VII. Los que se extrañan con fervor

Daraley sintió que estaba estorbando. Dejó a Azafrah conversando con su madre y subió a su dormitorio para tomar sus cosas del colegio. Mientras desordenaba el escritorio, encontró el regalo que le había comprado al Dios Violeta. Con el tema del pase del Cubo y luego lo de los padres de su amigo, había olvidado por completo que la ceremonia se realizaba ese día justamente por su vigésimo aniversario. Lo guardó en un cajón dispuesta a entregárselo algún día y bajó por las escaleras de dos en dos, pero el señor Sturluson estaba esperándola en el rellano. Tenía una expresión de enfado que casi la hizo volver sobre sus pasos, mas se quedó quieta, abrazando a un par de libros contra sí.

—Buen día, pa. Voy tarde al Instituto —se excusó, intentando esquivarlo con una sonrisa falsa, pero su padre no se movió.

—Daraley, entiendo que Azafrah es como un hermano para ti, ya que se criaron juntos. Pero tienes que entender que ya no es momento de jugar como antes, que él tiene otras responsabilidades —comenzó Loy, sonando menos enfadado de lo que parecía.

Ella soltó un suspiro mirando hacia el techo. Ya veía venir un sermón y no tenía ganas de soportarlo, y menos que su padre dijera cosas como que Azafrah era parte de la familia. No quería verlo de esa forma.

—Lo sé, pa. No voy a molestarlo más, ¿ta? Ya lo había dicho, pero necesitaba acompañarlo en esto. Nada más. —Avanzó con intenciones de pasar por él y salir, pero Loy volvió a bloquearle el paso. Le dedicó una mirada de advertencia, y ella volvió a soltar un suspiro de fastidio—. ¡Papá, por favor! Voy a llegar tarde.

Loy se pasó la mano por la frente y se recostó contra la pared junto a la escalera. Se veía cansado.

—Hoy el castillo era un caos. Eloc vino a que lo ayudáramos porque no podían encontrar a su nuevo Dios. Y va a llegar un momento en el que ni yo ni tu madre vamos a estar para resolver sus problemas.

Daraley asintió. Se apoyó en la pared al lado de su padre.

—Lo siento. No quería que él fuera solo a... —Se calló. Era un tema delicado y no sabía si su padre estaba al tanto.

—Lo entiendo. Aunque lo criamos como nuestro propio hijo, entiendo que quiera saber sobre sus padres verdaderos, pero creo que no es el mejor momento. Hay cosas más importantes de las cuales debe ocuparse. Un Territorio entero lo necesita. Debe aprender a manejarlo con calidad antes de enfocarse en sus problemas personales.

Dara asintió. Lo sabía, sabía todo eso. Un territorio con un nuevo Dios al mando era más vulnerable, más propenso a la criminalidad y a los ataques del exterior. Por fortuna, el continente en ese momento estaba en paz, con un consejo integrado por casi todos los Dioses en actividad. El único que no estaba era Azahar, el Dios Blanco, pero era más por capricho que por otra cosa.

—Pa, ya lo sé —dijo ella suavizando la voz. En el fondo, quizá se sentía un poco culpable—. Trataré de evitarlo por ahora, ¿está bien?

Loy asintió, agradeciendo, y la acompañó al exterior. Azafrah ya no estaba, por lo que no pudo despedirse.

No tuvo noticias de él en varios días. Sus Ancestros hacían las apariciones públicas —al menos en Sigma, no sabía si en Soros o Mires también— y poco a poco comenzaba a notarse la mano inexperta del joven Dios Violeta. Tanto su padre como su madre de vez en cuando lo ayudaban, sin embargo no podían estar haciéndolo toda la vida. Tenía que asignar pronto el Ancestro que faltaba. Las asambleas se hicieron más frecuentes, ya que también iban a tomar posesión de los Cubos Dijon, Cian y Júniper. Esto hacía que la mitad del Consejo fueran Dioses nuevos.

No asistió al pase del Cubo de Dijon, tampoco sus padres. Cada día que pasaba, su vida se hacía más distante de lo que era el castillo y su nuevo Dios.

Con la llegada del verano, los días se iban haciendo cada vez más cálidos, por lo que Daraley aprovechaba para pasar el tiempo en el parque leyendo sus notas para los exámenes que rendiría. Ese día había mucho movimiento, siquiera se pudo acercar a estudiar, por lo que rodeó el gentío para regresar a su casa, deseosa de alejarse del ajetreo, hasta que oyó la voz de Azafrah.

Se giró y miró alrededor. No lo vio, pero instintivamente se acercó para ver entre la multitud. Tuvo que empujar y codear a un par de personas antes de ubicarlo en el centro. Parecía que inauguraba la construcción de un complejo de viviendas en una manzana cercana. De seguro era lo que le había prometido a su madre que iba a hacer.

Se quedó viéndolo un rato más. Tenía unas leves ojeras, la sonrisa no le llegaba a los ojos —apenas le llegaba a los labios— y estaba más delgado. Estaba contenta de haber podido verlo después de tanto tiempo, pero su estado no la tranquilizaba en absoluto. Cuando él terminó su discurso, hubieron tantos víctores como quejas.

Tanto su madre como su padre habían comentado que había un grupo de personas que habían estado en contra de cambiar el portador del Cubo Violeta. Esa decisión no les correspondía, pero al ser Dana la única diosa que habían conocido, estaban en contra de cambiar lo que por siglos había sido igual. Incluso si en realidad ella había estado activa en las últimas décadas.

