XV. El que cede al miedo

Dijon buscó en el mapa del Cubo el atajo más rápido para llegar junto a Daraley. Una de las cosas que no había aprendido aún era transportarse de un lado a otro ya que alguna forma no le había parecido necesario, no hasta ese momento. Llegó jadeando al patio donde ella se encontraba en el momento en el que una pequeña explosión surgía desde un aparetejo en la mano del atacante y Daraley caía al suelo con una herida sangrante en el hombro.

Entonces fue cuando se sintió fuera de sí, con los músculos agarrotados y el corazón latiéndole en la garganta. Sintió el temblor del pánico en sus dedos y quitó los ojos del líquido carmesí que manchaba el vestido de la muchacha. Su terror fue más fuerte y se sintió impotente, enajenado. La visión se le borró, el mareo fue inevitable.

Dijon le tenía fobia a la sangre.

Un segundo estallido hizo que se inclinara de dolor. A sabiendas que había sido herido, su cuerpo dejó de responder, cediendo al pavor que lo había dominado.

Azafrah escuchó el sonido de una detonación que hizo que sus pulsaciones aumentaran de miedo. Luego le siguieron dos explosiones más, rápidas y angustiantes, aumentando esa terrible sensación en la boca del estómago. Apuró el paso y salió a un patio interno. Oyó la voz de Daraley, quejosa y urgente, y la encontró tendida en el suelo con una herida en el hombro junto a Dijon que tenía una similar a la altura del abdomen. No había nadie más con ellos.

―¡Dara! ¿Estás bien? ―preguntó, arrodillándose al lado de ambos y tanteando al Dios Amarillo quien estaba perdiendo mucha sangre. Ella también estaba dolorida y se sujetó el hombro, sentándose con torpeza―. ¿Qué les pasó?

―El tipo del tren, está aquí. Di apareció, pero estaba sangrando y él... ―lloriqueó, sin poder terminar la frase, inclinándose hacia Dijon―. ¿Él está... bien?

Azafrah se quitó el saco del traje y presionó la herida del joven amarillo con ella, asintiendo. Ambos eran conscientes de la hematofobia de Dijon, que les había causado algunas situaciones cómicas, pero estaban de acuerdo que esta vez no había nada de gracioso.

Unos pasos les llamó la atención y se pusieron alerta hasta que vieron que eran Cian y Júniper. Los hermanos se quedaron estáticos al ver semejante cantidad de sangre y el muchacho verde fue el que se movió primero, preguntando por donde se había ido el atacante y corriendo en esa dirección. Su hermana echó un rápido vistazo a sus amigos y se fue detrás de él.

Azafrah se inclinó hacia el Dios Amarillo.

―Dijon, espabila por favor, te necesitamos ―rogó.

El aludido se despertó tosiendo sangre. Azafrah le tanteó las mejillas en un intento de que recobrara la cordura. Estaba blanco, como si fuera a vomitar o volver a desmayarse, así que lo obligó a sentarse, sintiendo el cuerpo tembloroso bajo sus manos.

―Eres el Dios Amarillo, concéntrate —le dijo, aferrando sus hombros. Dijon balanceó la cabeza, con la mirada perdida y sujetándose la herida—. Respira, tranquilo. Siente el Cubo, su poder. Úsalo. —Azafrah le tomó la mano que tenía la pulsera y se la acercó al pecho.

El Dios Amarillo asintió con torpeza, dejando de temblar y normalizando la respiración. Fijó sus ojos dorados en los de color violeta e inspiró profundo, con la brisa de la magia revoloteando alrededor de ellos. Daraley sintió el cosquilleo en su herida y al tocarse se encontró con la piel sana y un trocito de metal ensangrentado.

Dijon notó sus manos y sus ropas manchadas de carmín. Volvió a temblar, la magia se detuvo. Azafrah volvió a sacudirlo, a pedirle que cerrara los ojos y se concentrara, que no pensara en el dolor, en el miedo o en la sangre. Hizo lo que le pidió solo para no volver a mirar eso que tanto terror le provocaba. La temperatura cambió de forma brusca, pasando a ser cálida, sofocante. Azafrah asintió, animándolo. Ambos eran Dioses inexpertos, por lo que lo único que les quedaba era brindarse apoyo mutuo. Con un estallido, volvió a hacer frío y el Dios Amarillo se derrumbó, su amigo lo sostuvo antes de que golpeara el suelo.

