X. Los que vuelven a verse como antes

Loy golpeó la puerta pero nadie respondió, por lo que esperó unos segundos antes de abrirla y meter la cabeza para mirar el interior. Vio al cubo y a Azafrah en su interior, flotando aún inconsciente. Aquella visión siempre le traía nostalgia de algo que no había llegado a conocer: Dana encerrada, dormida por siglos.

Daraley también dormitaba, arrebujada en una manta sobre el sofá. Aún no se había cambiado de ropa y tenía ojeras.

—Dara —llamó, y la muchacha dio un respingo mirando hacia todos lados. Cuando fijó la mirada en su padre suspiró—. Deberías ir a casa a ducharte, comer y descansar. —Le echó una ojeada veloz a Azafrah, preguntándose por qué no había despertado aún. Si estaba dentro del Cubo, la recuperación debería ser más veloz.

Ella también lo miró.

—Sí, papá. Voy en un rato —respondió.

Loy no se sentía convencido con la respuesta.

—Te espero abajo, tengo un par de cosas que arreglar con Eloc y Vitorr.

Daraley asintió con vehemencia y su padre se fue haciéndole prometer que se iría pronto. No se iba a ir hasta que su hija no fuera con él, por lo que no tenía opción. Se estiró en el sofá y bostezó. El día había sido largo y agotador. Le iba a venir bien un descanso. Dobló la manta y la dejó sobre la cama de Azafrah.

Vio un estallido de luz que venía desde su espalda. La muchacha se irguió de repente y giró. El Cubo se redujo hasta quedar de un tamaño ínfimo, pendiendo de la oreja derecha de Azafrah y el muchacho posó los pies desnudos en la alfombra a los pies de la cama. Llevaba puesto apenas los pantalones que le habían quedado cuando había entrado en ese estado de hibernación. Miró a su alrededor, desorientado y cegado por la repentina luz, llevándose una mano a la cabeza y luego se fijó en ella.

—¡Daraley! ¿Estás bien?

Se abalanzó y la sujetó por los hombros, tanteándole los brazos para verificar su estado. Supo de inmediato que tenía moretones y la nariz lastimada, también que estaba cansada por la noche en vela pero en definitiva estaba bien. Había sobrevivido. Aliviado, la abrazó.

Ella quedó inmóvil, conteniendo la respiración. El corazón le golpeaba furioso contra las costillas, emocionado por la cercanía. Azafrah olía muy bien, como renovado, como a magia.

—¡Aza! ¿Cómo estás tú? ¡Casi mueres! —exclamó ella agarrándolo por la cintura y separándolo. Si él seguía abrazándola seguro se desmayaría por tenerlo tan cerca.

Él se separó del todo, mirándola confundido.

—¿Casi muero? —preguntó.

—¿No… recuerdas?

Él se rascó la cabeza.

—Fui por ti cuando vi que el tren en el que estabas iba a explotar. Sólo… pensé que no podía dejar que murieras, no quería perderte.

A Daraley se le volvió a olvidar cómo se respiraba. ¿Cómo podía decirle algo como eso como si nada? Su mirada tan sincera hizo que su corazón volviera a latir desbocado. Sacudió la cabeza y miró hacia todos los lados buscando algo para distraerse. Si él notaba lo roja que se estaba poniendo, no sabía qué excusa inventar.

—¡La explosión! —exclamó Azafrah, percatándose de que tenía ese asunto pendiente.

El Cubo se expandió a su alrededor, mostrándole las seis caras espectrales en una proyección que Daraley no podía ver. Ella observaba a su amigo observar el vacío, moviéndose por el cuarto distraído y de tanto en tanto tanteando el aire con el ceño fruncido, ensimismado en sus cavilaciones. Era la primera vez que lo veía tan compenetrado en su papel de Dios y se le hizo tan doloroso verlo así, inalcanzable.

No tenía nada que aportar. No tenía nada que hacer allí.

—Aza, me tengo que ir —le dijo, acercándose a la puerta—. Prométeme que comerás, ¿sí? Y descansa.

—Mjm —murmuró él con los labios apretados, sin prestarle atención.

—Aza. Por favor.

Él la miró al fin, con los ojos abiertos de par en par y las cejas levantadas.

—¿Qué?

—Que comas y duermas. Todos estábamos preocupados por ti, no vuelvas a hacerlo.

—Está bien, lo siento. Solo… quiero resolver esto —murmuró él, volviendo a concentrarse en cosas que ella no podía ver.  

Daraley soltó un suspiro y le echó una última mirada antes de irse.

Los ánimos parecieron tranquilizarse luego de lo ocurrido en año nuevo. La imagen del Dios Azafrah mejoró y los rebeldes se replegaron, esperando una oportunidad que Daraley esperaba que nunca sucediera.

No lo vio más desde ese día y poco a poco se vio metida en su rutina normal. Hizo el trabajo pendiente de verano y a fines de febrero comenzó a prepararse para el comienzo de las clases el primero de marzo.

Recogió la correspondencia antes de salir al instituto y se encontró con dos sobres dorados, uno estaba dirigido a ella. Extrañada ante la formalidad, dejó el de sus padres en la mesita junto a la puerta y partió apurada mientras rompía el sello con el símbolo del Cubo Amarillo: un cuadrado atravesado por dos líneas perpendiculares.

Era la invitación oficial de Dijon al Evento de Conciliación. Sorprendida por recibir una propia —y no una extensión de la invitación de la Diosa Violeta y su Ancestro—, se la guardó entre los cuadernos y se dirigió al instituto.

