XVI. El que teme perderla

Dijon se veía cansado, sus ojos estaban opacos y tenía los labios blancos. Llegó a la salita de la biblioteca donde lo esperaban sus amigos y se sentó al lado de Cian con los hombros caídos y pasándose las manos por la cara.

—No logramos dar con él... Hay algo que se me escapa —murmuró, repitiendo las palabras que había usado en la asamblea. Tenía un extraño presentimiento que no podía ignorar. Balanceó la cabeza.

Cian se enderezó y le puso una mano en el hombro.

—Cálmate y descansa. Mañana estarás mejor.

Dijon le sonrió y soltó un suspiro, asintiendo. Les dijo a sus amigos que quería pedirles algo antes de llevarlos de vuelta a sus territorios. Los mellizos no tenían problema con quedarse, no tenían compromisos aún y Azafrah tenía a Vitorr y a Eloc supliéndolo.

—¿Qué necesitas? —preguntó.

—Ayuda.

El Dios Amarillo estiró la mano derecha hacia adelante y su pulsera de plata centelló, con el Cubo pendiendo con un destello dorado. La luz se expandió por completo llenando la habitación y Júniper se irguió emocionado, contemplando a las seis caras que se proyectaron alrededor de los cuatro. Cian levantó los pies por instinto, abrazando sus rodillas y admirando el territorio amarillo que se extendía sobre el suelo, como si se hubiera abierto hacia el vacío. Podía ver las nubes y más allá, a los pequeños puntos que se aglomeraban formando las ciudades. Era como estar sobrevolando sin siquiera moverse. Su hermano soltó una carcajada. Era la primera vez que veían cómo funcionaba un Cubo.

Azafrah, por su lado, estaba serio, ya acostumbrado a las habilidades de ese artefacto mágico.

—¿Puedes encontrar el momento del ataque?

Dijon tenía a su lado derecho a la pared que mostraba el mapa del territorio, con sus vías, sus rutas y sus habitantes como miles de puntos amarillos, salpicados por alguno que otro color. Cian tanteó el suelo, deseosa de acercarse pero aterrada con la altura en la que parecía estar, mas al parecer el piso seguía en su lugar.

Él miró hacia arriba y señaló el castillo, cuyo mapa podía verse allí. Moviendo el índice, pudo llegar hasta la biblioteca donde estaban. Júniper soltó una maldición mientras reía, viéndose a sí mismo brincar sobre el sofá.

—Mierda, ¿saben todos los usos que le veo a esta cosa? —exclamó, exaltado y sin dejar de sonreír.

Cian le dio un codazo, volviendo a poner los pies en el sofá e inquieta por la ilusión de altura. Se apoyó en su hermano para pararse sobre sus rodillas y alzar la mano. Por supuesto, atravesó la proyección como si no hubiera nada. Ella no podía usarlo como lo estaba haciendo Dijon.

Azafrah se puso de pie y el Dios Amarillo también, moviendo la imagen hasta llegar al patio interno donde había sido herido junto a Daraley. En ese momento estaba vacío y en penumbras.

—Retrocede —le dijo entonces el Dios Violeta. Dijon alzó las cejas y Azafrah lo miró cuando notó que no hacía nada—. ¿No puedes?

Él se encogió de hombros.

—Nunca lo he hecho.

Azafrah movió la mano como si girara una perilla en el aire en sentido antihorario.

—Como si volvieras atrás las manecillas del reloj —le dijo, recordando que fue lo primero que había hecho con el Cubo.

Su amigo no tenía por qué entenderlo. Él vivía con sus padres, no tenía la necesidad de buscar esas verdades que se le habían negado por su condición.

Dijon hizo lo que le dijo, concentrándose. Cuando llegó al momento que buscaba, el sonido del disparo que resonó hizo que todos dieran un respingo. De inmediato, el Dios Amarillo cerró los ojos con los dientes apretados. No quería volver a revivir la pesadilla de su fobia. Pensó en el atacante, en seguirlo sólo a él hacia atrás.

—Un poco más, Dijon —le alentó Cian—, y ya puedes mirar.

Obedeció, entreabriendo los ojos y suspirando. El atacante estaba en un galpón abandonado en las afueras de la capital, al que habían convertido en una especie de taller. Habían más personas allí trabajando. Habían cajones de madera en un rincón con el sello del Territorio Azul.

—Pólvora —murmuraron Cian y Júniper al unísono.

—Y armas de fuego, ¿no fue así que las llamó Selba? —acotó Azafrah señalando los artefactos sobre una de las mesas. Parecían de fabricación casera.

