CAPÍTULO 9 - ACERCAMIENTO
Los ojos de Mesalina se abrieron con lentitud, al percibir la tenue luz del sol matutino sobre su rostro. La chica solía dormir junto a una gran ventana, desde la cual se escuchaba el ir y venir de las olas en la playa. Fue precisamente ese sonido, en otras circunstancias tan musical, lo que le recordó que no estaba en Francia, sino en una pequeña isla burdel, a muchos Kilómetros de distancia de su hogar.
Por un momento le pareció que todo lo que había ocurrido era el producto de un sueño, pero ahora estaba segura de lo contrario. Lo que había sucedido la noche anterior había sido muy real, terriblemente real, y a ella le correspondía salir de la cama y afrontarlo como una mujer adulta.
Pensó en César Collalto, y enterró el rostro en la almohada, llena de vergüenza. Aquel hombre odioso y degenerado había descubierto el más oscuro de sus secretos, y eso era algo que ya no tenía solución.
-¿Dios mío, qué voy a hacer ahora? -se preguntó con desesperación. Cada vez que sus ojos se encontraran con los de aquel hombre vería en ellos su propia desgracia.
No le preocupaba que Collalto pudiera comentar con Leticia o con ninguna otra persona nada respecto a quién era ella realmente, no sólo porque él también saldría perjudicado, sino porque además él no parecía del tipo de hombre que haría algo así. Lo que realmente le molestaba era que ahora tenía un conocido que podía llamarla puta en su cara, y no estaría mintiendo al hacerlo. Ella era, sin lugar a dudas, la más perjudicada en toda aquella historia, e hiciera lo que hiciera eso no cambiaría, había sido descubierta, tenía que vivir con eso, o morir y llevarse el secreto a la tumba. ¿Morir y llevarse el secreto a la tumba?
Alzó la cabeza. El frasco de píldoras para dormir de la noche anterior aún estaba allí, sobre la mesita de noche. Estaba lleno, tenía más en el botiquín y habían licores en la nevera. Podría beberse lentamente unas píldoras para el sueño, lo suficientemente lento para no vomitar, y luego, cuando empezara a quedarse dormida, tomaría el resto del coctel, y eso sería todo. Incluso podría buscar en Internet el modo correcto de hacerlo.
-¡Santo Dios, nunca! -desechó al instante aquel pensamiento fugaz y fatal. Su vida podía estar arruinada, pero así la viviría. Después de todo, lo único que le quitaría las fuerzas para vivir sería perder a Leticia, y esto no parecía un peligro inmediato.
Decidida a iniciar el día, pues, se levantó de la cama. En un rato iría a desayunar, luego al gimnasio, más tarde al jacuzzi y después al salón de masajes, justo antes del almuerzo. Esperaba que para entonces hubiera recibido por lo menos tres invitaciones para pasar la tarde, como solía suceder, y esperaba también que ninguna fuera de César Collalto. Sus esperanzas no le sirvieron de nada.
Se encontraba secándose con una toalla, tras haber terminado su rutina de ejercicios en el gimnasio, cuando apareció uno de los trabajadores y le entregó una carta de Ligia.
-"Querida Mesalina, me complace informarte que nuestro más distinguido cliente actual, el señor César Collalto, ha tenido la gentileza de invitarte a un almuerzo en su compañía a bordo de uno de nuestros yates. Confío en que te sentirás encantada de asistir y que complacerás a nuestro cliente como sólo tú sabes hacerlo.
A media mañana te enviaré una colección de vestidos y trajes de baño, para que elijas lo que más te guste. Deseo que estés perfecta.
Ten presente, querida Mesalina, que nuestro cliente es un hombre muy distinguido, por lo que es de suma importancia que sea tratado con la mayor delicadeza. No dudo que en tus suaves manos esta tarea es pan comido. Te envío un fuerte abrazo, con mis mejores deseos de que tengas suerte."
Mesalina terminó de leer la carta, la dobló con cuidado y alzó la vista para mirar al joven que se la había entregado.
-Dile a la señora que estaré encantada de aceptar -dijo entonces, aunque habría querido romper en pedazos la hoja y decirle al chico que tanto Ligia como Collalto, y también él, podían irse al diablo.
Una vez estuvo de regreso en su departamento, Mesalina cerró la puerta tras de sí, apoyó la espalda en ella y resbaló hasta el suelo. Se abrazó las rodillas como una niña pequeña y lloró, sintiendo que por fin, después de tres largos años, sus fuerzas la habían abandonado.
