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La vida y la muerte son dos caras de una misma moneda, pero por algún motivo, nos gusta mirar solo una y obviar a la otra. Sabemos que todos los seres humanos somos finitos, pero vivimos como si fuésemos invencibles e inmortales. Supongo que ese es el sueño de muchos, por eso será que desde antaño se han escrito tantos libros y se han grabado muchas películas sobre artefactos, objetos y piedras que te permitirán vivir eternamente.
La vejez parece ser una vergüenza, nadie piensa en ella porque todo el mundo lo asume como el momento antes del final. Tenemos miedo a envejecer, creemos que seremos jóvenes y fuertes toda la vida y que la muerte aún está muy lejos de nosotros, incluso aunque a diario leamos noticias sobre personas jóvenes que pierden la vida en accidentes trágicos, asaltos o enfermedades.
Yo solía ser una de esas personas, pero supongo que muy en mi interior sabía que mi tiempo no era mucho. A veces, tenía la sensación de estar viviendo demasiado de prisa, de que me sucedían cosas que a otras personas le sucederían mucho más tarde. A los catorce años conocí al amor de mi vida, a los veinticinco fui mamá y pude entender la majestuosidad de ese compromiso con la vida. La naturaleza siempre me habló, era como si yo fuese capaz de leer en cada hoja, en cada, nube, en cada flor, un mensaje divino, una señal de que era hora de disfrutar de la vida al máximo.
Me gusta pensar que todo lo que vivimos nos prepara para lo que nos tocará enfrentar más adelante, nos va haciendo más fuertes, más seguros, más firmes... Supongo que mi gran intuición me llevaba hacia mi destino y me preparaba para el mismo mucho antes de que yo supiera a lo que me enfrentaría.
Yo no tuve tiempo de envejecer, no tuve tiempo de ver las arrugas formarse en mi rostro. Tenía treinta años cuando me detectaron una enfermedad incurable y avanzada. Podíamos intentar luchar, pero solo para alargar el tiempo que me quedaba de vida. Cuando te dicen eso, te enfrentas a un montón de incertidumbres, y los seres humanos no estamos listos para la incertidumbre. Somos tan soberbios y nos creemos tan inmortales, que nos cuesta aceptar la realidad de que no controlamos nada y de que, así como yo, también tú vas a morir, la única diferencia es que quizá tú no sepas cuando y creas que te queda mucho tiempo.
Nunca pensé en cómo me gustaría morir, porque, de hecho, nunca pensé en que me gustaría morir alguna vez. Pero supongo que es algo que tampoco podemos controlar, unos enferman, otros son asesinados, algunos mueren de maneras inverosímiles y otros incluso deciden autoeliminarse.
He pensado mucho al respecto, y al final estoy conforme con mi muerte. Tener una enfermedad como la mía significa sufrimiento, son muchas horas de dolor y de martirio, pero también me ha permitido despedirme de los míos y asegurarme de que no lo pasarán tan mal cuando ya no esté. O al menos eso es lo que quería hacer. Si hubiera sido un accidente de auto, no me habría podido despedir de ellos, así que cada sufrimiento ha valido la pena.
En mis propias palabras vuelvo a notar la gran necesidad que tenemos de controlarlo todo, incluso lo que sucederá después de que ya no estemos. Y no saben lo horrible que se siente cuando esa pasa a ser tu preocupación, cuando te empiezas a dar cuenta de lo mucho que vas a perderte de tu propia vida cuando ya no estés. Es como si fuéramos personajes de un libro que alguien más está escribiendo y un día decide matarnos, pero somos conscientes de que el libro debe continuar y que nosotros ya no seremos parte de esas páginas.
Tener una enfermedad como la mía representa también vivir mi propio duelo. Enterrarme aún en vida a mí misma, aceptar que debo soltar a quienes amo y que ya no formaré parte de sus vidas ni estaré allí para ellos como me gustaría.
Es mucho lo que hay que aceptar, es mucho lo que hay que sufrir, es mucho lo que hay que llorar, es mucho lo que hay que soltar para liberarse de las cadenas de la vida y entregarse a los brazos de la muerte. Para soltar las certezas y entregarse a la incertidumbre, para darnos cuenta de que en realidad no controlamos absolutamente nada y que todo puede terminar en cualquier momento.
