22. El que tiene los nervios a flor de piel
Cian boqueó, asustada, y sus reflejos hicieron que golpeara la puerta de su armario que tenía justo a su lado, alzándose como un enemigo desconocido. Le dolió los nudillos y soltó una maldición con los dientes apretados, mirando hacia todos lados, con la proyección del Cubo a su alrededor siguiendo el movimiento de su cabeza.
Tanteó en seguida la cara que le mostraba el castillo, sobre su cabeza, y localizó en seguida el salón donde estaba segundos atrás. Los rebeldes no estaban, tampoco sus hermanos dioses incluyendo Azahar. Solo Anubis quedaba en el lugar, tendida sobre la mesa donde había estado de pie defendiendo a sus hermanos dioses. Se acercó con rapidez, tanteándole la mejilla y sintiéndola fría, pero para su alivio estaba con vida. Sin embargo, su magia estaba reducida, tanto que apenas podía sentirla. Se subió a la mesa, le tanteó las mejillas y le influyó magia para que recobrara un poco el color y las energías.
Anubis tosió y la observó, amodorrada.
—¿Qué carajos pasó? ¿Estás bien? ¿Dónde están los demás? —preguntó Cian apresurada.
—Están todos bien —respondió la Diosa Negra con un hilo de voz—. Los mandé a sus territorios por seguridad e hice una barrera para que no volvieran, pero… ya está.
Hizo un gesto con la mano y Cian sintió cómo el escudo que no se había dado cuenta que estaba, desaparecía. La presencia de su madre fue la primera que sintió entrando al territorio. Aliviada, abrazó a Anubis y ella correspondió, cerrando los ojos y dejándose llevar por la inconsciencia.
«¡Dana!»
Los párpados temblaron. Azafrah quería abrirlos, pero pesaban demasiado.
«Mocoso, despiértate. ¡Dana estaba en peligro…!»
El Dios Violeta pudo al fin abrir los ojos. Se encontró con el rostro apoyado en un almohadón mullido, blanco, de costuras violetas y bordados en color oro. Lo reconoció en seguida y eso fue el detonante para que recordara lo que había pasado antes de perder los sentidos. Se levantó con brusquedad, mirando aturdido hacia todos los lados intentando saber por qué estaba en su Territorio.
Se tanteó el pendiente de la oreja. Ya no quemaba, pero sentía la magia revoloteando alrededor, urgente, nerviosa, cargada de ansiedad.
—¿Qué pasó? ¿Solo yo estoy aquí?
«Sí. Anubis mandó a todos los dioses a casa. Dana, Loy y Daraley no están en ningún lado, por lo que supongo que siguen en el Territorio Azul».
—Llévame…
No terminó la frase cuando al saltar de la cama con torpeza, sus pies tocaron la maleza que crecía junto a las vías del tren, junto a la frontera con el Azul. «Apúrate, muchacho», lo instó el Cubo, con un tinte de voz ansioso. Azafrah soltó el aire con fuerza y dio los dos pasos que le permitirían entrar en el Territorio de Cian, pero una estela de sombras lo empujó hacia atrás.
«¡Anubis puso un escudo! Debe...»
Así que habló, Azafrah vio cómo se desvanecía la tela traslúcida que estaba alzada delante de él, permitiéndole pasar. La magia de Cian lo llevó de inmediato nuevamente hasta el salón de baile. Lo primero que vio fue a los invitados siendo guiados por la guardia del castillo, pasando por curadores que estaban verificando que estuvieran bien y sacándolos del lugar. Después a un par de personas sentadas cerca de la tarima de los dioses, y reconoció a varios de sus hermanos y sus Ancestros. Dana estaba entre ellos, Daraley también.
Soltó un suspiro aliviado y sintió que el pendiente en su oreja vibraba en una muda alegría. Llegó hasta ellas y no pudo contener las ganas de abrazar a Daraley, quien correspondió con el mismo fervor. Él le besó el pelo, la apretujó entre sus brazos, y ella se aferró a la ropa de su espalda, soltando un suspiro al sentirse embriagada con su aroma. Por un momento había temido por su vida y se alegraba poder estar con él una vez más.
Al separarse, Azafrah se acercó a Dana y también la abrazó, impulsado por la ansiedad que había tenido el Cubo todo ese tiempo.
—Él estaba preocupado —le murmuró mientras la soltaba, ladeando la cabeza para que pudiera ver el Cubo. Dana sonrió, alzando una ceja hacia el pendiente.
—Me imagino.