Dijon cerró los puños, molesto. Si se ponía a pensar, su territorio era el más vulnerable y el más accesible para las actividades ilícitas. No había tenido un Dios en actividad por veinte años y los Ancestros a cargo no tenían el poder suficiente como para estar al corriente de todo lo que ocurría en esas tierras. Deshizo la proyección —haciendo que Júniper soltara un quejido— y cerró los puños dispuesto a investigar por su cuenta. Azafrah, dándose cuenta de sus intenciones, puso una mano en su hombro.

—He aprendido a las malas que no debes hacer todo solo.

El Dios Amarillo hizo una mueca y los miró con una expresión cargada de intención.

—No, no vamos a acompañarte —gruñó Cian cruzándose de brazos y chasqueando la lengua—. Por ir de héroes terminaste con la tripa agujereada, Juni en una pierna y yo con un nuevo adorno en la oreja —dijo tanteándose el lóbulo ya curado—. Si quieres ayuda, pídesela a los expertos. Nadie se burlará ni te negará ayuda. Mamá es experta en proyecciones, Noscere es una estratega nata. Incluso Anubis podría asesorarte mejor.

—Mi consejo —intervino Azafrah, apoyando a la joven azul— es que convoques una asamblea. Pero mañana. Por hoy es mejor descansar.

Dijon no dijo nada, pero aceptó las sugerencias de sus amigos. Los mellizos bostezaron a la vez y se despidieron para dirigirse a sus dormitorios derecho a tomarse una ducha y dormir. El Dios Violeta iba a hacer lo mismo cuando la voz de Dijon lo detuvo antes de llegar a la puerta:

—¿Hiciste las paces con Daraley?

Azafrah se giró para mirarlo. Su expresión de agradecimiento de unos minutos atrás había cambiado a una crítica, cargada de recelo.

—¿Por qué te interesa? Es algo entre ella y yo —respondió con frialdad. De alguna forma, la mención de la muchacha había cambiado el clima amistoso a uno tenso.

Dijon desvió los ojos.

—Sólo no quiero que ella esté mal.

—¿Por qué? —insistió Azafrah, sin entender. Le molestaba que su amigo se portara así de sobreprotector con Daraley.

—Porque le quiero.

Azafrah sintió que algo subía por su garganta. Tomó aire y no respondió. Se había quedado sin palabras. Dio media vuelta y se fue.

—¡Daraley! ¿Tienes los apuntes de la clase de principios del comercio?

La aludida se detuvo antes de salir del salón y revisó sus cuadernos, asintiendo a la muchacha pelirroja que la había detenido.

—Sí, Karae, te los dejo —le dijo, extendiéndole un folio con varias hojas escritas a mano con prolijidad y con subrayados en distintos colores resaltando lo más importante de los temas.

Su amiga solía pedirle las notas porque era los más útiles de todos sus compañeros, ya que era muy atenta y anotaba todos los detalles. Daraley le sonrió ante sus agradecimientos y ambas salieron juntas hacia el exterior. Atravesaron el patio frontal con paso apurado, cruzando un brazo sobre la cabeza para protegerse de la llovizna que flotaba en el aire, humedeciendo el ambiente y fastidiando el día. Tenía ganas de tomar un café para calentar los huesos, pero todo ese tiempo había evitado pasar por la tienda de Tomassi.

—Ay, mira qué guapo ese que está allí —exclamó Karae entre susurros, codeándola.

Daraley levantó los ojos y vio a un chico castaño parado bajo un árbol esquelético, cuyas hojas habían sido arrebatadas por el otoño. Al verla, alzó la mano a modo de saludo e hizo señas para que se acercara.

—¡Te está llamando! ¿Lo conoces? —preguntó emocionada su amiga—. ¿Es de otro territorio, de esos eventos a los que vas? ¿Me lo presentas?

El muchacho, al ver que Daraley no se movía de su lugar, se acercó.

—Dara, ¿cómo estás? —dijo con una media sonrisa—. Hola —saludó por mera cortesía a Karae sintiéndose cohibido, ya que había podido oír todo lo que había dicho sobre él y lo hacía sentirse incómodo.

La muchacha por su parte se quedó paralizada, con las mejillas rojas y la boca abierta.

—Azzzzzz —exclamó Daraley, estirando la z al darse cuenta que no podía dejarlo al descubierto llamándolo por su nombre—. Az, ¿qué haces aquí?

—Vine a invitarte a un café, ¿quieres?