El Evento era en diez días. Siquiera tenía motivos para ir, pero tampoco quería rechazar la invitación de su amigo de la infancia. También podría charlar con Cian y con Júniper como en los viejos tiempos. Incluso se llevaba bien con Magenta, Dianthus y Flame, por lo que sería agradable verlos también. Era seguro que Azafrah también iría, por lo que podría saber de él.

Se dijo que se lo pensaría. No tenía apuro, por lo que se concentró en sus estudios. A la salida, una voz conocida la detuvo y miró hacia todos lados a la espera de encontrar el gorro de pompones o el característico cabello violeta, pero no fue así.

—¡Dara! —El que la llamaba era un muchacho de cabello castaño revuelto y de ojos color café, con una sonrisa que reconocería en cualquier lugar ya que era la que más le gustaba en el mundo.

—¿Aza? —indagó, boquiabierta. Miró hacia todos los lados, pero nadie prestaba atención a ese chico común de sudadera y jeans—. ¿Qué... ? ¿Cómo…?

Él se encogió de hombros.

—Magia de ilusión.

Se le quedó mirando como embobada mientras él sonreía y alzaba las cejas a la espera de una reacción por parte de su amiga. Daraley se dio cuenta que debía verse como una tonta y sacudió la cabeza, empezando a caminar para alejarse de la entrada del instituto. No quería que sus compañeros la vieran otra vez con un chico desconocido. Ser la hija de la antigua Diosa no era algo que iba a desaparecer de la noche a la mañana, y tenía que evitar rumores a toda costa. Por eso solía tener pocos amigos que se limitaban a los jóvenes dioses y un par de compañeros de confianza.

—¿Qué haces aquí? ¿Ahora puedes hacer esas cosas? ¿Cómo te fue con el asunto de la explosión? ¿Encontraron a los culpables? —soltó, hablando rápido. Estaba tan emocionada por verlo de nuevo después de dos meses que no podía parar de hablar. Él rio y ella se dio cuenta que volvía a actuar extraño—. Perdón. Hace siglos que no sé de ti. Pensé que ya no te vería más.

—He estado ocupado, pero no por eso olvido a mi amiga favorita —dijo él pasando el brazo por los hombros de Daraley y caminando a su lado. Ella se ajustó a sus pasos largos, con el corazón latiéndole desbocado.

—Veo que estás de mejor humor —comentó, pasando saliva por los labios secos.

—Bueno, me he obligado a comer, dormir y descansar. Al fin y al cabo, tenías razón. Debía parar un poco el carro sino me iba a morir de verdad.

La soltó y ella se sintió vacía de repente. Quería que la siguiera abrazando a pesar de saber que no podía seguir dándole rienda suelta a sus sentimientos. Nunca iban a ser correspondidos.

—Dijon va a organizar el Evento de Conciliación de este año, y pensaba invitarte para que fueras conmigo —largó él.

Daraley se detuvo.

—Él ya me invitó —contestó sorprendida, metiendo la mano entre sus cuadernos y sacando el sobre dorado con el sello del Cubo Amarillo.

Él tomó la invitación, la leyó y frunció el ceño.

—¿Te invitó? ¿A ti?

—Sí, el día de la asamblea por la explosión del tren, ya me había invitado. Ahora lo hizo de forma oficial —dijo ella quitándole el sobre y volviendo a guardarlo entre los libros.

Azafrah seguía con las cejas juntas en una expresión que Daraley no podía descifrar. Él se rascó la cabeza y miró el horizonte. Se veía de lo más extraño sin su característico cabello, y sus ojos se habían ensombrecido de repente. Pensó que quizá él creía que ella no quería ir con él, por lo que se apresuró a aclarar:

—Pero podemos ir juntos, si quieres. Aún me lo estaba pensando, pero si al final ibas a invitarme…

Entonces él sonrió.

—Claro. Pasaré por ti y vamos —le dijo él, ofreciéndole el brazo y ella se enganchó de su codo.

Se sentía cómoda por seguir siendo su amiga así, con confianza. Azafrah parecía estar de buen humor, por lo que no quería desaprovechar la oportunidad de estar con él como en los viejos tiempos.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo? —propuso de repente, arrastrándola por las calles hacia el centro de la ciudad.

Sigma había crecido mucho en los últimos años, y la calle principal se había llenado de locales de comida y alguna que otra cafetería. Como era ya pasada la hora del almuerzo, se metieron a una de estas últimas y ocuparon una de las mesas que estaban en el exterior. Daraley aceptó sentarse a regañadientes, ya que no había llevado dinero para pagarse lo suyo a pesar de que él la había invitado.

Dejó los libros en una silla vacía a su lado y Azafrah se había sentado frente a ella. Miraba de un lado a otro con curiosidad, esbozando una sonrisa. Estaba contento y dispuesto porque podía estar entre el gentío sin ser identificado por quién realmente era. Nadie le prestaba atención ni lo trataba diferente. Por una vez, podía ser normal.

—Te ves raro así —le dijo ella, apoyando los codos en la mesa y el mentón en sus manos.

—Este sería yo si no hubiera nacido un Dios —murmuró él bajando la voz para que no lo escuchara nadie más que ella—. Un tipo normalito.

Ella rio. No tenía nada de normalito. Se veía igual de guapo que con cabello y ojos morados.

Un camarero se acercó. Azafrah se irguió y lo miró para hacerle el pedido, pero se quedó quieto, mudo. El Cubo proyectó una imagen invisible para los demás que le confirmó sus sospechas.

Era su padre.

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