XVIII. Los que entregan regalos de cumpleaños

—Daraley Sturluson, aún no puedo creer que tuvieras el descaro de no invitarnos a tu cumpleaños después de tantos que pasamos juntos —se quejó la muchacha que estaba parada en el umbral de la puerta, con los brazos en jarra y la expresión de fingida molestia, mordiendo el aro de su labio inferior. Su cabello se había vuelto negro como el carbón, rozándole los hombros de un lado, al ras de la cabeza del otro.

A su lado estaba un chico alto, pecoso y el pelo alborotado como solía usarlo, mas en ese momento lucía oscuro, distinto a su verde habitual. Tenía una pícara sonrisa y apoyaba un codo sobre el hombro de su hermana. Los acompañaba un muchacho castaño de ojos verdes que llevaba una camisa impecable, un pantalón de vestir y gafas de pasta. Por último estaba Az, escondido detrás de los demás y la saludó con un gesto de la mano, como disculpándose por desobedecerla al ir allí, y más aún acompañado de sus hermanos Dioses.

—¿Qué hacen aquí? —exclamó Daraley entre sorprendida y obnubilada.

Cian oteó el interior de la casa Sturluson y vio a los amigos de la muchacha repartidos en el sofá y las sillas, comiendo los bocadillos que Dana iba dejando en la mesa baja que estaba en el centro del living.

—Se ve divertido —comentó Júniper mirando en la misma dirección que su hermana, sonriéndole a la antigua Diosa Violeta que se acercó al ver más invitados.

Dana se quedó quieta un segundo al reconocerlos, pero esbozó una sonrisa amplia y le dijo a Daraley que los hiciera pasar, que se sentaran con los demás y que se sintieran como en casa. La cumpleañera no salía de su sopor, sin entender cómo sus amigos Dioses habían tenido la idea de ir a verla, y quería matar a Azafrah por haber accedido a llevarlos. Aunque por dentro, muy en el fondo, estaba feliz. Ellos eran los mejores amigos que había tenido en toda su vida.

El muchacho verde se tiró en el sofá al lado de Karae, la compañera de clases de Daraley, y le guiñó un ojo haciendo que sonrojara, preguntándose de dónde conocía su amiga a chicos tan guapos. Seguramente en los Eventos de Dioses a los que solía asistir.

—Chicos, ellos son mis amigos del Territorio Amarillo —mintió, sintiendo la mirada fulminante de Cian por meterlos a todos en el mismo saco—. Él es Az —señaló a Azafrah—, ellos son... —titubeó al señalar a los mellizos.

—Soy Julien y ella es mi hermana Cilien y el aburrido de allí es Dimar —improvisó Júniper sin una pizca de duda señalando a Dijon, acomodándose y estirando el brazo para agarrar los bocadillos.

Los chicos los saludaron un poco reacios a la gente nueva y a la presencia de Dana, pero siguieron con sus conversaciones. Daraley se sentó al lado de Azafrah, con Dijon sentado en una silla del otro lado. Sin proponérselo, recordó lo que el Dios Violeta le había dicho sobre que le gustaba a Dijon y sintió que sus mejillas quemaban cuando él la miró.

—Me alegro que hayas decidido aceptar la beca —murmuró el Dios Amarillo y Azafrah se enderezó en su asiento, inclinándose hacia ambos.

—¿Vas a ir al final? —preguntó con un tono de molestia.

Daraley lo miró, alejándose instintivamente al tenerlo tan cerca. Después del beso en la madrugada, no tenía idea de qué hacer con él a su lado. Parecía que su corazón iba a explotar de tan rápido que latía.

—Pues claro, además de mi cumpleaños, esto es mi despedida.

El Dios Violeta sintió un escalofrío a dirigir la mirada a los compañeros del Colegio de Formación de Daraley, y luego notó el cartel que le habían hecho que decía "Feliz viaje y prósperos estudios". Se estrujó las manos, con los codos apoyados en sus muslos e intercambió una mirada cargada de intención con Dijon, quien desvió los ojos y carraspeó.