Ella lo miró ceñuda, debatiéndose entre si él le había leído la mente o simplemente había sido coincidencia. Por su expresión, parecía una invitación sincera. Miró a Karae.

—No, no te preocupes por mí, Ley —le dijo su amiga, moviendo la mano en un ademán restándole importancia—. Anda con él, nos vemos. Adiós —gritó mientras se alejaba corriendo, ajustándose el gorro de lana y guiñándole un ojo.

Azafrah le hizo un gesto para que lo siguiera y caminaron a pasos rápidos por la acera intentando escapar de la lluvia en el medio de un silencio incómodo. Al llegar a la cafetería, entraron haciendo sonar la campanilla sobre la puerta, ya que el clima no les permitiría tomar una de las mesas del exterior. El lugar estaba vacío excepto por un anciano que bebía té en una de las mesas que estaban al fondo. Los muchachos se sentaron en el otro extremo, al lado de la ventana. Tomassi limpiaba la barra y al verlos entrar juntos alzó una ceja.

—Buenas tardes —saludó Daraley con una sonrisa cuando el camarero se acercó a tomarles el pedido.

Él inclinó la cabeza a modo de respuesta.

—¿Café cortado para ti y chocolatada para Azafrah, supongo? —preguntó, sacando la libreta—. ¿Algo para acompañar?

—Exacto. Y una empanada de pollo para mí —corroboró la muchacha con una sonrisa, luego sacudió la cabeza poniéndose repentinamente seria—. ¿Sabes quién es él?

Tomassi le guiñó un ojo y se fue.

—¿De qué me perdí? —indagó Daraley inclinándose hacia Azafrah.

Él se pasó la mano por la nuca desviando la mirada.

—Es una larga historia.

Ella no insistió, dándose cuenta que era un asunto incómodo para él. Dejó los libros sobre la mesa y tamborileó la tapa de uno de sus cuadernos con los dedos, nerviosa.

—¿Cómo vas con tus estudios? —quiso saber él, apuntando sus libros con el mentón, ella dio los hombros.

—Bien, creo. Dijon me ofreció una beca para estudiar en la Universidad de Ciencias de Marilis, en la Facultad de Economía —comentó, apoyando el mentón sobre su mano y el codo sobre la mesa.

Azafrah frunció el ceño profundamente.

—¿Beca? Pero si puedes estudiar acá, ¿por qué te irías? —exclamó con molestia.

Daraley soltó un suspiro y miró por la ventana. Las gotas borroneaban el vidrio, el exterior estaba vacío excepto por alguna que otra persona corriendo mientras huía de la lluvia.

—Sabes que en lo que respecta a mercado, comercio y finanzas el Amarillo es el que tiene el mayor conocimiento. Su universidad tiene los mejores profesores del tema en el continente y si puedo acceder allí, lo haré.

"Y también me mantengo alejada de ti" pensó con angustia. Si bien estaba en buenos términos con su amigo, aún se sentía incómoda estando con él a sabiendas de que él estaba al tanto de sus sentimientos. Él también parecía nervioso, rehuía de su mirada. La tensión se sentía en el aire rodeándolos como una soga, asfixiándolos.

Azafrah suspiró mientra observaba a Tomassi dejarles lo que habían pedido. El hombre los escudriñó en silencio, sintiendo el clima pesado y se fue sin decir nada. El muchacho frunció la boca y movió la taza, haciéndola girar.

—No quiero que te vayas —murmuró.

Daraley tragó saliva, sintiendo los nervios temblando en la piel. Sin embargo, se dijo que él sólo quería su compañía como la amiga que era, nada más. Se mordió los labios.

—Yo quiero ir —contestó ella. "Necesito hacerlo" quiso decir, pero no quería responder a las preguntas que le haría.

Los truenos comenzaron a sonar furiosos, iluminando la calle que estaba casi a oscuras por las nubes que cubrían por completo el cielo. Las gotas comenzaron a martillear contra el vidrio, haciendo un ruido estrepitoso. Daraley contempló a Azafrah, quien estaba pensativo mirando el vacío. El viento silbaba, colándose por las rendijas del marco.

—¡Aza! —exclamó y el muchacho dio un respingo. El tiempo volvió a ser estable, con una llovizna que apenas golpeteaba la ventana—. ¿En qué estabas pensando?

Él la miró de lleno. Sus ojos tenían un destello morado por encima de lo castaño de su disfraz.

—Me molesta. Me molesta que Dijon se meta en esto.

—¿Qué? —soltó ella incrédula, haciendo una mueca de confusión—. ¿De qué carajos hablas?