Azafrah rio, sabiendo que el Cubo lanzaría algún comentario mordaz al respecto si pudiera y se alegraba que no pudiera hablar. Eloc, el Ancestro que lo había acompañado, se acercó y le preguntó si estaba bien y qué iban a hacer, ya que con toda la conmoción quizá deberían volver al territorio violeta. Iba a responder cuando Magenta se acercó. Estaba despeinada y tenía una expresión seria, casi pálida. Saludó con un gesto de la cabeza a la familia Sturluson y sujetó al Dios Violeta por el codo.
—Lo siento, Dana. Hay asamblea y me lo tengo que llevar —dijo con rapidez, jalándolo con suavidad sin esperar respuesta.
—Nos vemos luego. —Azafrah levantó la mano a modo de despedida y Daraley correspondió con el mismo gesto, viéndolo desaparecer con los demás dioses y sus Ancestros hacia el pasillo que los llevaría hasta el salón de asambleas.
Todos se acomodaron con urgencia y en silencio. Selba se quedó de pie, esperando que tomaran sus lugares, ocupándose todos excepto el negro y el blanco. Anubis había vuelto a su Isla a recuperarse y Azahar, al tener la invitación pendiente, nunca había usado el suyo. Cian se derrumbó en su asiento, con la expresión agotada, el cabello desaliñado y soltando un suspiro. Su padre, Fei Long, le acarició el hombro con cariño, de pie a su lado.
—¿Están todos bien? —indagó la diosa Verde, mirando a cada uno de los presentes. Hubieron cabeceos de confirmación y algunos murmullos diciendo “sí”, incluyendo los Ancestros.
Noscere bufó, apoyando los codos en la mesa.
—Resolvimos lo de los rebeldes, lo del puto Cubo Blanco y estamos en una aparente paz —dijo, con el ceño fruncido, tronándose los nudillos. Tenía el cabello suelto en un afro muy rizado y anaranjado, dándole un aspecto más furioso—. Pero toda esta mierda destapó algo que no estábamos dándole importancia: la gente está pidiendo algo, ahora a los gritos, y no podemos hacernos los sordos.
El silencio pesó unos segundos. Azafrah fue el que se atrevió a romperlo:
—Democracia.
Cian se echó hacia atrás, empujando con el dedo el aro que tenía en el labio. Magenta puso las manos en las sienes, bajando la mirada.
—¡Pero carajo, que no es el fin del mundo! —exclamó Noscere, levantándose y golpeando la mesa con una mano abierta. Parecía un león a punto de rugir—. ¡Están en todo su derecho de querer ser parte de esto, pero partimos de la base que no somos reyes, presidentes o lo que sea que existiera antes de los Cubos! ¡Somos una divinidad que responde a una magia superior, más grande que nosotros mismos: los Cubos! Por más que quisiéramos renunciar a ello, no podemos. Seguro somos rechazados con una patada en el culo y elige a otro portador, punto final. Además, cualquiera que no sea un dios se vuelve loco intentando controlar la magia, ya vieron lo que pasó con Ozai.
Dijon soltó un suspiro, recargándose en el respaldo de su asiento.
—Pero si no damos una solución a ello, se volverá cada vez peor —opinó—. Con o sin Wit.
Entre cavilaciones, recordando todo lo que había pasado en su territorio, Azafrah asintió. Si debía haber un cambio, primero tenía que hablarlo con los interesados. Noscere se sentó de golpe. No sabía qué responder a ello. Selba soltó un suspiro pesado y se masajeó las sienes.
—Primero lo primero —dijo cansada, cortando la linea del asunto—. Mañana es el Pase del Cubo de Júniper. Hay que reforzar la seguridad por si quedan rezagados, pero no creo que vuelvan a atacar después de lo que pasó. Quizá debamos regresar a nuestros territorios y mañana reencontrarnos en el mío.
Los demás asintieron de acuerdo. La asamblea continuó con el tema un poco más, sin profundizarlo, hasta que se cerró sin nada en concreto. Los dioses se separaron al salir del salón, buscando sus acompañantes y volviendo cada uno a sus respectivos territorios a descansar ya que el día siguiente iba a ser igual de movido.
Azafrah volvió junto a la familia Sturluson y luego desde allí fueron trasladados a la frontera del Violeta, donde el muchacho los llevó hasta su casa en Sigma. Loy y Dana se despidieron en seguida, pero los muchachos se quedaron parados bajo el dintel de la puerta, mirándose sin animarse a dejar ir al otro.
Daraley se balanceó, pasando el peso de un pie a otro y Azafrah se rascó la nuca.
—¿Alguna vez tendremos encuentros normales? —murmuró el muchacho soltando una risa nerviosa.
—¿En los que no nos interrumpan o hayan ataques? Creo que no —corroboró ella también sonriendo.