A la muchacha la tensión del ambiente la estaba matando. Se levantó de golpe y fue con sus amigos del Instituto. Júniper había hecho buenas migas con Karae y ambos conversaban sobre literatura, mientras que Cian se había quedado conversando con Dana y Mey. Azafrah y Dijon se quedaron sentados en silencio.

Daraley pasó el tiempo riendo con sus compañeros. Ellos estaban emocionados por el hecho de que estaban en presencia de la antigua Diosa del Cubo Violeta, por lo que no podían dejar de hacer pequeñas reverencias cuando ella les dejaba bocadillos o les dirigía la palabra aunque les pedía que no era necesario hacerlo. Pero a pesar de las risas, de las charlas triviales, ella sintió que todo eso quedaría ahí, como sus padres y su hogar. Como Azafrah. Si bien estaba ansiosa por comenzar esa nueva etapa en su vida, se sentía nerviosa y agobiada por todo lo nuevo a lo que se iba a enfrentar, y sola.

Cuando llegó el momento de irse, sus amigos se despidieron deseándole buen viaje, buenos estudios y le pidieron si les podía conseguir una beca a ellos también a modo de broma aunque disfrazara una verdad. Karae se quedó un rato más, ofreciéndose a ayudar a Dana y a Loy a juntar los tratos.

Júniper propuso salir en plan divertirse aunque al señor Sturluson no le hizo la menor gracia. Que salieran así podría terminar en un caos si llegaran a descubrir quienes eran, por lo que optaron por salir a caminar por el barrio. Nunca habían hecho nada por el estilo, por lo que ir disfrazados al cumpleaños de la muchacha había sido la excusa perfecta para comportarse como chicos de su edad. Antes que cualquiera dijera algo, Júniper había invitado también a Karae, dejando al grupo incómodo.

—Mamá nos mataría por salir de parranda —dijo el joven verde a su hermana mientras caminaban por las veredas iluminadas por los faroles, en dirección al centro de Sigma.

—Por supuesto. Ella nunca haría algo así, es una Diosa —se burló la muchacha.

—Y... conociéndola, no. Definitivamente no —rio Júniper mientras pasaba un brazo por los hombros de Daraley y la jalaba hacia sí, despeinándola con el puño—. Hey, Dara, estás más vieja, eh. Diecinueve añitos.

Ella se zafó y le lanzó una mirada asesina, peinándose con los dedos.

—Por supuesto, señor que tiene la misma edad que yo —se burló, enseñándole la lengua. Azafrah sonrió ante su actitud infantil.

Pasaron por el parque que estaba frente a la Armada Central y Cian y Júniper se acercaron a los juegos llenos de emoción. La muchacha se subió a una hamaca mientras su hermano la empujaba y luego él ocupó la que estaba a su lado, retándola a ver quién se columpiaba más alto. Karae los miró extrañada, sin entender el comportamiento infantil de aquellos muchachos, como si nunca hubieran hubieran sido niños. A su lado, Daraley y sus otros dos amigos sonreían ante la actitud de los mellizos.

—Hey, Ci, Jun, hay un puesto de hamburguesas allí, ¿quieren probar? —les gritó la cumpleañera, a lo que el joven verde respondió que sí mientras saltaba del columpio y caía sobre sus pies con una pirueta improvisada.

Daraley les hizo señas a sus amigos que la siguieran a pedir la comida. Estuvieron un buen rato en la fila mientras Dijon observaba con el ceño fruncido la preparación de la misma, con una expresión que indicaba que no estaba del todo de acuerdo con los hábitos de higiene que tenían al elaborarla., pero no acotó nada. Azafrah lo miró y soltó un bufido parecido una risa al ver su cara.