La urgencia de la muerte te hace también poner las cosas en perspectiva, algunas situaciones que antes te generaban preocupación y mucho estrés pasan a ser tonterías de un momento al otro, mientras las cosas más sencillas, como la sonrisa de un hijo que no verás crecer o los momentos de conversación con las personas que más amas, se guardan como los tesoros más valiosos en tu alma, con la esperanza de que, al otro lado, puedas llevar al menos eso.
También hay que lidiar con el duelo de los otros. Tus seres queridos también sufren y se desesperan, a ellos también les cuesta aceptar tu partida y concebir sus vidas sin ti en ellas... Y tienes que lidiar con muchas emociones, algunos se enfadan, otros se dejan llevar por la tristeza, algunos no quieren hablar del tema como si no hablarlo te hiciera inmortal... Y tú tienes que navegar tus propias tormentas y las de los más cercanos, porque sabes que es algo que lo tienen que hacer juntos, por el bien de todos.
Por eso doy gracias por mi enfermedad, sigo creyendo que, si hubiese muerto de golpe, la última sonrisa de mi hija o el último beso de mi marido no habrían tenido el significado que tuvieron.
¿Qué hay después de la muerte? Esa es la pregunta que todos quieren responder, quizá por lo mismo que mencioné antes, por tener una certeza de que seguiremos existiendo cuando ya no estemos aquí y que no nos desintegraremos en el espacio, quizá por sentir que nuestra existencia es importante y que no simplemente desapareceremos, quizá porque la idea de un más allá nos permite volver a soñar un poco y enfrentar la desesperanza de la muerte con un poco de ilusión, o solo para pensar que todo es tan sencillo como siempre dicen en los velorios para consolarte: «estarás en un mejor lugar».
Creemos que llegaremos a un lugar en donde tendremos las respuestas de todo, la luz al final del túnel, donde ya no habrá cosas malas y donde seremos al fin plenamente felices. ¿Pero es así realmente?
Aún no lo sé, acabo de llegar aquí, vi mi vida acabarse como si se tratara de un reloj de arena, granito por granito, hasta que con mi última respiración, el fino hilo que me mantenía en la tierra, se soltó. Pero no vi ningún túnel, ni ninguna luz blanca, solo me vi a mí misma, libre de mi cuerpo físico cansado y enfermo, con una sensación de libertad que nunca había experimentado, una levedad impresionante que me hacía desear elevarme, subir al cielo, tocar las nubes, llegar al sol. Me sentía feliz, con una sensación de gozo que es imposible describir con palabras.
Estaba lista para ir más allá, para buscar la luz y entrar al túnel, para que me buscaran mis antepasados ya fallecidos, como suelen decir algunas personas que les sucede, pero nada... no había nada... Era yo misma, en calidad de espíritu, atrapada en una vida terrena a la que ya no pertenecía, como si estuviera aún atada a este mundo y no mereciera ir a ese «más allá» que llamaba a mi alma.
Recordé tantas analogías leídas sobre el proceso de nacer y el proceso de morir. Dos actos únicos de gran intensidad que el ser humano lo transita en soledad, porque por más que cuando naces, estés rodeada por tu madre y por todos los médicos o personas que intervienen, eres tú sola quien atraviesas ese túnel oscuro, para ver la luz al otro lado. Eres tú quien estaba tranquila y a salvo en el seno materno y de pronto tienes frío, hambre e incertidumbre. Pero naces, porque así debe ser y no puedes estar por siempre en el útero, y por un instante más sigues allí, medio adentro medio afuera, unida a tu madre por ese cordón que te recuerda lo fácil que era vivir sin preocuparse de nada y que una vez cortado significará que desde ese momento tendrás que arreglártelas tú sola.
Lo mismo pasa con la muerte, me gustaba pensar que era un nacimiento a otra dimensión, un proceso similar al parto, un camino inevitable. Atravesar el túnel en soledad, rodeada por mis seres queridos, y nacer de nuevo en otro lugar. Esa idea me daba fuerzas para prepararme para el momento, así como una madre que sabe que el parto le va a doler, pero la idea de tener a su hijo en brazos le da fuerzas para afrontarlo todo.
Y puedo decirles que ha sido más o menos así... la oscuridad de los últimos momentos en los que ya no sabía con certeza si despertaría o no, si aún había algunos granos de arena en el reloj de mi vida o esa sería la última vez que los viera... y la luz podría ser comparada con la alegría que sentí al verme libre de mi cuerpo físico. ¿Y el cordón?
Las lágrimas, el dolor de los que amo.
