VIII. El que se esfuerza más allá del límite

Daraley sintió un cosquilleo en el cuello y se movió un tanto incómoda, sintiendo algo pesado sobre el hombro. Alguien más también se revolvía a su lado y abrió los ojos asustada, encontrándose cara a cara con un Azafrah que también estaba adormilado. Se quedaron mirando durante unos largos segundos hasta que él sonrió, pestañeando.

—¿Dara...? —murmuró él con la boca pastosa, contemplándola como si aún no despertara del todo—. ¿Qué haces en mi cama?

Levantó la mano y le tocó la mejilla con las puntas de los dedos, haciendo que ella sonrojara por el contacto. No podía pensar, no podía siquiera respirar. Sentía la electricidad corriendo por su columna vertebral, los nervios revolviéndose en su estómago.

Recordó que él había ido a desahogarse con ella en la noche y al parecer ambos se habían quedado dormidos en esa situación tan embarazosa. No quería que él dejara de acariciarla, pero asustada ante tal gesto por parte de su amigo, dio un respingo y se sentó en la cama.

—¡Azafrah! ¡Eres tú el que está metido en mi cama, imbécil!

Él se talló los ojos y miró alrededor, reconociendo la habitación de su amiga apenas iluminada por la lámpara de la mesita de luz. Cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido, se sentó de un salto maldiciendo y tropezando con las mantas al intentar pasar por encima de Daraley para bajar de la cama.

—¡Mierda, me dormí! —exclamó mientras desenredaba el acolchado que tenía enroscado en el pie y caía de trasero en el suelo al no poder soltarse. Largó un par de groserías más.

Daraley miró el reloj. Era la una y cuarto de la madrugada.

—¡Tengo trabajo que hacer! —El muchacho se levantó y tanteó el pendiente con el Cubo, dispuesto a desaparecer—. Dara, lo siento. No quería molestarte.

—No...

No le dio tiempo de darle una respuesta, Azafrah ya había desaparecido en un estallido violeta. Ella soltó el aire de los pulmones e hizo un mohín al vacío, molesta. Su amigo iba a terminar muy mal si seguía así. Miró hacia el escritorio. Entre los libros de estudio estaba el regalo que le había comprado a su amigo por el cumpleaños. Otra vez había olvidado dárselo.

El ruido de la puerta al abrirse y la luz del pasillo hizo que diera un brinco. Su madre cargaba una bandeja con galletas y dos tazas de té, y se quedó parada bajo el dintel cuando vio que su hija estaba sola en el cuarto.

—¿Y Azafrah?

Daraley pestañeó.

—¿Cómo sabías que estaba acá?

Dana sonrió, acercándose y dejando la bandeja en la mesita de luz. Tomó una taza y se la entregó a Daraley, tomando ella la otra y sentándose al lado de la muchacha. Sopló el té y dio un pequeño sorbo.

—Vine a traerte el té y los dos dormían como osos hace un rato —sonrió. Dejó la taza en la bandeja y su expresión se ensombreció—. Creo que Azafrah se está sobreexigiendo demasiado. Vitorr me decía que en las noches se queda revisando papeles y analizando la situación con los rebeldes de Soros, que cada vez está tomando más fuerza.

La muchacha asintió, pensativa.

—¿No puedes hacer nada para tranquilizarlos? —indagó.

Dana negó con la cabeza.

—No me corresponde. Si hago una aparición pública para calmar los ánimos, voy a entorpecer el trabajo de Azafrah y la gente pensará que me estoy replanteando el tema de volver. Y eso es lo menos que deben pensar.

Daraley hizo una mueca.

—Espero que se dejen de joder. Van a terminar enfermándolo por hostigamiento...

Su madre no emitió opinión y la instó a tomar el té. Si bien Azafrah le había calmado el dolor físico, la había llenado de preocupaciones. 

El verano estaba en pleno apogeo. La familia Sturluson se había ido de vacaciones a la cabaña que tenían en Mires, la ciudad costera del Territorio, a pasar el año nuevo. Daraley pasó la mayor parte del tiempo en la playa leyendo novelas. Otras veces se quedaba jugando con su padre al ajedrez o salía con su madre a caminar por las ferias que habían instaladas en la rambla, cerca de la zona pesquera de la ciudad.

Por otra parte, había un bloqueo en la zona del puerto. Ese lugar era donde se comercializaba los productos del mar con los demás territorios, por lo que los manifestantes estaban perjudicando los negocios, y por ende la economía del Territorio Violeta.

Esas cosas dejaba a Daraley de mal humor. Un pueblo que había tenido a una Diosa ausente por casi mil años, a un Ancestro que se había aprovechado de la situación, rechazaba al Dios que había sido elegido por el propio Cubo como correspondía. Sin embargo, no había nada que ella pudiera hacer más que confiar en que su amigo solucionara la situación.