—Se nota que no has salido nunca del cas... casa —se corrigió al ver que Karae estaba a una distancia audible de su conversación, mientras acompañaba a Daraley a esperar el pedido.

—Despacha la comida y con esas mismas manos cobra —se quejó el Dios Amarillo, señalando con el mentón el procedimiento que se repetía una y otra vez—. Tú deberías preocuparte con regularizar esta situación, es insalubre.

Azafrah frunció el ceño.

—Eloc está con ese tema. Ya recibieron un cedulón con la notificación, tienen un mes para regularizarlo. —Se calló al ver que Daraley y Karae se giraban hacia ellos para pedir que las ayudaran a cargar con todo el pedido—. Es su único medio para conseguir dinero, es una familia numerosa —explicó mientras se acercaban.

—No puedes complacer a todos —puntualizó el Dios Amarillo, dada por cerrada la conversación cuando llegaron hasta las chicas.

Dijon cargó con las bebidas y Azafrah tomó la bolsa de papas fritas, robándose una que otra mientras volvían al parque. Cian y Júniper se habían sentado en un banco de madera y conversaban mientras miraban y señalaban el cielo repleto de estrellas. Si bien se llevaban como dos territorios en guerra cuando se veían, cuando hacían las paces los mellizos eran como uña y carne. Casi no necesitaban hablar para entenderse.

Se repartieron la comida mientras Karae los observaba cómo los cinco estaban compenetrados, compartiendo una complicidad en la que no estaba incluída. Nunca había visto a esos amigos de Daraley y de cierta forma sentía celos por la manera en la que se trataban, como si se conocieran de toda la vida. Siquiera sus nombres había mencionado jamás.

—Di, ¿quieres más? —preguntó Daraley al muchacho castaño de lentes mientras le extendía la bolsa de papas. Él rechazó amablemente—. ¿Aza? —preguntó entonces, sacudiéndola hacia el otro muchacho, el guapo que había ido a buscarla al instituto.

¿Aza? ¿Que no se llamaba Az?, se preguntó Karae, frunciendo el ceño.

—¿Estás bien? —le preguntó Julien, poniendo una mano en su hombro y mirándola con las cejas arqueadas. Asintió, pensando que algo no estaba bien, no encajaba.

—Dara, ¿qué vas a hacer cuando termines tus estudios? —preguntó Cilien, la hermana de Julien mientras masticaba una patata.

La aludida se encogió de hombros. Karae le había preguntado lo mismo, a lo que ella no supo responder. Az le dio un golpecito con el dorso de la mano en el brazo, haciendo que Daraley diera un respingo. Le gustaba, pensó su amiga, y mucho. No la había visto actuar tan nerviosa ante un muchacho.

—Ya te dije, trabaja conmigo —le dijo él.

—Azafrah, no insistas —le contestó ella, molesta.

Karae entonces dio un respingo. Cilien chistó y la miró directamente, con esos ojos rasgados tan llamativos. Había sido una tonta al no darse cuenta de los apodos: Az, Di, Jun y Ci. Se estremeció y se irguió, con los ojos abiertos de par en par.

Daraley era la hija de la Diosa, iba a los eventos y seguramente se codeaba con los Dioses en persona.

—¿Karae? —volvió a preguntar el muchacho a su lado. No podía ser otro que el Dios Verde Júniper.

Empezó a hiperventilar. Los demás posaron sus miradas en ella y no le fue difícil identificar a cada uno, si bien no llevaban el característico color, pudo notar esa aura que los rodeaba.

—Dara —susurró, con urgencia. Su amiga se levantó, dejando las papas con el chico castaño. Az. Azafrah, su Dios Violeta.

Las rodillas flaquearon y cayó sobre ellas. Se inclinó hacia adelante, en una reverencia que se reservaba cuando se estaba frente a una deidad.

—¡Karae! —exclamó Daraley mientras intentaba hacer que su amiga se levantara, pero ella se disculpaba por ser tan torpe, por haberlos tratado como simples chicos cuando no lo eran—. Karae, levántate.