¿Era así como terminaría su historia secreta? ¿revolcándose en una cama con el padre de su más grande y querida amiga? ¿cómo podría vivir con el asco y la vergüenza?... ¡era terriblemente injusto!.
Tan pobre, siendo tan rica, tan sucia, siendo tan pura, tan vieja, siendo tan joven. Su vida no era más que una maraña absurda de contradicciones y malogros.
-¿Debería matarme? -se preguntó mientras lloraba, alzando los ojos para recorrer la habitación con la mirada-. ¡No, Dios mío, no quiero eso! Sería una buena venganza, pero no tengo el valor.
Sus ojos se encontraron con un retrato que colgaba de la pared, uno muy hermoso, de ella y Leticia mejilla con mejilla y muy sonrientes. ¡Lucían tan felices juntas! Mesalina contempló el rostro de su amiga, su mirada altanera pero llena de tristeza, aquella sonrisa que sólo era auténtica cuando ambas estaban juntas.
-Mi querida Leticia -musitó entre lágrimas.
dejó caer la cabeza entre las rodillas y siguió llorando como una chiquilla. Se sentía prisionera de la vida, una mujer que caminaba a paso vivo hacia su muerte sin acabar de morirse nunca.
-¿Por qué me tratas así, señor, por qué? -preguntó en voz baja, hablando con Dios, a pesar de que toda su vida se había negado a hacerlo-. ¿Por qué me atormentas? ¿qué mal te he hecho yo?.
Como era de suponerse, nadie respondió, y Mesalina tuvo que buscar respuestas dentro de sí misma, en su llanto que no se detenía. Al cabo de un rato, rendida y hastiada, se acurrucó al pie de la puerta y se quedó dormida.
El timbre la despertó una hora más tarde. Se incorporó, confundida, con las ideas desordenadas, pero mucho más calmada. Se puso de pie y fue hasta el intercomunicador.
-¿Sí?
-Le traigo su ropa, señorita -contestó una sumisa voz de mujer.
Mesalina suspiró de cansancio, echando una mirada a su aspecto en el espejo. Tenía los ojos enrojecidos y un poco hinchado el rostro.
-Lo siento, pero ahora no estoy presentable. Te abriré la puerta para que puedas dejar todo en el vestíbulo.
-Sí, señorita -respondió la joven de fuera.
Mesalina cortó la comunicación, presionó un código en el tablero de mando de la casa y se fue a su cuarto. Entonces llenó la bañera con agua helada y se sumergió en ella por un largo rato, para quitarse los restos del llanto.
Un poco más tarde, cuando casi era hora de irse, salió de la tina, se secó distraídamente con una toalla y se dirigió desnuda hasta el vestíbulo, donde comenzó a examinar la ropa que le habían traído, la cual se hallaba en un carrito.
Aunque siempre tenía problemas para elegir lo que se pondría, aquella mañana le fue muy fácil.
Decidió que usaría un sencillo vestido playero de color blanco y nada más. Tendría que haber elegido también un bikini, pero todos los que Ligia había enviado eran muy atrevidos, y de todos modos no le apetecía nadar ni tomar el sol.
Decidida, regresó a su dormitorio y comenzó a vestirse. Al terminar notó que su aspecto no era ni por asomo tan brillante como siempre, pero esto no le importó.
El vestido blanco no dejaba ver más que una pequeña parte del muslo, y aunque no tenía tirantes su escote era alto y horizontal, lo que no resaltaba para nada sus pequeños pero bien torneados pechos. Mesalina opinaba que lo más atrayente de su figura eran sus esbeltas piernas, pero sabía por experiencia que los hombres siempre preferían verle los pechos. Collalto no vería ni una cosa ni la otra.
Cuando llegó la hora de partir, la chica llamó al servicio y solicitó una limusina, que no tardó en llegar hasta su puerta.
-Al muelle, Paul -dijo al conductor.
La limusina se puso en marcha, atravesando las calles de la isla como una hermosa flecha dorada, bajo el resplandor del sol de mediodía. En sólo un par de minutos estuvieron en el muelle.
-Deberías ponerte un sombrero, preciosa -dijo Paul, cuando Mesalina iba a bajar del coche.
-Oh, cielos - la chica chascó la lengua con disgusto. Había olvidado por completo usar un sombrero, y lo peor era que Ligia había enviado una veintena de ellos-. Sí, se me pasó por completo, y ahora me quemaré.
