XVII. El que se declara

Dijon ya había dado la orden para desarticular el taller clandestino de armas y también atrapar a los criminales que estaban envueltos en ese asunto. Sólo habían dado con tres de ellos, seguramente los demás se habían ido del Territorio. Estaban seguros que podrían estar planeando algo en el Azul o en el Verde, o incluso ocultos en el Violeta aprovechando la brecha de inexperiencia de Azafrah.

Al final de la asamblea, todos acordaron que quedarían atentos ante cualquier actitud sospechosa, mientras Anubis estaría de tanto en tanto rastreando información. Fue la primera en irse, sin embargo no se dirigió a su hogar en la Isla Negra.

Caminó con cautela, acercándose al claro mientras tomaba aire. Hacía mucho, mucho tiempo que no visitaba aquellos paisajes y estar allí le causaba escalofríos como la última vez que había estado. Por supuesto, quién buscaba ya la estaba esperando, sentado sobre la hierba al lado del estanque, lanzando piedritas al agua como un niño pequeño y contemplando los círculos concéntricos que agitaban las hojas de los nenúfares. Se acercó a él y se quedó parada mirando en la misma dirección.

—Hola, Azahar.

Él levantó la cabeza y le sonrió con alegría. Sus ojos grises centelleaban.

—Sigues igual de tierna, Anubis —contestó él, a lo que ella desvió la mirada para centrarse en el objeto que estaba en el centro del estanque.

El Cubo Blanco, Wit, reflejaba la luz del sol en los lados, haciendo que pareciera un gran farol sobre la pequeña isla del estanque. Azahar se puso de pie y se limpió las manos en su pantalón de lino sin dejar de mostrar los dientes.

—¿Es él, verdad? —preguntó ella sin rodeos.

Azahar hizo un puchero, mirando en dirección al Cubo.

—Siempre tan directa, ¿no quieres comer algo mientras conversamos?

Ella alzó las cejas y se frotó los brazos, incómoda. La presencia de Wit siempre la inquietaba y la magia de Aswad revoloteaba a su alrededor en un reflejo de protección. Rechazó sacudiendo la cabeza la invitación, no estaba de ánimos de andar de rodeos.

—Está bien —suspiró el muchacho con un mohín, luego cambió su expresión a una jovial—. Sí, sabes cuáles son los ideales de Wit. Y apoya a esta gente —contestó entonces a su primer pregunta, con un suspiro.

Alzó la mano y el Cubo, no sin cierta resistencia, giró sobre sí mismo y se redujo hasta volar hacia la mano de Azahar, tan pequeño como una bellota.

—Ese jovencito amarillo tiene razón. Lo que está entorpeciendo su magia es este rebelde. —Se colgó el pendiente con Wit destellando furioso—. Por supuesto, a mi no me concierne...

Anubis bufó.

—Nunca te concierne. ¿Cuando vas a aceptar la invitación de ser parte del Consejo? ¿Cuándo te vas a dar cuenta que estar acá encerrado no es bueno para nadie?

—¿Nunca? —respondió encogiéndose de hombros y haciendo una mueca que pretendió ser una sonrisa—. Estar aquí es cómodo, es bueno para mí. Eso es lo que importa.

—No puedes vivir como ermitaño toda tu vida. ¿Vas a obligar a Weiss a vivir como tú?

La mención de la nueva Diosa Blanca hizo que la expresión de Azahar cambiara a una seria. Incluso lo hacía verse mayor de lo que aparentaba. Miró hacia el estanque vacío, con la mirada perdida.

—Ella sabrá qué hacer en su momento.

Anubis soltó un suspiro y se sentó en el suelo, cruzando las piernas.

—¿Entonces eres tú el que no sabe qué hacer ahora? —murmuró ella. Azahar ay quitándose el paño dorado que llevaba en el cuello. Hacía calor, por lo que abrió los ojos de par en par ante tal inesperada acusación. Se rascó la nuca y sonrió como solía hacerlo para tranquilizarla.

—Lo único que puedo hacer es frenarlo por el momento. Pero sabes que si la gente se alza contra los Dioses es porque ellos mismos lo desean, no porque Wit los aliente.