La muchacha sintió entonces que Júniper se colocaba a su lado, con las manos en sus hombros y la ayudaba a erguirse. Se dejó simplemente para no contradecirlo.

—Dara, son ellos, son los Dioses —barbotó mientras temblaba incontrolablemente. Tener al Dios Verde frotándole la espalda como un chico común tampoco ayudaba a tranquilizarse.

Su amiga asintió.

—Son mis amigos, pero justamente por esto es que no pueden presentarse como son.

Karae los miró mientras ellos permanecían en silencio.

—Quiero irme a casa —murmuró. No se sentía capaz de compartir el ambiente con tales deidades.

—Te llevo —se ofreció en seguida Júniper. Su hermana lo asesinó con la mirada, chasqueando la lengua, pero tampoco se lo impidió.

Azafrah soltó un suspiro. Se puso de pie, miró hacia todos los lados y le tocó el brazo a la muchacha. Al segundo, ya no estaba allí.

—Le iba a dar un patatús —explicó, suspirando—. La dejé durmiendo en su dormitorio.

Daraley le agradeció en silencio y los muchachos volvieron a la casa Sturluson. Los hermanos se despidieron diciendo que se verían en la ceremonia del pase de Cian, y Dijon le prometió que la esperaría en la estación de Marilis al día siguiente. Azafrah apenas murmuró un adiós a la familia y los cuatro desaparecieron con un estallido.

La muchacha suspiró, agotada. Habló un rato más con sus padres, su tía y su abuela y despidió a estas últimas con un beso antes de ir a su dormitorio. Le desearon buen viaje y la muchacha contuvo las lágrimas para que ellas no se sintieran peor de lo que estaban. La familia Sturluson había vivido en el castillo desde el nuevo ascenso de Dana y se habían separado solamente cuando ellas habían vuelto al rancho y ellos se quedaron en la ciudad. A sus padres los despidió como de costumbre, ya que ellos la llevarían hasta la estación en la mañana.

Cuando se acostó y se cubrió con las mantas hasta la nariz, dejó que los nervios florecieran. Se iba a ir de casa, iba a marcharse a un Territorio lejano y si bien había viajado varias veces a él, era algo totalmente nuevo y aterrador. Pero se centró en que iba a estudiar, a conseguir un buen diploma con buenas notas y luego un buen trabajo. Quizá hasta ceder de una vez al pedido de Azafrah, pero para ello tenía que sentirse útil para él. Eso si con la distancia sus sentimientos mermaran.

Se giró hacia la pared, mirando la oscuridad. Él también sentía lo mismo por ella, entonces... ¿qué sería de ellos de ahora en más? Dejó la mente en blanco para no pensar en ello y cuando estaba cayendo en las redes del sueño, un golpe hizo que se sobresaltara, aunque ya imaginaba quién podría ser.

—¡Aza! —susurró a la oscuridad, sentándose.

Sintió un movimiento y unos labios atraparon los suyos en el medio de la negrura de su cuarto. Sorprendida ante tal muestra de afecto, apenas pudo responder, sintiendo la calidez de sus manos quemando en sus mejillas.

—Feliz cumpleaños —le dijo el Dios Violeta contra su boca, sonriendo—. No tuve oportunidad de decírtelo hoy, así que tuve la necesidad de volver. Además, te debo mi regalo de cumpleaños —murmuró mientras ella encendía la luz y él se sentaba a su lado en la cama. Tenía el rostro sonrojado.

—Ay, Aza, sabes que no necesito nada —murmuró ella avergonzándose. Él nunca le había regalado nada, por lo que a pesar de lo que había dicho, estaba emocionada por saber qué era.