Lo recuerdo muy bien, mi hija intuyó el final, entró a mi habitación en donde estaba sola y me tomó de las manos. No tenía más que ocho añitos, mi pequeña, y ya le tocó vivir algo así de duro. Gritó el nombre de mi madre que llegó corriendo para ver qué sucedía.
Yo me estaba yendo, lo podía sentir, ya no me quedaban fuerzas, mi respiración era cada vez más esporádica y costaba muchísimo mantenerla. ¡Qué irónico! Si tan solo nos hiciéramos más conscientes de lo hermoso que se siente respirar, absorber el aire del ambiente, el aroma de las flores o el café. Si tan solo nos detuviéramos a veces solo para respirar... No me percaté de ello hasta que ya no pude hacerlo.
Mi pequeña Paloma se puso de pie a mi lado y me tomó de la mano.
—¿Mami? ¿Estás bien? ¿Me llamaste? —preguntó.
Eran cerca de las tres de la madrugada, yo no la había llamado, pero había estado soñando que iba a su cuarto y la arropaba, le besaba en la frente y le decía que era hora de irme y que nunca olvidara cuánto la amaba. Quizá no fue un sueño, a veces ya no logro distinguir las fantasías que crea mi mente para evadirse de la realidad. Pero no podía ir a su cuarto, mis piernas ya no me lo permitían, tampoco podía llamarla, ya mi voz casi no sonaba.
Mamá llegó y me vio. Lo supo de inmediato. Supo que era la hora porque una madre siempre lo sabe todo, siente cuando estás por nacer y también sabe cuando vas a partir. Se acercó a mí, me tomó de la otra mano y asintió con su cabeza.
Ese era su permiso, su manera de decirme que podía irme tranquila, que ella se encargaría de mi vida, de mi hija, de los cabos que a pesar de mis intentos aún quedaban sueltos. Si hay algo que aprendí al convertirme en madre es que somos capaces de dejar lo que sea por un hijo, mi madre era incluso capaz de olvidarse del dolor que le causaba mi muerte, con tal de que yo ya no sufriera más. Me lo había dicho... yo la había oído muchas veces sollozar al lado de mi cama.
«Brisita de abril, vete ya... anda al cielo donde te esperan los ángeles y donde ya nada te dolerá. Yo me encargaré de Paloma, te prometo que lo haré bien, no te preocupes, mi niña, descansa ya... Allá tu papá te está esperando, yo lo sé».
Pero si mi papá está acá, no lo sé, aún no lo he visto... aún no he visto a nadie...
El caso es que yo estaba allí, tan presente y lúcida como nunca, sabiendo que era el final, que no quedaban más de dos o tres granos de arena en el reloj de mi vida... consciente de que pronto todo llegaría a su fin.
—P-palomita... —susurré con dificultad.
Paloma lloraba, ella también lo sabía. Quizá por lo mismo que mencioné antes, mi hija nació con un alto grado de intuición y madurez, probablemente porque la vida le deparaba sufrimientos que otros niños no tendrían que experimentar a su edad.
—Mami, te amo —dijo ella y yo asentí.
—Yo... ta-mbi... —No pude terminar de decirlo, se me secaba la garganta y el aire era escaso ya.
Me faltaba él, no estaba allí. Estaba trabajando, yo lo sabía... su preocupación por sacar adelante a nuestra hija más el dolor del duelo que aún no aceptaba, lo complicaban todo. Quise dejarle un recado, quería decirle una última vez que lo amaba y que fuera feliz, que no me llorara tanto, que viviera... que no era su culpa, que me dejara ir. Ya se lo había dicho todo antes, pero nunca me parecía suficiente.
Hice un esfuerzo para hablar, para que mi mamá o mi hija guardaran mis palabras y se las dijeran. Aspiré profundo y pronuncié su nombre. No disfrutamos tanto de saborear las letras que conforman el nombre de la persona que amamos a no ser que sea la última vez que lo digamos...
—Ferrán —susurré.
Pero no pude decir nada más, todo el aire que pude aspirar se fue en esas letras y ya no volvió. El último grano de arena cayó y mi vida acabó.
Mi primera palabra, fue mamá... Mi última palabra, fue Ferrán.
Y bueno, arrancamos... pero no continuaré esta historia hasta que Cuéntame un secreto esté acabada, ya falta poco... así que espero que al terminar por allá, nos sigamos viendo por acá. ¿Quiénes estarán aquí también?
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