Volvieron a quedarse en silencio. Un maullido se oyó desde el contenedor de basura en la esquina más cercana, pero más allá de eso, no se escuchaba ningún sonido. Sigma solía ser silencioso en las noches, ya que si bien el pueblo había crecido considerablemente en los últimos años, seguía siendo tranquilo.
—¿Mañana vamos juntos, quieres? Al pase de Júniper. —Azafrah dio los hombros, dudando al ver que ella fruncía el ceño y negaba con la cabeza.
—Aza, Magenta me contó sobre lo que propusiste en la asamblea. Si aparezco contigo será como si estuvieras retando a los demás dioses que votaron en contra.
Él soltó el aire de repente, sonando como un gruñido.
—No se llegó a hacer una votación… —replicó él, molesto—. Magenta logró postergarla.
—Aún así, estaríamos rompiendo la regla y…
—¡Qué mas da! Se ha roto una infinidad de veces, sin consecuencias graves. Mírate, tú misma eres resultado de uno. —Por alguna razón, aquella observación le ofendía. Apretó los labios e infló los cachetes, pero no dijo nada—. Y por parte del Cubo, estoy seguro que no me castigará por ello.
«Si me pusiera en plan malvado, sí te castigaría. Pero me da pereza tener que elegir una sustituta tan pronto» comentó el aludido, con la magia vibrando en lo que parecía ser una carcajada. Azafrah rodó los ojos en un gesto de hastío.
—Sí, lo que digas, Cubito.
Daraley hizo una mueca que pareció una sonrisa, pero no comentó nada. Le parecía extraño y gracioso ver a Azafrah despotricar con ese objeto que tanto había temido tiempo atrás. Soltó un suspiro y puso una mano en el marco de la puerta, dando por cerrada la conversación.
—Adiós, Aza, nos vemos mañana.
Él alzó las cejas.
—Hey, ¿y mi beso de despedida al menos?
Ella rió. Ignoró todo lo que había dicho hasta el momento sobre las reglas y se abalanzó a besarlo.
—Estoy que me cago de los nervios.
Cian hizo una mueca hastiada y puso los brazos en jarras, contemplando a su hermano Júniper dando vueltas por la habitación azul de su hermana en el castillo verde. Tenía el cabello despeinado pero esta vez no era a propósito como solía llevarlo, ojeras por no haber dormido en la noche y se sujetaba la panza con las dos manos.
—Juni, cálmate, por favor.
Se detuvo de repente y con una expresión cargada de terror, se fue corriendo. Cian golpeteó el suelo con un pie hasta que oyó el sonido de la cisterna. La apariencia de su hermano no había mejorado, temblando de forma incontrolable.
—En serio, hermano, si no te tranquilizas vas a morir antes incluso de recibir el Cubo.
Júniper se puso pálido con la mención del objeto que lo dejaba de lo más inquieto.
—An, me voy a morir de verdad.
—¡Por favor, Júniper Wang, cóntrolate, eres un maldito dios!
—No uses el apellido de papá —se quejó, entonces un poco más tranquilo. Había una razón para que los dioses no usaran los apellidos y una era que sonaba tonto con un nombre que no era típico del territorio que venía.
Cian bufó otra vez, harta por el comportamiento de su hermano. Júniper no había podido dormir en toda la noche y había terminado golpeándole la puerta cerca de las cinco de la mañana, hecho un manojo de nervios y hablando más de lo que solía hacer. A pesar de siempre mostrarse alegre y juguetón, por dentro el muchacho era sensible y muy nervioso.
Era entonces casi las ocho de la mañana. Un empleado del castillo golpeteó la puerta anunciando que el desayuno estaba pronto y haciendo que el joven verde diera un respingo y volviera a dar vueltas.
—¡Ay, por el Cubo! —exclamó Cian, sujetando a su hermano por el brazo y arrastrándolo para llevarlo por los pasillos hasta el comedor.
—¡No, An, no! ¡Mamá me va a matar si me ve así!
—Y me importa una mierda. Que controle tus nervios con magia, carajo, que me tienes hasta acá —Hizo un gesto con la mano señalándose la frente— con tus berrinches. Se te va a quedar el pelo blanco antes de tiempo.
Júniper clavó los talones en el suelo, tan pálido que parecía un muerto. Cian tiró de él, pero su hermano quedó empacado como una mula.
—¿Crees… que el Cubo me rechazará?
Cian no pudo soportarlo más. Le dio un golpe con el puño en la coronilla con toda la fuerza que tenía que Júniper prefirió que su madre lo matara.