Azafrah sonrió, moviendo un brazo y haciendo que el pendiente del Cubo en su oreja brillara. La magia los envolvió. Daraley vio imágenes pasando alrededor de ambos en una velocidad asombrosa, en vetas de colores y luces. En un segundo, ya no estaba sentada en la cama, sino sobre la arena, en la playa de Mires. Picaba bajo sus piernas desnudas por el short del pijama, y la brisa marina le revoloteó el cabello. Aspiró profundamente, sonriendo, recordando las veces en las que sus padres los había llevado para jugar en su infancia.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó, sin entender. Si bien sentía como si estuviera de verdad en la playa, por alguna razón sabía que era sólo una ilusión.

—Siempre te gustaron los fuegos artificiales. No te los perdías, ningún año. Me arrastrabas contigo para verlos en la playa. Este año te los perdiste... —contestó, mirando el cielo estrellado.

Eso explicaba la ausencia del frío. Era un recuerdo de verano, esa noche había sido calurosa. Más allá, a varios metros de donde estaban, una infinidad de personas se habían reunido en la arena y en la rambla para observar el espectáculo.

—Te fuiste por mí, ¿verdad? Ese día fue el ataque en Sigma,te preocupaste y fuiste a verme...

Daraley se sonrojó. No sabía qué contestar, pero el ruido de las denotaciones hizo que ambos alzaran los ojos al cielo, iluminado por ciento de chispas de colores. Estaban sentados uno al lado del otro y la muchacha se tomó la libertad de apoyarse contra su brazo y apoyar la cabeza en su hombro. Él recostó también su mentón sobre su coronilla. Se iba a ir, por lo que quería al menos disfrutar estar con él así antes que eso ocurriera.

El espectáculo duró unos quince minutos. Cuando terminó, se separaron con lentitud y ella lo miró para agradecerle. Él le sonrió con sinceridad, con el corazón latiéndole con fuerza por la expresión de felicidad que ella tenía en el rostro. Daraley quería quedarse allí para siempre, conservar esa sonrisa que él le dedicaba para siempre.

De repente, su rostro se ensombreció y se levantó, mirando el horizonte opuesto al mar con el ceño fruncido. Estiró la mano hacia Daraley y ella la tomó extrañada, sintiendo un escalofrío que no tenía nada que ver con el clima.

—Es el ataque —murmuró él, aferrádose a la mano de la muchacha. Ella se estremeció.

La explosión en la que casi muere, la que Azafrah había logrado contener casi a cambio de su vida.

—No querrás ver esto. —Movió la mano libre en un ademán para deshacer el recuerdo, pero ella lo sujetó.

—Sí, por favor.

No sabía por qué, pero quería verlo. Intercambiaron una intensa mirada y él finalmente asintió. Como cuando llegaron allí, en un estallido de colores, se encontraron entonces en el vagón donde Daraley estaba teniendo el altercado con el atacante. Azafrah cerró los puños sintiendo la impotencia de no poder cambiar lo ocurrido. Si no fuera por el Cubo que le había avisado, Daraley no estaría allí con él, no había podido saber cuándo lo quería y él tampoco conocería lo que sentía por ella.

Entonces el tipo escapó y él apareció, protegiendo a la Daraley herida. La explosión ocurrió y empujó a los espectadores, pero ambos se mantuvieron de pie en el medio del caos, del fuego, de la magia que los envolvía y del tren que se hacía pedazos. También vieron los hilos morados que salían del Dios Violeta y se dirigían a todas las direcciones, terminando en cada pasajero que resultó ileso.

Daraley sintió que le escocían los ojos, conmocionada ante tal muestra de poder. La piel se le erizó cuando todo terminó, con Azafrah desvaneciéndose en sus brazos. El recuerdo se desvaneció y se encontró de pie al lado de su cama, anonadada y observando al muchacho que se dejaba caer sentado, tapándose la cara con las manos.

—Lo siento —murmuró, con la voz cargada de dolor—. Debí haber hecho lo mismo en el ataque anterior. Debí protegerlos también. —Tomó aire, dejando caer los hombros y las manos—. Soy egoísta, salvé a esta gente porque estabas tú, no me merezco el Cubo.