—A Dijon le gustas.

Daraley abrió la boca, pero no salió nada de ella. Sintió que se sonrojaba por lo extraña de la revelación. Frunció el ceño y lo labios.

—¿Y eso a qué viene? ¿Estás celoso?

—¿Celoso? —repitió confundido.

El tiempo volvió a ser inestable. Las luces de la cafetería parpadearon ante un trueno particularmente fuerte que sonó sobre sus cabezas. El anciano que bebía té se fue, cubriéndose la cabeza con el sacón que llevaba puesto. Daraley deseaba con todo su corazón que así fuera, que lo que él sentía fueran celos porque sentía algo por ella, mas sabía que él nunca correspondería.

—¿Sabes qué? —exclamó, tragándose el enojo. No quería volver a discutir. Si eran amigos, o algo así, estaba bien para ella. No quería volver a arruinarlo—. Olvídalo. —Tomó un sorbo de su café y se quemó la lengua. Agitó la mano por el dolor y Azafrah se inclinó sobre la mesa hacia ella, preocupado.

—Por apurada —le dijo, estirando el brazo y tocándole la mejilla para quitarle la quemazón.

Ella se quedó estática ante el contacto, perdida en la calidez de sus dedos. Sus miradas se cruzaron, cargadas de sentimientos que la mayoría Azafrah no lograba comprender. Le acarició las pecas por un instante antes de alejarse de sopetón y carraspear, desviando los ojos. Daraley se tocó el cachete, sintiendo que su cara quemaba tanto como el café.

—¿Cuando te vas? —indagó entonces él, resignado.

A la muchacha le costó reaccionar.

—No lo sé, aún me lo estaba pensando. Si acepto seguro me iré después de mi cumpleaños.

Él asintió, tomando la taza con las dos manos y bebiéndolo torpemente. Algo en su estómago se revolvía con molestia, dejándolo intranquilo. Faltaba un poco más de un mes para el cumpleaños de Daraley.

El Cubo estaba en silencio, para alivio de Azafrah.

—¿Pudieron resolver lo del incidente del evento? —preguntó ella para desviar el tema.

—Tendremos asamblea esta noche —declaró él con la voz cansina. El evento había sido dos noches atrás y los viajes lo tenían agotado.

—Uy, qué divertido —suspiró ella con sarcasmo. Ya se sentía cansada de sólo pensar en todos los viajes que él tenía que hacer por sus deberes como Dios.

Se terminó el café al notar que ya estaba tibio y se apuró con la empanada. Dijo que tenía unos deberes pendientes y se levantó para irse. A decir verdad, no quería seguir compartiendo ese incómodo momento. Se despidió levantando la mano hacia Tomassi y abrió la puerta, sintiendo el golpe del frío exterior.

—¡Espera! —Azafrah se levantó de repente dejando la chocolatada a medio terminar.

Daraley no se detuvo. Caminó por la acera tratando de refugiarse de la lluvia bajo los toldos de las tiendas. Él la alcanzó cuando doblaba la esquina, se interpuso en su camino y ella lo miró confundida, sintiendo los pinchazos de la lluvia en su cara.

—Ven acá que te vas a enfermar —murmuró él envolviéndola en un repentino abrazo.

Daraley se derritió ante la calidez de sus brazos. Sus hombros se relajaron y apoyó el rostro en su pecho, suspirando. El cambio de temperatura y la ausencia de lluvia le indicó que él la había llevado a algún lugar, pero no se quiso mover. Sostuvo sus cosas con una mano y con la otra rodeó a Azafrah para aferrarlo, temiendo que aquel momento se desvaneciera.

Él tampoco la soltó. Tenerla junto a él le llenaba el corazón.

—Dara, te extraño —se sinceró, apretujándola y apoyando el rostro en su cuello. Ella se estremeció, sintiendo su aliento justo debajo de su oreja. Sus piernas flaquearon—. Siempre estabas conmigo en el castillo, ahora se siente muy vacío. Y esto... Esto de que te vas no me gusta.

Ella se sentía atrapada en un remolino de emociones. No quería ceder, no podía. Lo soltó con lentitud, con dolor. Puso la mano en su pecho y se separó, abriendo los ojos y notando que estaba en su habitación. Él se dejó empujar y no la miró a la cara, sino que se quedó contemplando el piso.

—Lo siento, Dara. No quiero confundirte, perdón.

Levantó la cabeza esbozando una triste sonrisa, aunque por dentro el que se sentía confundido era él. Antes de decir o de hacer alguna otra tontería, desapareció. 

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