Ella se mordió los labios mientras sentía la energía de Aswad fluir con enojo, ofendido. Miró en dirección al estanque vacío y suspiró.

—Azahar, si los dioses del continente caer, nosotros tarde o temprano también lo haremos. —Lo miró con intensidad y el niño desvió los ojos ante aquella afirmación—. Así que tienes que comenzar a pensar que sí te concierne.

El Dios Blanco esbozó una triste sonrisa hacia el suelo. Cuando alzó los ojos, ella había desaparecido.

Comenzaba abril y el cumpleaños de Daraley se aproximaba. Por algún motivo, que esa fecha se acercara con rapidez dejaba a Azafrah más de nervioso de lo normal. Recordaba el asunto de la beca y siempre terminaba de mal humor. Tampoco había ido a verla o invitarla a tomar un café, y evitaba usar la magia para saber cómo estaba ya que sabía que a ella no le gustaba que estuviera hurgando o espiando. De vez en cuando intentaba hablar con el Cubo y que él le respondiera sólo si estaba bien, a veces respondía, otras permanecía en un silencio profundo.

También sería el primer cumpleaños que su amiga pasaría fuera del Castillo. Él solía ir a su dormitorio muy temprano en la mañana para molestarla y tirarle de las orejas, pero en esta ocasión le pareció inadecuado, más después de todo lo que había pasado en los últimos meses. Pasaba las noches pensando qué debería hacer, por lo que en la víspera se fue a dormir temprano, mas no lograba conciliar el sueño, preguntándose qué diría ella si iba a su casa a saludarla el día siguiente y en qué estaría haciendo en ese momento.

La voz de Cian interrumpió sus pensamientos: "¿Piensas en ella todos los días y duermes preguntándote qué estará haciendo?".

Se sentó de golpe. Su corazón comenzó a golpear desbocado en su pecho. Contó con los dedos: de los cuatro requisitos para estar enamorado según Cian, cumplía con todos.

—Mierda, mierda, mierda.

«Al fin caes en cuenta, me preguntaba cuándo llegaría este momento», dijo el Cubo con una voz burlona.

—¡Cállate!

Chasqueó los dedos para cambiarse el pijama y miró el reloj en la mesita de luz. Era casi la una y media de la madrugada del veintisiete de abril. Cumpleaños de Daraley.

—Está en su casa, ¿verdad? —preguntó con apuro. Necesitaba decirle lo que había descubierto y necesitaba hacerlo ya.

«Sí, pero...»


Daraley bostezó mientras terminaba el trabajo de manejo contable, sintiendo que los párpados pesaban tanto que acababa pestañeando. Dio el punto final y se estiró con un gemido, deseosa por ir a acostarse. Era casi la una de la mañana. Su cumpleaños. Se dijo “yey, felicidades” a sí misma y fue hasta el baño que tenía en el dormitorio para darse una ducha antes de dormir. Cuando terminó, se percató que se había olvidado de la toalla.

Refunfuñando porque iba a mojar el piso, abrió la puerta del baño.

—¡Dara!

Azafrah apareció en un destello morado. Daraley iba a chillar, pero se resbaló y cayó de trasero en el suelo. El muchacho se inclinó para ayudarla cuando se dio cuenta que estaba completamente desnuda.

—¡Azafrah! —Su mano impactó en la mejilla de Dios Violeta, quién se irguió torpemente y se dio la vuelta, sintiendo la cara ardiendo por el golpe y la vergüenza, el corazón latiendo a mil amenazando con salírsele del pecho—. ¿Qué haces aquí, imbécil? ¿Podrías al menos aparecerte en el pasillo y golpear la puerta como un ser humano normal?

Otro ruido sordo y varias maldiciones le indicaron al muchacho que ella volvía a caer.

—¿Estás bien? —preguntó en un murmullo, sintiéndose culpable y avergonzado.

—Sí, mierda. No mires.

Pasaron un par de minutos mientras ella se secaba y buscaba la ropa para ponerse. Él no se movió un ápice en todo ese momento, con las orejas rojas.