—Dijon, ¿estás bien? —preguntó Daraley con urgencia, acercándose.

Él balanceó la cabeza de forma afirmativa, mareado. Hizo un gesto señalando su hombro, pero siquiera se atrevió a mirar.

—¿Tú estás bien? —indagó con la voz cargada de culpa y dolor—. Perdón, pero...

—Olvídalo —cortó ella, sonriéndole para tranquilizarlo.

Azafrah soltó a su amigo y tanteó el hombro de Daraley, pasando el pulgar por donde había entrado el proyectil. No había cicatriz, solo piel lisa y suave, cálida bajo sus dedos. Ella se puso roja y él la soltó de inmediato.

—Te encanta meterte en problemas, ¿eh? —le dijo él—. ¿Cómo se te ocurre perseguir a un delincuente tú sola? ¡Podrías haber muerto!

—Si demoraba pidiendo ayuda, seguramente él escaparía.

—Escapó de igual forma —rebatió el Dios Violeta. Se giró hacia Dijon, quien seguía pálido ante tanta sangre en sí mismo. Le puso las manos en los hombros nuevamente, captando su atención—. ¿Puedes rastrearlo? Quizá sea mejor que evacúes el castillo, no podemos permitir que nadie más salga herido.

Dijon asentía, tapándose la cara con un brazo y soltando un suspiro, intentando recobrar la compostura.

—Sí, eso trataré de hacer. No soy muy bueno en lo que se refiere a trasladar gente, pero lo intentaré —murmuró, pasando una mano por la frente sudorosa. Miró a Daraley de refilón y continuó—: No está solo... No están aquí por Dara. Vinieron por nosotros.

Azafrah lo miró extrañado.

—¿Nosotros?

—Nosotros los Dioses.

Cian le dio alcance cuando arribó los jardines traseros. Ella sabía que había tratado de llegar allí para perderse entre las plantas y los ornamentos, por eso hizo todo su esfuerzo por atraparlo antes, incluso si eso implicaba deshacerse del kimono que se había puesto para la ocasión, quedándose solamente con unos pantalones cortos y una remera sin mangas. Le hizo una barrida para derribarlo y él cayó de bruces, pero él se giró de inmediato mientras ella se incorporaba y la apuntó con un artefacto peculiar que no dudó en usar.

La joven azul esquivó a tiempo, haciendo uso de su destreza gracias a años de entrenamiento con su padre y en el dôjo de la familia Wang, bajo la tutela de Kento. Él volvió a disparar y sintió el dolor en la oreja derecha al arrancarse un trozo del lóbulo. Se lanzó sobre él y le dio en la cara con el puño, sin embargo el atacante la agarró con un brazo por la cintura y con la otra descargó una vez más a ciegas. Esta vez un gemido hizo que Cian se paralizara.

Su hermano había sido herido.

Se giró bruscamente y fue hasta Júniper, quien había caído al suelo con una herida en la pierna. Al parecer los había seguido hasta allí.

—¡Juni! —exclamó.

—Hermanita, olvídate de mí, estoy bien. Es sólo un huequito para ventilar los músculos —gruñó él, sosteniendo la pierna más arriba de la herida—. No dejes que escape.

Cian lo miró de forma inquisitiva, preocupada por el estado de su hermano. Él le hizo un gesto de la mano para que se apurara y ella se giró para volver a perseguir el atacante cuando de repente se encontró en el salón de baile. Estaba silencioso y vacío, como si nunca se hubiera realizado el Evento de Conciliación. La única mesa ocupada era la de los Dioses y sus ancestros, y Selba y Fei Long, al ver a los mellizos sangrando una de una oreja y el otro desde una pierna, no dudaron en acercarse para saber cómo estaban.

Los demás Dioses no parecían extrañados ante la repentina aparición de ambos ni con la ausencia de invitados en el salón. Por último, con un estallido dorado, Dijon, Azafrah y Daraley aparecieron al lado de ellos, también con heridas y sangre en las ropas.

