V E I N T I C U A T R O

Mark estaba tranquilo, a pesar de que dos mesas más allá, Calum y Chelsea estaban charlando sonrientes y enamorados. Él por su parte, solo estaba tomándose un café con leche.

Estaba en una mesa que le permitía ver hacia afuera, al campus, donde varios estudiantes leían en el césped o solo iban cruzando de un lado a otro. La soleada de ese mes parecía no querer terminar y la gente aprovechaba el clima a sabiendas que en cualquier momento podía empezar a llover. Así era el clima: impredecible.

Observó que desde la entrada venía caminando una mujer madura, delgada, con unos lentes ovalados de montura metálica y una expresión calmada, serena. La siguió con la mirada y como imaginó, saliendo de la otra dirección, el profesor Watson llegó a su encuentro y la abrazó, para luego seguir su camino hacia adentro.

Esa era Dolly. Mark lo sabía, no tenía dudas.

Sonrió para sí mismo. Hacía menos de una semana que había terminado Amor de Laboratorio y no dejaba de pensar en todo el texto cada vez que veía al protagonista o en clase o en los pasillos.

Cuando vio a su profesor en La guarida sintió un vértigo en el alma que le duró unos segundos hasta que asimiló que no debía temerle. Jonathan se acercó con calma, con tacto y lo felicitó por haber encontrado el lugar; luego le informó dónde estaba el libro original de La femme parfaite, como había prometido varios capítulos atrás; por si acaso él mismo quería intentarlo alguna vez.

—Entonces es real —había musitado, aún asombrado.

Jonathan había reído.

—Tan real como la ficción puede ser. Tardaste poco en llegar.

—O una eternidad. Me he demorado bastante leyendo el libro.

—La mayoría lo ignora.

—¿Cuántos han logrado llegar?

—Hasta el momento eres el segundo.

—¿El primero intentó usar el experimento? —preguntó dubitativo.

—No. Solo tenía curiosidad, estuvo del lado de Dolly todo el tiempo. Era una chica.

Mark sonrió; realmente sonrió, imaginó que así de contentos se sentirían quienes hallaran la Atlántida o la olla de oro al final de un arcoíris. .

—Dolly es real. Dolly Platten es real... Dios... —Mark no cabía en su asombro.

—Dolly Davis —corrigió Jonathan—. Mi esposa.

—Usted supo todo el tiempo que yo estaba leyendo su libro.

Jonathan asintió.

Mark era uno de sus alumnos favoritos por su facilidad de aprendizaje y ya que los jóvenes parecen no ser discretos con lo que les sucede en la vida, le llegó a los oídos lo que había pasado con una chica a quien también le daba clases, Chelsea. Un sexto sentido extraño lo hizo acordarse de Amy y de él y se sintió un poco identificado con Mark. Por imprudente que le pareció a Dolly, Jonathan pensó que quizás leer Amor de Laboratorio le daría algún consuelo pues bien sabía él que lo que a veces molestaba no eran los sentimientos sino la sensación de soledad y de que nadie comparte los mismos pensamientos e ideas.

Halló la manera de acercarle el libro en la biblioteca cuando lo vio dormido (aunque recibió un poco de inesperada ayuda para eso) y se alegró cuando en lugar de devolverlo, Mark se lo había llevado a casa.

—Así es. Y a mi esposa no le pareció prudente.

—¿Por qué?

—Ella creyó que tal vez podrías estar tan desequilibrado como yo y que tal vez lo querrías intentar.

—Sin ofender, profesor, pero a veces parecía que andara demente con necesidad de manicomio. Admito que estuve de acuerdo con usted, me refiero a lo que dice en el libro, hasta cierto punto, pero luego...

Mark hizo una mueca, retrayendo el labio inferior y negando con la cabeza.

—Lo sé. —Jonathan rió—. No te culpo.