—¿Qué carajos haces acá? —preguntó ella mientras pasaba por él para buscar un cepillo en el cajón de su escritorio.

Azafrah se movió, aliviado por verla ya vestida. Ahora entendía cómo ella se había sentido cuando lo había encontrado con sus bolitas al aire aquella vez. Tragó saliva mientras trataba de no pensar en lo que había visto, ya que de solo recordarlo un calor indescriptible subía desde su vientre hasta la cara.

—Me gustas —dijo él de repente.

Daraley se giró para mirarlo con los ojos abiertos de par en par. Se quedó inmóvil varios segundos hasta que pudo gesticular.

—No-no-no-no-no. No juegues con eso que sabes que no termina bien —exclamó, sacudiendo el cepillo en ademanes de negación.

Él se acercó con pasos largos, a lo que ella se alejó como quien huye de un depredador. Golpeó la espalda contra el escritorio y se movió de costado cuando vio que Azafrah se acercaba una vez más. Al amenazar con encerrarse en el baño, él se detuvo en el medio del dormitorio, suspirando.

—No bromeo, me gustas. Cumplo con las cuatro condiciones de Cian —comenzó, enumerando con los dedos—: me pareces bonita, mi corazón late con fuerza cuando estoy contigo, pienso en ti todo el tiempo y... —Se puso rojo de repente y bajó la mano—. No importa.

—¡No! —dijo ella, apuntándolo con el cepillo de pelo de forma amenazadora—. Sólo lo dices para que me quede y no me vaya al Amarillo.

Azafrah sacudió la cabeza, haciendo nuevamente un intento por acercarse. Ella alzó el brazo que blandía su improvisada arma.

—El mes pasado me dijiste que no querías confundirme, ¿y ahora te declaras como si nada? ¿Cómo quieres que te crea, imbécil?

Él soltó un suspiro, dejando caer los hombros.

—¿Puedo hacer algo para que me creas?

Daraley bajó la mano lentamente, con un hormigueo recorriendo todo su cuerpo. Seguía incrédula ante aquella confesión. Era imposible que fuera cierto, Azafrah nunca debía corresponderle, era lo suficientemente torpe para no entender de esas cosas. Lo miró, encontrando toda sinceridad en aquellos ojos morados. Tenía la cara roja, quizá tanto como ella, y movía los dedos con nerviosismo. De verdad él estaba inquieto, ansioso y desesperado.

Dejó caer el cepillo. Dio los dos pasos que la separaban de él y lo agarró por la sudadera blanca que llevaba puesta, jalándolo hacia sí para acercar su rostro al suyo. Sorprendido, Azafrah soltó un jadeo, con la respiración contra su cara. Daraley podía sentir los latidos de su corazón en los oídos, sus manos temblaban de forma incontrolable, aferradas a la ropa del muchacho. Sus piernas ya no iban a sostenerla por más tiempo.

Si él acortaba la distancia, decía la verdad. Si no...

—¿Viste? —murmuró ella con la voz cargada de decepción al notar que él no se movía—. Sólo lo decías por...

«Besala», canturreó el Cubo.

Azafrah la sujetó con ambas manos por la espalda, atrayéndola y presionando sus labios contra los suyos. Daraley sintió que iba a desmayarse. Enroscó los dedos en el cabello mojado de la muchacha, su boca conociendo la de ella y familiarizándose con su sabor, despertando en él una necesidad que no sabía que tenía. Ella se derritió y se dejó llevar, correspondiendo con ímpetu, con pasión.

Un golpeteo en la puerta hizo que se separan bruscamente, Daraley jadeó del susto y en el umbral apareció su abuela Mey con su pijama y la expresión adormilada. Ella y su tía Clay habían ido a visitarla por su cumpleaños, por lo que se iban a quedar en la casa unos días. Ambas vivían en la vieja vivienda Sturluson, en las afueras de Sigma.

—Dara, cielo, ¿está bien? Oí ruidos y me preocupé —dijo frunciendo el ceño al ver a su nieta parada en el medio del dormitorio con las mejillas rojas y la respiración agitada.