—Lo siento —dijo el Dios Amarillo, mirando a los mellizos y sintiéndose nuevamente sudoroso y con el corazón golpeteando desenfrenado. Daraley lo sostuvo así que se tambaleó, con la bilis en la garganta.

—No mires —le pidió ella y él obedeció, cerrando los ojos y tragando saliva.

Se sentía terrible por verse débil y vulnerable. Como un Dios, se sentía impotente e inútil ante una situación en la que lo requería de forma inmediata. Sus padres se acercaron, preocupados, mas él les dijo que estaba bien. A decir verdad, que fuera criado por su progenitores, con la ausencia de su antecesora Calom como tutora, muchas veces se sentía desorientado en lo que la magia se trataba.

Despejó la cabeza y dirigió la magia hacia Cian y Júniper para curarlos. Al abrir los ojos y encontrarse con las miradas inquisitivas de sus hermanos, no pudo evitar sentirse avergonzado por su debilidad. La Diosa Calom había muerto para salvar a su pueblo y él se desmayaba ante una gota de sangre.

Selba se levantó cuando pudo corroborar que sus hijos estaban bien y se dirigió hacia la Diosa Roja hecha una furia.

—¡Armas de fuego, Violett! —gritó, con la expresión contorsionada de ira—. ¡Habías dicho que te deshiciste de todas, perra mentirosa!

Aún estaba latente la traición que había ocurrido durante la Guerra Roja. Violett inspiró profundo, conteniéndose para no responder de la misma forma. Fei Long asió a Selba por los hombros y le acarició en un intento mudo de tranquilizarla.

—Sí, Selba, te puedo asegurar que ya no existen más en mi Territorio. Pero si no me equivoco —añadió, mirando a Dijon con el ceño fruncido—. El atacante es amarillo.

El Dios Amarillo asintió.

—Es mejor que vayamos al salón de Asambleas —dijo.

Les hizo un gesto para que lo siguieran y todos se encaminaron sin decir nada. Podía verse que el joven amarillo estaba débil y que estaba evitando usar la magia luego de haber llevado a los invitados a un lugar seguro. Les había pedido a sus padres que se hicieran cargo de pedir las debidas disculpas y de llevarlos hasta la estación.

Daraley se quedó parada en el medio del salón, abrazándose a sí misma y excluida de la reunión exclusiva de los Dioses. Apenas hizo un gesto hacia sus amigos y se dirigió hacia la salida a buscar a su tía Clay.

Cuando todos se acomodaron alrededor de la mesa blanca, Selba le lanzaba miradas furiosas a Violett, aunque ella trataba de ignorarla. Dijon ya estaba visiblemente mejor. Ya no había sangre en las ropas de los heridos ni en la suya propia, sin embargo el cansancio estaba visible en su expresión.

—Al parecer, quieren hacer una especie de motín, o rebelión. Alguien ha estado pasando la idea de que pueden deshacerse de nosotros y vivir sin Cubos y Portadores que los repriman —explicó, apoyando los codos en la mesa y pasando las manos por la cara—. Pero todo es difuso. Hay mucha información que se me escapa y no es porque no pueda leerla. Algo me lo impide.

—¿Pero no se supone que al ser Dioses no pueden matarnos en nuestros territorios? —preguntó Júniper, pasando la mano por la pierna ya curada, pero del susto no iba a recuperarse pronto.

Selba asintió.

—No podemos ser asesinados por nuestros propios hermanos, al menos en teoría. La magia de los Cubos impediría que se dañara al Dios del Territorio o el visitante. No podemos decir lo mismo de las demás personas. Claro, es algo que no conviene que se sepa, y tampoco nunca nadie intentó deshacerse de un Dios por temor. Recuerden que antes se ejecutaban a los Dioses y los Cubos lo permitían. Seteh asesinaba a sus predecesoras —recordó, haciendo que Violett se estremeciera.

La Diosa Negra Anubis, que había estado callada todo ese momento, se irguió.

—Y este tipo de festividades son perfectas para atacarnos, ya que somos vulnerables en un Territorio cuyos Dioses son nuevos y débiles. Sin ofender —añadió, encogiéndose de hombros hacia Dijon y Azafrah.

Magenta se enroscó un mechón de cabello que se había escapado del moño con el dedo, distraída.