Se mantuvieron en silencio por unos cuantos minutos. Jonathan había tomado asiento en un pequeño sofá de una plaza en una de las esquinas; Mark no se atrevía a moverse de su sitio, solo estaba inmerso asimilando lo que veía e intentando recordar cada capítulo del libro porque sabía que tenía preguntas, el problema era que no muchas se le venían a la cabeza. Finalmente, optó por un tema simple:

—Melinda y Lou fueron reales... ¿cómo eran?

—Creo que en libro las describí.

—Sí, pero... no sé, no me puedo imaginar a alguien así. O sea, no respiraban... ¿cómo hacía para actuar normal con ellas? ¿no tuvo miedo de que quizás alguna tuviera un arranque de locura y lo matara? ¿o que le dijera a todo el mundo de este lugar? Sus mentes eran... bueno, si tenían mentes, eran impredecibles.

—Nunca consideré un asesinato, a decir verdad. Aunque sí era muy... diré "peculiar" la situación. Luego de que entré en razón me pregunté lo mismo que acabas de decir, ¿sabes? No tengo una respuesta oficial pero sí puedo suponer o quiero creer que era gracias a Dolly. Ambas me la recordaban a ella y ambas tenían una parte de ella, así que me sentía confiado.

—¿Sí se da cuenta de que ellas eran como hijas de ustedes dos? —bromeó. A Jonathan no le hizo mucha gracia—. Qué enfermo. —Mark pareció recordar que no hablaba con un amigo sino con su profesor y se apresuró a retractarse—: Perdón, no era eso lo que quería decir... ay, mil disculpas, profe.

El profesor Watson soltó una corta carcajada.

—Hemos tenido diecisiete años con Dolly para recordar y reflexionar sobre este episodio, es obvio que lo hemos mencionado. Aunque no mucho, claro, es enfermizo. Intentamos ignorar esa cuestión excusando que fue la ciencia y no nosotros los que las hicimos.

Mark estaba abochornado; no debió tocar ese tema.

—¿Eliminó sin remordimientos a Louisa?

—Ya lo leerás. Aún te queda libro por delante.

—Dijo en el libro que había una cabina de donde las Cosas salían —cambió de tema—. ¿Dónde está?

—Luego de que terminamos con los experimentos, volvimos una vez más para cerrar el lugar e impedir que alguien lo usara de nuevo. Cuando estuvimos de vuelta, al menos a mí, me surgió un poco de nostalgia pues el plan era sacar todos los aparatos y botar a la basura cada pedazo, pero no sé... acá prácticamente fue que me enamoré de Dolly y pues acordamos no destruirlo. Pero ella me hizo sacar la cabina, por si acaso me surgían ideas después. Cuando la movimos, encontramos esa puerta —Señaló el lugar por donde había llegado—, da al armario de limpieza. Supusimos que tenía sentido, era ilógico que alguien hubiera armado este lugar con solo una entrada por medio de una estantería de laboratorio. Suponemos que esa entrada fue creada de segundas para entrar con más facilidad pues dicen que el dueño de esto trabajaba acá en la universidad y era más fácil "esconderse" en su propio laboratorio que en un armario de limpieza al otro lado. .

—O sea que ya de nada sirve todo esto.

—Así como estamos, no. Pero la cabina existe, así que cuando alguien logra llegar, vengo y le ofrezco la posibilidad. Siempre podemos traerla.

—¿Dónde está la cabina?

—No lo sé. Yo la saqué, pero Dolly fue quien halló una bodega para guardarla y nunca me ha dejado saber dónde es. Sin embargo te aseguro que está en buenas condiciones.

Mark rió de escuchar en el tono de su profesor una sumisión al hablar de Dolly; aunque sí dudó mucho eso de "está en buenas condiciones". Si él fuera Dolly, diría eso para hacer sentir mejor a Jonathan, pero rompería la cabina a la primera oportunidad.

—¿Por si acaso?

—Por si acaso. Sigue creyendo que me faltan un par de tornillos.

—Si ella lo dice...

—Debe ser cierto —completó.

