— Abuelo...

— ¿Qué pasa muchacho?

— Creo que estoy roto... igual que ella...

— ¿Por qué lo dices? —El hombre volteo a observar al muchacho, que parecía decaído por sus propias palabras.

— Porque no siento nada... no sentí nada cuando tenía el cuchillo... no sentí nada cuando se lo enterré a ese... animal... que la dañaba... no sentí nada cuando la sangre manchó mi cara y mi ropa... estoy roto... ¿Verdad, abuelo?

— No seas idiota, así como el imbécil de tu padre, tu no estás roto muchacho, tú estás incompleto.

— ¿Incompleto?

— Así como tu abuelo... hasta que conocí a tu abuela, yo también creía que estaba roto. No sentía nada, igual que mi madre... y su padre... y su padre antes de él, y así sigue.

El infante observó asombrado al hombre que ahora le narraba orgulloso sobre su linaje familiar y como estos se sentían igual que él hasta que le hallaban... esa persona que los completaba.

Esa persona que aparecía en sus vidas de un modo fantasmagórico que los hacía ver los colores y realidad del mundo.

Y como ellos debían aferrarse a esa persona, como lo hacían las flores de su escudo familiar, las flores de wisterias.