—Si están tras nosotros, aún tienen unas últimas dos oportunidades: el pase de Cian y de Júniper —razonó, mirando con preocupación a los mellizos—. Serán los dos días en los que estaremos fuera de nuestros territorios, y justamente con nuevos dioses que no saben nada de magia.

Azafrah se frotó el mentón, pensativo.

—Debería ser obligatorio que se nos enseñara de forma práctica el uso del Cubo antes de recibirlo. Así nos evitaríamos tantos problemas.

Hubo un silencio en el que se sopesó la situación.

—Apoyo la moción —dijo Noscere de repente, dando un golpe a la mesa y haciendo que Flame diera un respingo—. Es más, deberíamos tener una regla sobre ello, ¿por qué carajos nadie lo propuso antes? ¡Es una estupidez mandarlos a la guerra con un tenedor! Si tarde o temprano van a obtenerlo. Incluso que usen el Cubo puede hacer que podamos tener una mejor visión de lo que serán en el futuro y qué debemos corregir. Selba.

La aludida asintió, levantándose. Como líder del consejo, sabía que era ella la que tenía que hacerlo oficial.

—Haremos votación: quien esté de acuerdo con que el Cubo pueda ser usado por el sucesor antes del pase, la mano derecha hacia el centro de la mesa.

Dijon y Azafrah fueron los primeros, las palmas de sus manos se apoyaron en el continente Nuevo Inicio dibujado sobre la mesa. Noscere les siguió, con un golpe firme y Magenta también, con una sonrisa. Violett tampoco dudó, estirando el brazo a la vez de Fei Long. Anubis pensó que eso era algo normal en su Isla, así que también votó a favor, para que sus hermanos de color tuvieran las mismas oportunidades.

—Unanimidad —declaró Selba mientras dejaba su mano junto a las de los demás—. Júniper, Cian. Mañana comenzarán con sus entrenamientos. Noscere y... Violett, les recomiendo que empiecen a trabajar con sus muchachos también. Se finaliza la Asamblea.

Todos se dispersaron. Algunos Dioses volvieron a sus Territorios, pero Cian, Júniper y Azafrah decidieron quedarse a pasar la noche y darle apoyo a Dijon, quien había ordenado una búsqueda a los atacantes. Sin embargo, nada llegó a ocurrir después del Evento arruinado y no los encontraron por ninguna parte. Dijon estaba muy débil como para forzarse a buscarlo con el Cubo, por lo que decidió hacerlo por la mañana.

Azafrah preguntó por Daraley, mas ella ya había partido al Territorio Rojo junto a su tía Clay y William, y desde allí volvería a Sigma. Entonces se quedó con los mellizos en la sala de la biblioteca, cerca de la chimenea, mientras esperaban que Dijon terminara de encargarse de sus asuntos.

Cian se dejó caer en el sofá, agotada, apoyando la cabeza en el hombro de su hermano.

—¿A que ha sido divertido? —dijo Júniper para romper el silencio. Solo recibió miradas de reprobación.

—Hay algo que no encaja. No puede atacar el irse sin más, como si supiera que no podrá ser rastreado —comenzó Azafrah.

—Lo sabe, por eso lo hace —apuntó Cian, juntando las piernas sobre el sofá.

El Dios Violeta se quedó mirando el muslo de la muchacha.

—No sabía que tenías un tatuaje —comentó de la nada—. No se te ve porque siempre llevas pantalones.

Cian se miró y lo tapó con la mano, avergonzada. Chasqueó la lengua.

—Una tontería de adolescente.

—¿Qué es?

Júniper tomó el brazo de su hermana para apartarle la mano.

—Una flor de azafrán... —dijo y su voz se perdió, cambiando su expresión burlona a una de sorpresa—. ¡Mierda, Cian, a ti te...!

La muchacha le estampó el puño en la cara, silenciando a su hermano.

—Puedo hacerme los tatuajes que quiera, así que cállate —gruñó ella, intentando cambiar el rumbo de la conversación.

Azafrah rio, sin enterarse de nada. 

Primero que nada, mil disculpas por el retraso. Entre que no puedo escribir y que Dijon me ls complicó esta vez (XD) me he demorado. Incluso no me convence del todo, luego lo editaré. Estaré leyendo sus opiniones.

Mil gracias! Saludos!

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