Volvió a su casa pensativa y con un dolor en el pecho que no supo describir. Para empeorar su estado le vino la regla, por lo que los cólicos hizo que se acostara temprano, abrazada a su peluche de león que tenía desde niña, el Señor Melena. Dana solía aliviarle el dolor cuando era Diosa, pero ya no podía contar más que con dormir temprano o tomar algún té que le preparaba su abuela Mey.

—Ay, mierda. —Una voz y un golpe rompió el silencio de la noche. Algo se movía en la oscuridad de su dormitorio.

Daraley encendió la lámpara de luz, reteniendo la respiración. Azafrah estaba sentado en el suelo, con una expresión de dolor. Al parecer se había golpeado al aparecerse de repente.

—¿Aza?

Él se quedó quieto, apoyando la espalda en la pared y mirando al suelo. Estaba despeinado y allí, entre la penumbra, parecía mucho más delgado.

—Aza, ¿estás bien?

—Soy una mierda como Dios —murmuró él con voz apagada.

Ella se levantó de la cama aún aferrada a su peluche y se sentó al lado de su amigo. Quiso tocarle el hombro, pero después de todo ese tiempo le parecía de lo más incómodo.

—¿Qué pasó?

—Esto... me está matando, no puedo controlar la magia del Cubo, y vivo metiendo la pata. La mayoría de las veces no sé qué hacer y... —Se calló y se pasó los dedos por el pelo—. Te vi hoy en la inauguración, entonces pensé que podía venir a verte. Hablar. Sentirme normal.

Daraley sintió que le quemaban las mejillas. De alguna forma, lo que le había dicho la llenaba de felicidad. Aferró al león y trató de controlar sus labios para que no la delataran con una sonrisa. No podía comportarse como una tonta cuando él la estaba pasando mal.

—Es normal que no puedas con todo al principio, no te sientas mal —le dijo ella, intentando consolarlo.

Él negó con la cabeza.

—No sé... No puedo manejar la magia. El Cubo no me habla, supongo que sabe que soy un inútil y...

—Hey, tranquilo. No eres así. —Se giró para ponerse frente a él y puso una mano en su hombro, sacudiéndolo levemente—. Vamos, levántate del suelo. —Lo jaló del brazo y lo instó a sentarse en la cama. Él se dejó llevar por inercia.

—Hubieron atentados en Soros. Hay un grupo extremista que apoya a Dana y quiere que le devuelva el Cubo.

—¿Qué? ¿Están locos? El mismo Cubo te eligió, no es algo que se pueda elegir.

Él se encogió de hombros. Su mirada seguía perdida en el piso.

—Y no los puedo controlar —concluyó—. Es demasiado para mí.

Ella suspiró.

—Aza, mamá estuvo mil años echándose una siesta, y recién después de eso se puso las pilas. Creo que los errores de ella son peores que los tuyos. Estás aprendiendo. Es normal. ¿Hablaste con Dijon o con los demás?

Él negó con la cabeza. Daraley sabía que algo de orgullo le quedaba para no hablar el tema con sus hermanos Dioses, pero si le estaba afectando demasiado no debería callar.

—Tranquilo, ¿sí? Podrás con esto —le dijo, con la voz fallando. Malditos cólicos.

Azafrah la miró por primera vez desde que llegó. Luego sus ojos se fijaron en el león de peluche.

—¿Estás bien?

—Bien, lo de todos los meses.

—Déjamelo a mí. La magia curativa es la más se me da, con eso me mantengo de pie.

Estiró el brazo para tocarla, pero Daraley lo tomó por la muñeca.

—¿Estás loco? No.

—Estás dolorida, vamos. Sólo andas con el Señor Melena si de verdad te duele algo.

Se sintió avergonzada de que él recordara esos tontos detalles. Él aprovechó su bochorno para quitarle el peluche y colocar su mano en su panza, a lo que ella se retorció para zafarse. Riendo por la pataleta de su amiga, la empujó contra el colchón y la sujetó con ambas manos. En un segundo, ya le había aliviado cualquier dolor que tuviera.

—¡Azafrah!

El muchacho se echó a su lado riendo por primera vez en muchos días. Ella se le quedó mirando, aliviada de verlo al fin mejor. Aunque seguía con ojeras y las mejillas delgadas. Le había dicho que usaba la magia para mantenerse de pie. De seguro estaba muy cansado, usar demasiada magia agotaba, su padre vivía con jaqueca cuando era Ancestro.

—Deberías descansar más —le murmuró. Su rostro estaba cerca del suyo, ambos compartiendo la almohada—. Te hará mal vivir de magia, Aza.

—Lo sé —dijo él, girándose hacia ella, con la espalda contra la pared.

Daraley podía sentir la respiración de su amigo en su rostro. Sus rodillas se tocaban.

—Descansa.

Él ya se había dormido.

Dana subió las escaleras con la bandeja de té que había preparado a Daraley y unas galletitas de anís que Mey le había enseñado a hacer. Esperaba que pudiera aliviarle un poco el dolor y que lograra conciliar el sueño.

Empujó la puerta del dormitorio de la muchacha con el pie y cuando la luz del pasillo invadió el cuarto, encontró a Azafrah abrazado a Daraley, con la mejilla pegada a su cuello. Lucía tan cansado como la última vez que lo había visto. Su hija, en cambio, dormía con una pierna sobre el muchacho. El Señor Melena estaba tirado en el suelo.

Dana sonrió. Volvería más tarde con té para ambos.

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