Ambos rieron. Por un rato, dejaron de ser profesor/alumno y fueron dos amigos que comparten un secreto que se quedaría allí mismo, donde estaban parados, para no salir más hasta que otro hallase el libro y decidiera seguir las pistas.

—¿Supo algo del dueño original? ¿o de los posibles dos experimentos antes de Melinda?

—No. Mientras estuvimos estudiando con Dolly, supusimos que algún día vendría el dichoso dueño a recoger sus cosas o a mirar si su laboratorio había sido descubierto, pero nunca pasó. Luego de inhabilitar el uso de esta Guarida, la usamos con Dolly a modo de aula. Ella hacía acá sus trabajos, yo los míos y cosas así; entrando por la puerta, no por el laboratorio de arriba. Era como nuestro lugar secreto. Ya luego de graduarnos venimos muy de vez en cuando, aunque con el tiempo, ya solo vengo yo que trabajo acá. Ella hace más de tres años que no baja.

Mark asintió, procesando la información. Aún una parte de sí no creía que el mismo maestro que le daba clases varios días a la semana había tenido semejantes... aventuras locas casi dos décadas atrás. Al mirarlo, veía un adulto centrado, maduro, profesional. A veces es sencillo olvidar que todos los adultos, por centrados que sean, tuvieron años de adolescencia y juventud y que la mayoría, ocultan travesuras de las que hoy se avergüenzan pero no se arrepienten.

—Le diré con sinceridad que apoyaba a su esposa con lo que pensaba entonces —confesó Mark—. Estuve a nada de desearle la muerte a Jonathan... antes de que me convenciera de que era real, claro.

—Yo creo que ella también me deseó eso en algún momento. Pero tienes razón, estar del lado de Dolly es lo único bueno. Al menos si el en el otro lado estoy yo. —Bromeó—. ¿Tienes el libro ahí?

Mark lo sacó de su mochila diligentemente y se lo tendió. Jonathan sonrió al verlo y señaló la frase de la parte trasera.

La magia no existe, pero sí la ciencia, lo que es bastante parecido. —Citó Jonathan—. Lo malo, es cuando el conocimiento y la capacidad de hacer la magia posible, se juntan con un corazón ansioso de ser amado y una mente que no ha entendido lo básico del amor. Esa frase la escribió Dolly para que tuviera impreso por siempre su reproche. Y en la portada además. Nunca me lo dejará de recordar, aunque cada vez que saca el tema terminamos riendo. Más bien ella ríe de mí, pero en fin... me lo merezco.

—¿Hay muchos ejemplares por ahí? —Tuvo curiosidad.

—Unos cuantos nada más. Los puedo contar con los dedos de una mano. Y todos acá en la universidad. El manuscrito lo tenemos en casa.

—No he leído el final, pero ya sé al parecer cómo termina.

—El libro termina, pero la historia no. Dolly sigue a mi lado, así que parece que resultó bien. Pero no te costará leer lo que falta, puede que te sirva.

—En el libro usted describe a Dolly como una excelente persona.

—Tuve que hacerlo, ella fue quien lo editó. —Mark pulió una sonrisa burlesca aunque incómoda. No le tenía la confianza suficiente a su profesor como para hacer chistes al respecto—. Aunque en realidad las palabras se quedaron cortas. Mi Dolly es muchísimo más que la Dolly del libro.

—Debe ser una historia divertida de contar a sus hijos.

—No les contaremos jamás que creé mujeres en un sótano —replicó—. Y mucho menos a mis dos niñas, ¿qué diría eso de mí? Es espeluznante pensar que un padre es capaz de eso.

—Lo es. Mejor conservarlo solo en el libro.

Charlaron un poco más esa tarde de varios días atrás; Mark tenía sumo interés en varias cosas que le habían clavado preguntas aunque Jonathan aseguró que hallaría respuesta a todo eso al seguir leyendo. Entre otras cosas le contó que Amy y Braiden en fin no tuvieron relación seria alguna y que ni él ni Dolly quisieron nunca más amistar con ninguno de los dos. Se hallaron, se complementaron y así permanecieron.