Daraley se sentó a su lado, frotándole los brazos intentando tranquilizarlo. No había sido una buena idea revivir ese momento. Azafrah aún estaba muy sensible con lo que había pasado en los primero tiempos como Dios.

—Aza, no es cierto. Si así fuera, tendrías el pelo blanco ahora.

«No voy a rechazarte, mocoso» le dijo el Cubo sonando molesto. «Tienes la voluntad de aprender, la valentía de luchar por tí mismo y las ganas de mejorar. Eso es lo que importa».

—¡Aza! ¡Tengo tu regalo de cumpleaños desde octubre aquí! —exclamó entonces Daraley saltando de la cama, encontrando la excusa perfecta para cambiar de tema. Se abalanzó sobre su escritorio, revolviendo entre los libros—. Como era tu cumpleaños y a la vez tu ascensión como Dios, quería comprarte algo especial. —Su voz se fue perdiendo a medida que hablaba, dándose cuenta de lo vergonzoso que le resultaba darle aquel detalle después de todo lo que había pasado. Encontró la cajita y la sujetó con ambas manos.

Azafrah se acercó con curiosidad, parándose a su lado y haciendo que ella se estremeciera por la cercanía. Lo miró.

—No sé si te va a gustar, pero... Estaba ahorrando desde los quince para comprártelo —le extendió una cajita de terciopelo negro y él la recibió anonadado. Nunca había recibido nada por su cumpleaños, con suerte apenas festejaba con sus hermanos Dioses.

Levantó la tapa. En su interior había un anillo con una piedra cuadrada de amatista, con un trabajo fino en plata que emulaba la insignia del Territorio: una X sobre la piedra y una corona de tres puntas sobre el cuadrado.

—Dara, no... esto debió salirte muy caro... —murmuró, sintiéndose fatal por hacer que ella gastara tanto en un regalo. Seguramente quería que fuera algo a la altura de un Dios. Soltó un suspiro cargado de felicidad mientras ella se estrujaba las manos con nerviosismo, ansiosa por la reacción de su amigo—. Gracias —dijo al fin.

Le acarició la mejilla con la mano libre y la besó, tomándola por sorpresa. Le costó volver a pensar y a reaccionar como debía, respondiendo al gesto con una alegría que le llenaba el estómago de mariposas. Él la abrazó aferrándola con urgencia, con necesidad y ella respondió de la misma forma, sintiendo que su cuerpo quemaba con la cercanía, profundizando el beso y jalándolo con ganas de más y más.

—¿Puedo quedarme contigo esta noche? —preguntó Azafrah con voz tímida, casi en un murmullo, cuando se separaron apenas unos centímetros. Daraley se quedó inmóvil, mirándolo con los ojos abiertos de par en par, jadeando por la intensidad del beso—. ¡No, no es lo que piensas! —aclaró, poniéndose rojo—. No digo que no quiera, pero no lo dije por eso —intentó explicarse, hablando demasiado rápido. Al darse cuenta soltó un gemido y se tapó la cara roja con las manos—. Mierda, lo estoy empeorando.

—Sí —respondió ella, también en un susurro.

Si se iba a ir en unas horas, podía olvidarse de las reglas del Consejo. Él estaba ahí para ella y quería seguir estándolo. Azafrah sonrió y volvió a atrapar sus labios con los suyos. Se metieron a la cama y se quedaron conversando, recordando travesuras de la infancia y charlando como solían hacerlo cuando aún vivían juntos en el Castillo. Él no dejó de acariciarle el pelo y la mejilla hasta que quedó dormida.

Despidiéndola con un beso en la frente, la arropó y desapareció.

Un capítulo mucho más largo de lo habitual para compensar lo que no he subido estos días. Espero que les guste! Comenten lo que les pareció :D 

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