas. Era de pera con un toque de baya. Sin maquillaje, en lo absoluto, y se puso un abrigo negro encima, para aplacar el frío invernal del exterior.

Una hora después, ya estaban en la casa de sus padres y hermana. Mientras cenaban, charlaban también. Keith, siempre la dejaba de lado, no le importaba, en cambio su madre y hermana eran un encanto con ella. El problema era que no sabía si lo hacían por obligación en tratarla bien, o porque en verdad lo sentían así.

—Estoy organizando la fiesta de cumpleaños de Keith, él me lo pidió.

—¿Has hecho algo ya? —le preguntó su madre.

—Sí, pregunté en el mismo catering de cuando nos casamos, y ya fui a imprimir las invitaciones, recién el lunes tienen listas las cien, pero mañana seguramente volveré a encargarles cien más.

—Está bien.

—¿Quieres que te acompañemos?

—Yo no tengo ningún problema en que me acompañen, al contrario.

—¿Ya tienes pensada la temática de su fiesta? —le preguntó su hermana.

—Su cumpleaños es en invierno, así qué, había pensado en armar todo en ese ambiente, aún así, él me dijo que quería una mascarada.

—Me gusta —comentaron las dos.

—A mí me da igual.

—¿No te gustan las fiestas temáticas? —le preguntó su cuñada.

—Nunca he ido a una.

—¿Nunca?

—Nunca, antes que me olvide, mañana hay un desfile, me invitó una de las esposas de los amigos de Keith, en el hotel Hyatt.

—¿El de Zuhair Murad? —preguntó Pamela.

—Sí, ese mismo.

—Yo no puedo ir, pero ve tú, Pamela.

—¿A qué hora es?

—A las seis, me dijo Miriam que me pasaba a buscar.

—Entonces, voy hasta tu casa y de ahí nos vamos, es más, dile que no te pase a buscar, yo te paso a buscar mañana y de ahí vamos al hotel y listo.

—Está bien entonces, pero igual mañana vienen conmigo a la imprenta, ¿no?

—Sí, mañana iremos contigo, querida —le dijo su madre.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top