Azafrah se mordió los labios para no reírse, sentado en su lugar junto a sus hermanos dioses en la tarima. La ceremonia estaba por comenzar y el nuevo dios Verde estaba temblando como una hoja en un temporal, metido en un traje verde oscuro y con el cabello rebelde peinado hacia atrás con ahínco y cera. Seguramente eso había sido idea de Selba, quien siempre lo molestaba por su aspecto desprolijo. Golpeteaba el suelo con un pie con ansiedad y miraba a Cian cada dos por tres, a lo que ella le respondía con miradas asesinas que recordaban a su madre.
Selba estaba dando un discurso que se estaba extendiendo demasiado. Azafrah intercambió miradas divertidas con Magenta mientras observaban a los mellizos hacerse caras. Entonces, la Diosa Verde concluyó y le pidió a Júniper que se acercara.
Sus pasos fueron torpes. Se tropezó con sus pies y trastabilló, pero se mantuvo de pie. Su madre lo fulminó con la mirada y él tiró de sus labios en una sonrisa trémula mientras Cian se golpeaba la frente con la mano abierta, meneando la cabeza y murmurando maldiciones en voz baja.
—Estás tan nerviosa como él —le murmuró la Diosa Rosa inclinándose levemente hacia ella.
Cian apretó los labios, incómoda ante la proximidad de su amiga. Ignoró ese sentimiento y bajó la mano.
—Es que me saca de quicio. Se está portando como un idiota, no como el dios que es.
—Tranquila —le dijo Magenta, acariciándole el hombro en un contacto efímero. Notó su incomodidad y se alejó—. Lo hará bien al final. Todos nos hemos equivocado al principio, es parte de ser lo que somos.
Cian volteó la mirada hacia su hermano y suspiró.
—Eso espero.
Selba sujetó a su hijo por los hombros, manteniéndolo de pie con firmeza en el medio de la tarima. Detrás de ella estaban sus Ancestros, así como los de él detrás del muchacho. Lo miró a los ojos y él quiso esquivar sus ojos, pero no lo hizo. Su madre era la única persona que solía intimidarlo. El color de los ojos de la Diosa eran de un verde oscuro, como un bosque frondoso, mientras que los de Júniper parecían dos esmeraldas, más vivaces.
Con un estremecimiento, Selba recordó el día en el que estuvo en una tarima similar, en ese mismo castillo frente al hombre que la había engendrado. Júniper había heredado algunos rasgos de su abuelo y ella trató de sustituir los malos recuerdos por los que estaba creando ahora. Júniper iba a ser mil veces mejor que Grehn, iba a mantener el Territorio Verde próspero y en paz e iba a gobernar con sabiduría. Con torpeza también, pero con bondad y buenas intenciones.
Había sido dura, había mostrado una faceta rígida y hasta podría decirse que cruel. No quería asemejarse a su padre, quién incluso durante el pase del Cubo la había acusado duramente, le había dicho que era un estorbo y un error que no debería haber nacido. No quería que ese día fuera tan horrible como había sido el de ella. Júniper nunca había sido un error, ni él ni Cian. A su manera, Selba los quería.
No quería que él recibiera el cubo de esa Diosa que mostraba ser fuerte todo ese tiempo. Quería que, por una vez, recibiera algo de su madre.
—Júniper.
Él pestañeó, pasando la lengua por los labios resecos. Selba le acarició los hombros con los pulgares antes de soltarlo y llevarse las manos al pecho donde colgaba el pendiente del Cubo.
—Antes de darte esto, quiero que sepas que estoy orgullosa de ti.
Se quedó mudo, inmóvil ante aquella confesión inesperada. Sintió retortijones y pensó que iba a vomitar allí mismo de los nervios, así que se obligó a sonreírle a modo de agradecimiento. Un mechón de cabello se había rebelado y se levantaba detrás de la cabeza del muchacho, como la cola de un cerdito. Selba bufó en una sonrisa, quitándose el collar y sosteniéndola entre los dos.
—Júniper —dijo entonces, alzando la voz para que todos los presentes pudieran oír—, ¿juras mantener la lealtad al Cubo, a sus leyes y a las nuestras, y que gobernarás hasta que tu tiempo expire, el color blanco se haga dueño de tu cabello y el sucesor pise tierra al fin?
Él se enderezó, con las manos al lado del cuerpo y levantando el mentón. Ya no temblaba.
—Sí, lo juro.
Selba le pasó el collar por la cabeza y el Cubo descansó en el pecho de Júniper. Después un siglo y medio, se deslindó de esa carga que se le hizo tan pesada al inicio y tan ligera al final, como un trago amargo del cual solo quedaba un recuerdo.
La nueva generación prometía ser muy distinta a las que precedieron.
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