Ese día, víspera de año nuevo, la ciudad se había preparado para la ocasión. Solía haber una feria con juegos infantiles, venta de comida y actuaciones de grupos de música, cerrando con la exhibición de fuegos artificiales en el mar que se apreciaban desde la costa. Como su madre llamaba la atención por donde pasaba incluso con su cabello albo, Daraley prefirió dar un paseo sola. Se compró una paleta helada y se sentó en un banquito cuya vista daba al mar. Cerca de donde estaba, un muchacho estaba vendiendo periódicos y podía oír sus gritos con los titulares más destacados.

—Atentado en Sigma deja un saldo de 11 heridos y 3 muertos —exclamó, sacudiendo en alto el ejemplar del día. La muchacha lo miró con atención, sujetando la paleta que comenzaba a derretirse—. Nuestro Dios Azafrah no se ha pronunciado al respecto, aunque ya se encargó de la salud de los heridos. Sin embargo, el descontento con el cambio de portador continúa en aumento...

Mierda. Se levantó y tiró media paleta al bote de basura. No quería seguir escuchando como los rebeldes intentaban desacreditar al Nuevo Dios Violeta. Conociendo a Azafrah, debería estar devastado por no haber podido salvar a los que habían fallecido y culpándose a sí mismo por ser un desastre.

Regresó a la cabaña de los Sturluson casi corriendo y abrió la puerta de sopetón. Dana estaba horneando galletas, esta vez eran de coco. Cuando la vio entrar así dejó la bandeja en el horno y se limpió las manos en el delantal.

—Mamá, voy regresar a Sigma.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

Daraley dio vueltas por la cabaña, recogiendo sus cosas y metiéndolas en su mochila.

—Hubo un ataque, hay muertos —dijo sin más, subiendo las escaleras para agarrar su billetera y verificar si tenía lo suficiente como para comprar un boleto.

Dana la esperó en el rellano de la escalera, preocupada.

—Hija, tranquila. Azafrah debe estar ocupándose de ello. —La muchacha la ignoró, pasando por ella para salir—. ¡Daraley!

Se detuvo en la puerta y le dedicó a su madre una mirada cargada de urgencia. Tenía el canguro desaliñado y la mochila sobre un hombro. Jadeaba por el apuro y por la preocupación. Escuchó pasos en el exterior y se giró a ver a su padre llegando con las compras para la cena.

—¿Qué pasa? —preguntó Loy frunciendo el ceño al ver la mochila de Daraley.

Dana se acercó, frotando el brazo de su hija con una mano para tranquilizarla y miró a su esposo con una expresión seria.

—Daraley tiene que hacer un trabajo para el colegio con sus compañeros en Sigma.

Loy se quedó quieto procesando lo que Dana le había dicho y balanceó la cabeza.

—¿No puede hacerlo después de las vacaciones? —preguntó mientras entraba a la cabaña y dejaba el bolso con las compras sobre la mesa.

—No, pa, es para entregarlo en las clases de verano —corroboró la muchacha, saliendo y cerrando la puerta antes que su padre se diera cuenta de la mentira—. Vuelvo en dos días.

Loy terminó de sacar las compras de la bolsa y comenzó a guardarlas en la alacena y en el refrigerador. Dana se quedó parada mirando la puerta con la mano en el pecho.

—Fue a ver a Azafrah, ¿no es así? —dijo entonces Loy, soltando un suspiro. Ella también soltó el aire y se acercó a él para ayudarlo a guardar—. Esa muchacha es terca como una pared. Dice una cosa, termina haciendo otra...

—Sabes lo unidos que son. Era obvio que cuando tuvieran que separarse les iba a costar.

—Pero tienen que hacerlo. Azafrah tiene sus responsabilidades y Daraley las suyas. No pueden pretender ser niños para siempre.

—Justamente cuesta más porque ya no son niños.

Por fortuna, Loy no entendió con exactitud a qué se refería su esposa.

El tren salía a las once de la noche. No había casi nadie en la estación, la mayoría de los visitantes y residentes estaban en la feria disfrutando de los eventos o a la espera de la exhibición de fuegos artificiales a medianoche. Daraley había llegado con cuarenta minutos de adelanto, por lo que se quedó sentada en una de las butacas leyendo.

Estaba casi llegando al final de la novela cuando el pitido del tren le advirtió que ya estaba por partir. Tomó la mochila y apremió el paso para subirse al vagón de pasajeros. Un par de personas más subieron detrás de ella y se sentaron en los asientos más alejados. Los demás subieron en el vagón que llevaba a los que iban a Soros.

Por sus cálculos, llegaría alrededor de las cinco de la mañana a Sigma, por lo que usó el asiento libre a su lado para dejar la mochila y usarla como almohada. Le llevó poco tiempo a que el sueño se apoderara de ella, haciendo que dormitara con el traqueteo del tren.

Alguien chistaba. Daraley se despertó, en ese letargo de un duermevela que no la dejaba descansar de forma apropiada. Un movimiento cerca de ella la alertó que algo no andaba bien.