-¿Quieres que...? -comenzó Paul.
-No, déjalo -Mesalina bajó del coche y se dirigió hasta la entrada del muelle, a lo largo del cual había amarrados varios yates. Los hombres que vigilaban la entrada la dejaron pasar sin una sola pregunta, y ella ni siquiera los miró, tan absorta estaba en sus propias cosas.
Caminó hasta el yate que le había indicado Paul previamente, cuya escalera de ascenso estaba tendida sobre el pavimento, y se quedó ahí de pie, mirando hacia arriba, en busca de alguien que la invitara a subir.
A los pocos segundos apareció un joven marinero en la cubierta del yate, y al ver a Mesalina se apresuró a ir con ella, sonriendo.
-Bienvenida, señorita -dijo el joven-. El señor Collalto la está esperando.
-Gracias, Edgar -Mesalina subió por la escalera tomada del brazo del marinero, quien una vez en cubierta la invitó a tomar asiento en uno de los sillones dispuestos a babor, y luego le trajo un coctel de frutas, el cual la ayudó a refrescarse.
La chica contempló el inmenso e inacabable mar que se extendía ante ella, el azul y blanco de sus aguas espumosas y los pequeños rayitos dorados que el sol de mediodía pintaba en ellas cuando se movían, y aquella vista tan hermosa mitigó un poco su melancolía.
Unos minutos más tarde, Mesalina vio aparecer a un hombre por el pasillo que había a su derecha. Era un hombre moreno, elegantemente vestido de blanco, y que se tocaba con una gorra de capitán.
El hombre se quitó la gorra al aproximarse a Mesalina.
-Buenas tardes, Mademoiselle. Soy el capitán Leclerc. Si tiene la amabilidad de seguirme, el señor Collalto la espera.
Mesalina se puso de pie. No conocía a aquel hombre, pero parecía educado y simpático.
-Es un placer, capitán -respondió educadamente, en francés-. Gracias.
Él se hizo galantemente a un lado para dejarla pasar, y luego comenzó a caminar junto a ella.
-¿De qué parte de Francia viene, capitán? -preguntó Mesalina mientras caminaban, intentando dominar sus nervios.
-De Normandía, Mademoiselle. ¿Y usted?
-De París, aunque por nacimiento soy española, ya que nací en Madrid.
-Qué interesante, Mademoiselle. Yo soy Jamaicano por nacimiento, ¿sabe? Aunque claro, mis padres eran franceses.
-¿En serio? -Mesalina sonrió con simpatía-. Qué bonita combinación.
En ese momento se internaron por un pequeño pasillo, y llegaron hasta una puerta que daba hacia una salita sin paredes, cuyo techo era cuadriculado y transparente, aunque no tanto como para que el lugar resultara demasiado caluroso. El techo salía de la pared y era sostenido por dos postes metálicos situados uno a cada vértice del rectángulo que formaba, y más allá, tras la baranda de la borda del barco, estaba el inmenso mar.
En medio de la sala había una mesa con dos sillas y una hermosa decoración. Un hombre se encontraba de pie al lado de la mesa.
-Ha sido un placer, Mademoiselle -dijo el capitán una vez estuvieron en la puerta, y se quitó la gorra para hacer una reverencia.
-El placer ha sido mío, capitán -contestó la chica, decidida a no volverse para mirar al hombre que estaba en medio de la sala hasta que fuera preciso hacerlo.
El marino se alejó por el pasillo, y una vez sus pasos se hubieron perdido en la distancia, los ojos de Mesalina buscaron a César.
Parecía un modelo de revista al lado de aquella mesa. Vestía una camiseta negra, pantalones cortos floreados, zapatos negros y calcetines blancos. Tenía los brazos cruzados ante el pecho, y sus poderosos músculos se marcaban bajo la camiseta.
-Buenas tardes, Montalais -dijo él, hablando con aquella voz suya carente de expresión, mientras que sus ojos azules traspasaban a Mesalina-. Por favor, pasa y toma asiento.
La chica entró, o más bien salió, a la estancia exterior.
-Buenas tardes, señor -tomó asiento sin dar las gracias, y contempló con frialdad el mar.
Collalto se sentó frente a ella, del otro lado de la pequeña mesa para dos. Habría sido imposible determinar lo que estaba pensando con sólo verlo a la cara, aunque de todos modos Mesalina no lo estaba intentando.