—Estaba... —Miró hacia el lugar donde debería estar Azafrah, pero no podía verlo aunque aún sentía su presencia—. Estaba ensayando una exposición que tengo que hacer para una de mis clases.

Mey suspiró.

—Cariño, no te sobreexijas, ¿está bien? Tienes que descansar para poder retener todo lo que estás estudiando. —Se acercó para darle un beso y peinarle el cabello mojado con los dedos—. ¿Te traigo un té? ¿Un bocadillo?

—Gracias pero no, abue. Termino esto y me acuesto.

Su abuela asintió satisfecha y fue hacia la puerta, pero antes de irse se giró.

—¿Mañana viene Azafrah por tu cumpleaños?

Daraley se tensó, sintiendo un hormigueo en el estómago.

—Creo que no. Seguro estará muy ocupado con sus cosas.

—Es una lástima, hace mucho tiempo que no lo veo. Ya se ha olvidado de su abuela —murmuró Mey con una sonrisa de reproche. Le lanzó un beso y cerró la puerta al salir.

Daraley retrocedió con las piernas flaqueando y se sentó en la orilla de la cama. Azafrah volvió a ser visible y la mirada ceñudo.

—¿No voy a venir? —preguntó entre dolido y confundido—. ¿Por qué quieres evitarme?

Daraley tragó grueso, levantándose y paseándose por su habitación con los nervios amontonándose en el estómago y la necesidad picando en los labios. Después que el calor y la pasión había bajado unas cuantas notas, quería desaparecer. Sentía la mirada de Azafrah en su nuca instándola a responder aunque lo que ella quería era ignorarlo tanto como fuera posible. Al ver que ella no quería hablar, el muchacho se dejó caer sentado en la silla del escritorio.

—¿Dara? —insistió.

Ella se detuvo al fin, levantando una mano.

—Aza, por favor. Estoy...

No sabía cómo describir lo que sentía. Se sentía feliz, rebosante, inmersa en una alegría indescriptible. Por otro lado, estaba aterrada. Que Azafrah dijera que también le gustaba le recordaba que él era un Dios y había reglas que seguir. Por más que deseara que el beso se repitiera, que él le correspondiera, no podía permitírselo.

—Estoy confundida —concluyó.

Él soltó algo entra una risita y un bufido.

—Pensé que el que solía confundirse era yo —bromeó.

Ella lo fulminó con la mirada.

—¿Podrías dejarme en paz? —exclamó, tapándose la boca al darse cuenta que había elevado la voz—. Necesito procesarlo.

Azafrah bajó la cabeza y asintió. Metió las manos en los bolsillos de su sudadera y volvió a alzar los ojos.

—¿Entonces no puedo venir?

Ella se sentó en la cama otra vez con un suspiro.

—Van a estar mis compañeros de clase, no quiero incomodarlos contigo acá. Ya es raro para ellos visitar la casa de la antigua Diosa.

—Entiendo —murmuró él un poco dolido, levantándose para sentarse a su lado. Daraley se quedó tiesa, pero no dijo nada—. ¿Puedo al menos venir como Az? Tu amiga Karae ya me conoce así.

—Aunque cambies el color de tu pelo y tus ojos, seguirá siendo tu apariencia. Van a reconocerte tarde o temprano.

El asintió, resignado. Se quedó callado mientras ella le dedicaba miradas de soslayo, inquieta.

—Lo siento —dijo él—. Siento haberte lastimado antes, pero no entendía esto —añadió mientras se tanteaba el pecho.

Daraley tragó saliva. Sentirlo tan cerca después de lo que había pasado la dejaba con lo nervios a flor de piel.

—Está bien —le respondió.

Él se frotó las manos, ansioso.

—Entonces, ¿en qué quedamos?

Se miraron por varios segundos, con la respiración agitada. Daraley acortó la distancia que los separaba y le dio un pequeño beso en la comisura de los labios, temblando.

—Quedamos en que agradezco que me lo digas, pero que no podemos hacer nada más. Así que vete.

Él hizo un mohín, decepcionado, pero hizo lo que le pidió. Después de todo, ella tenía razón. Sin embargo, iba a hacer lo posible para convencerla de lo contrario.

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