Mark había conservado el libro por un par de días más, releyendo las partes que más le habían gustado, pero hoy debía devolverlo o le acarrearía una multa.

Se dirigió a la caja de la cafetería para comprar un panecillo de arequipe y uno de chocolate para más tarde pues le quedaban cuatro horas seguidas de clase y ni un respiro entre ellas.

Al pasarle el dinero al chico tras el mostrador, miró sobre su cabeza el almanaque que rezaba 15 de octubre y abajito, muy pequeño, 2019. Recordó vagamente que una de las dichosas leyendas de la universidad decía que comer en la cafetería un martes quince de cualquier mes, atraería el amor (y lo sabía porque esa era una de las partes que había releído). Unas semanas atrás no había prestado mayor atención a esos augurios, pero con todo lo que había pasado, no estaba de más tener un poquito de fe.

—Hoy es martes —susurró para sí mismo.

Antes de salir, tomó uno de los panecillos que se suponía eran para más tarde, y lo comió con apuros, pero saboreando cada parte. Uno nunca sabe, se dijo.

Se sintió como un niño pequeño creyendo en el hada de los dientes, pero no le importó y salió sonriente de la cafetería.

Lo que más le satisfizo de haber encontrado ese libro, era que sí le había ayudado a ignorar y superar más rápido el tema de Chelsea. Se animó a sí mismo diciendo que si alguien como Jonathan y alguien como Dolly, tan diferentes por sí solos, podían encontrarse y armar un final feliz, era porque la vida no se lo negaba a nadie, podía a veces llegar tarde o llegar perderse más de una vez, pero de que la felicidad aparece, aparece; solo necesitaba un poquito de paciencia y de fe.

Debía ir primero en menos de diez minutos a devolver su libro. Tenía el tiempo contado así que no se detuvo para nada.

Al entrar a la biblioteca vio a Aimeé que afortunadamente estaba desocupada; se acercó rápidamente.

—Hola, Mark.

—¿Cómo estás, Aimeé? Vengo a devolver el libro. —Lo puso sobre el recibidor y ella miró su etiqueta de préstamo. Arrugó la frente—. ¿Qué pasa?

—Debías traerlo ayer.

—¿Qué? No. Era hoy, era el quince... —Mark titubeó—. ¿No era el quince?

—Recuerda que los quince y los treinta se hace inventario así que esos dos días no cuentan para devolución. Debías traerlo ayer.

—Deberían poner un letrero con eso escrito —resolpló.

Aimeé lo observó un poco incómoda y señaló la pared a sus espaldas.

—Lo hay... y lo dice clarito.

Mark miró y sí, ahí lo decía. Por motivos de inventario, los días quince y treinta de cada mes no se recibirá devolución de material prestado. De ser el plazo para ese día, se debe entregar el día anterior. Atentamente, administración. Maldijo entre dientes y luego miró suplicante a Aimeé.

—Aimeé, ayúdame. No puedo ganarme la sanción. Necesito un par de libros más tarde y la sanción no me permitiría sacar nada por...

—Una semana —corroboró ella.

—Por favor —suplicó.

Aimeé se mordió el labio y miró a ambos lados antes de inclinarse y hablar en tono bajo:

—Puedo poner la anotación de que lo devolviste ayer y que fue mi culpa el retraso en el registro. Pero entonces sube y deja el libro donde lo hallaste, como si no lo hubieras sacado para nada.

—Lo encontré en una mesa.

—Déjalo en una mesa entonces, ya alguien lo acomodará.

—Mil gracias.

—Que no se repita, Mark.

Aimeé volvió a su labor y Mark subió de dos en dos los escalones hasta el tercer piso. El día de hoy sí estaba concurrido, al menos ocho personas estaban esparcidas entre las mesas.

Mark buscó con disimulo una mesa vacía y alejada de alguna ocupada y al verla, se acercó. Tomó asiento y sacó con parsimonia el libro; lo puso allí y disimuladamente intentó alejarse. Sin embargo, al levantarse, chocó con una chica que iba entrando. Soltó una grosería en voz baja.