—Es la hija de la Diosa...

Hablaban de ella en susurros. No se atrevió a moverse.

—No podríamos haber tenido mejor suerte, él tendrá la culpa cuando muera. Y tendrá que pagar por su desinterés hacia su pueblo.

Contuvo el aliento. Iban a matarla para culpar a Azafrah. De seguro sus intenciones era que su madre culpara al Dios Violeta por dejarla morir y que volviera a tomar el Cubo como forma de castigo. O algo así. Era estúpido que pensaran de esa forma si sabían que el que tomaba las decisiones era el Cubo. Quizá no querían creer que el que manejaba el destino de las personas era un objeto inanimado con poderes mágicos y dejaban la responsabilidad sobre el que lo representaba: el portador, el Dios en actividad.

Se irguió y las sombras en la oscuridad quedaron tiesas y dejaron de murmurar. Uno de ellos se levantó con rapidez y con una agilidad que Daraley no imaginó que poseía, abrió la puerta del vagón y desapareció por los pasillos, alejándose.

El otro sonrió de una forma tan escalofriante que hizo que la muchacha de verdad temiera por su vida. 

«¡Azafrah!»

El Dios Violeta se despabiló y levantó la cabeza del escritorio donde estaba dormitando. Lo que había ocurrido en la mañana con el atentado en Sigma lo había dejado agotado, por lo que el repentino subidón de magia lo dejó abrumado. Sin embargo, era la primera vez que oía la voz del Cubo. Era poderosa, etérea y que se oía en los confines de su cabeza, con un eco que hacía que le doliera las sienes. Últimamente, los dolores de cabeza era algo con lo que convivía a diario.

Ante el inesperado llamado, no sabía si responder con palabras o si solo pensarlo bastaba, pero el Cubo tenía urgencia. Se expandió desde su pendiente en una proyección mostrándole una de sus caras. Allí el muchacho pudo ver a varios puntos violeta que se movían con velocidad por el mapa del Territorio, en un trayecto conocido que iba desde Mires a Sigma. Era la vía de tren. La imagen se acercó hasta que pudo ver el interior.

Daraley estaba de pie en el medio del vagón. Tenía el cabello desaliñado como si acabara de despertar, pero su expresión era de inseguridad. Había alguien más con ella que la miraba fijamente y Azafrah dedujo al instante que no tenía buenas intenciones. La imagen se difuminó, avanzando en rápidas secuencias. El tren aminoraba la velocidad para detenerse en la estación de Borgues, donde estaban las grandes plantaciones de algodón. Los dos hombres saltaban antes de llegar. Al segundo pitido que indicaba su llegada, el tren y toda la estación explotaba.

El impacto lo empujó hacia atrás en la silla.

—¡No, no, no!

Aún no ocurría. Aún había tiempo. Temblando de pánico y enojo, desapareció en un estallido violeta.

     

Su instinto de supervivencia le ordenó que corriera y eso hizo. Así que el desconocido hizo el primer movimiento, Daraley dio media vuelta y disparó, mas en seguida sintió que era empujada con fuerza al suelo, haciendo que se golpeara la nariz causándole mucho dolor. Maldijo en voz alta y pataleó intentando deshacerse del hombre que la sujetaba del cabello y le golpeaba la cabeza contra el piso. Atontada por el golpe, se sentó y se sujetó la cabeza. Él ya había desaparecido.

Sintió el pánico llenarle el pecho. Todo iba mal, muy mal. Se levantó tambaleando, con el sabor metálico de la sangre en su boca. El tren se sacudió mientras reducía la velocidad. Oyó un clic.

Lo sabía. Iba a morir.

Tomó aire una última vez y cerró los ojos. Una mano le sujetó la cabeza, acercándola hacia un abrazo fuerte y poderoso. Su cara se hundió en los pliegues de una ropa que olía a perfume y transpiración. Lo rodeó con los brazos y lo sujetó con fuerza, sintiendo bajo sus manos el cuerpo tenso y rígido por el esfuerzo. No era necesario mirarlo para saber que se trataba de Azafrah.

Podía sentir la magia fluyendo alrededor como una bruma espesa y asfixiante. Los oídos se le taponearon y la explosión se oyó como si le desgarraran los tímpanos. Azafrah gritaba. O ella. O ambos. No lo sabía. Todo a su alrededor giraba en un torbellino caótico de magia y escombros.

El Dios Violeta cedió, se tambaleó. Daraley sintió que él tosía y perdía el equilibrio.

Todo se detuvo al fin. La magia y el caos. A su alrededor había trozos de hierro y madera en llamas. Sin embargo, Daraley y los demás pasajeros estaban intactos. Azafrah, en cambio, yacía en sus brazos con sangre escurriéndole de la nariz y la boca. Estaba inconsciente.

Los había salvado. En cambio, había llegado a su límite. 

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