—Uy, perdón. Iba corriendo —se excusó.

—¿No viste el letrero de "no correr en la biblioteca"? —bromeó ella

—Al parecer últimamente no logro ver los letreros de ningún lado.

—Dile eso a las autoridades cuando rompas una ley.

—Seguro que me eximen del crimen.

—Suerte con eso. —La chica llevaba tres gordos libros en sus manos y al parecer sus fuerzas flaquearon un poco y tuvo que apoyarlos en la mesa, donde vio el que Mark estaba dejando—. Interesante.

—¿Qué?

—Vi ese mismo libro hoy en las manos de una chica, eso es todo.

—Yo vine a devolverlo —admitió—. Lo saqué hace unos días.

—Espera, ¿tú sueles dormir en la biblioteca?

Mark enrojeció.

—Tal vez.

—Hace como dos semanas te vi dormido y el libro estaba en el suelo junto a ti. Lo levanté y lo puse sobre la mesa. Supuse que era tuyo

—No sé si debo sentirme avergonzado.

—¿De dormir en la biblioteca o de leer romance adolescente? —Hizo una pausa en la que Mark solo pudo sonreír con incomodidad—. Igual no juzgo, ¿eh? Yo duermo en una mesa más escondida, y sigo enamorándome de los Cullen. Los odio. Pero los amo.

Mark se permitió reír en voz alta y recibió un par de miradas fastidiadas de quienes intentaban leer o estudiar. Sacudió la cabeza; iba con el tiempo contado a su clase.

—Voy a clase... voy un poco atrasado... en tiempo me refiero... si no, me quedaría un rato a charlar... —Sus palabras atropelladas lo hicieron reír de sí mismo y desear que la tierra se lo tragara.

—Bueno, ratos hay durante todo el día. ¿Qué te parece si nos vemos más tarde en la cafetería? Para hablar de los Cullen, si quieres —añadió en tono burlón—. O del tema de... —Miró el libro— Amor de laboratorio.

—O podemos ignorar que leo romance adolescente y que tú lees Crepúsculo, y hablar de otra cosa. Dejemos eso en un secreto.

Ella suspiró aliviada.

—¿Cuál secreto? Yo no sé nada —siguió ella—. Entonces te veo más tarde.

—¿A las tres te parece bien?

—Sí, está bien.

Mark se colocó su maleta sobre los hombros y le sonrió una vez más. Ella se acomodó en la mesa donde él había dejado el libro aunque sin prestarle atención a este.

Se giró, estando ya un par de mesas más allá. La pispeó y ella lo observó. Mark articuló con sus labios, intentando no hablar muy duro.

—¿Cómo te llamas?

Con el mismo tono, ella respondió:

—Amy. ¿Tú?

—Mark.

Mark ignoró la coincidencia del nombre, no importaba.

Se sonrieron.

La fe y la paciencia son claves al momento de esperar el amor, Mark lo sabía, aunque también se dijo que no estuvo de más comerse el panecillo en un martes quince.

Se hizo prometer que nunca más menospreciaría una augurio o una leyenda por inverosímil que sonara. Uno nunca sabe, pero al no saber, es mejor no negarlo rotundamente.

Llegó al aula a su clase con Jonathan y esperó un poco pues él no había llegado. Mientras tanto, miró a una chica en la mesa de al lado, tenía en sus manos un ejemplar de Amor de Laboratorio, al parecer, lo había empezado hace poco, posiblemente era ella de quien Amy hablaba.

Sonrió para sí mismo y el profesor Watson entró, miró a la chica que leía y luego observó a Mark. Compartieron un gesto de complicidad y la clase empezó.

No volvería a ver a su profesor de la misma manera; y le encantaba saber que los mismos pasillos que él recorría a diario, habían sido escenario de una peculiar historia de amor que había nacido en un laboratorio. 

***

FIN

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