-¿Tienes hambre o sed? -preguntó el hombre después de un momento.
-No -respondió fríamente ella-. Quisiera... yo... me gustaría... -anteriormente, cuando se hallaba sola, Mesalina había ensayado varias veces lo que diría cuando estuviera frente a frente con aquel desvergonzado, y aunque entonces sus palabras habían fluido con facilidad, ahora se negaban a acudir a sus labios.
-Quisieras saber por qué te he invitado a almorzar conmigo, ¿verdad? -completó entonces Collalto-. La respuesta es que necesito compañía, Montalais.
Una oleada de indignación recorrió a la chica. ¿Cómo era posible tal desfachatez?
-Entiendo. ¿Y es la compañía de Montalais o de Mesalina la que desea?
-Las dos son una misma -respondió inexpresivamente Collalto.
Mesalina sintió que la cólera inundaba cada fibra viva de su ser. Jamás en su vida había estado tan alterada. Se le durmieron los labios y las manos y se le nubló la vista.
-Es usted un... -comenzó a decir, pero sus palabras sonaban como las de una ebria. Quiso abanicarse con la mano, pero de nada sirvió.
Entonces, en medio de las brumas de su rabia, vio que Collalto le ofrecía un baso con agua. Lo tomó con mano temblorosa y bebió, y el líquido pasó dolorosamente por su garganta, tal y como si estuviese tragando un objeto sólido. Después de varios tragos, sin embargo, se sintió mejor, o al menos fue capaz de hablar.
-Es usted un patán y un maldito -dijo, colocando bruscamente el vaso sobre la mesa, aún presa de los temblores de cuerpo y de voz-. Ni por todo el dinero del mundo me acostaré con usted. Quien está aquí sentada no es Mesalina, es Luisa du Montalais, y Luisa du Montalais no es ninguna puta.
El rostro del hombre no se alteró ni lo más mínimo.
-¿Cómo puede atreverse a sacar provecho de esta situación? -recriminó entonces la chica-. Siempre he sabido que es un hombre sin escrúpulos, pero esto, señor, esto es demasiado.
-No he dicho que quiera acostarme contigo, Montalais -dijo entonces Collalto, calmadamente, al tiempo que bebía un poco de agua también.
Ella rió sardónicamente.
-¿Y para qué otra cosa podía haberme invitado entonces? Ya sabe a lo que me dedico.
-Necesito compañía, ya te lo he dicho -contestó el hombre con serenidad.
-Sí, ¿pero la compañía de quién? Luisa du Montalais es una cosa, y Mesalina es otra muy distinta.
-Ambas son la misma persona -replicó nuevamente Collalto.
-¡Es usted un cerdo! ¿cómo puede estar aquí sentado conmigo, hablando tan tranquilamente de estos temas, sabiendo la relación que tengo con su hija?
-Si te refieres al sexo, Montalais, eres tú quien no ha parado de hablar de eso, yo ni siquiera lo he mencionado.
Ella volvió a reír con ironía.
-¡Vaya, pobre hombre! ¡tan santo! Debo estar muriendo de ganas de que me lleve a la cama, ¡debo ser en verdad una maldita puta!
-Si tú lo dices, Montalais, quizá sea cierto.
-¡Cerdo! -espetó Mesalina, y se levantó para marcharse. Ya no le importaba su trabajo ni ninguna otra cosa. Sabía que Ligia podría demandarla por esto y dejarla limpia hasta los huesos, pero ni eso la detendría.
-¡Montalais! -dijo entonces la imperiosa voz de Collalto. Aquella era la primera vez que mostraba una especie de emoción, y era la ira.
Mesalina se detuvo en seco cuando llegaba a la puerta, y se volvió lentamente para mirarlo.
-Ven a sentarte -la voz de Collalto había vuelto a ser calmada, carente de expresión-. Y por todos los diablos, niña, deja ya de actuar como una tonta.
Mesalina se sintió realmente tonta, no pudo evitar que la vergüenza se reflejara en su rostro. Se secó la frente con la mano, suspiró cansinamente y volvió sobre sus pasos, hasta su silla.
-¿Tienes hambre o sed? -preguntó nuevamente Collalto.
-Aceptaré una copa -repuso ella con frialdad, manteniendo los ojos bajos-. Una de brandy.
-No te gustará el brandy -replicó él-. Ni siquiera creo que seas capaz de beberlo.
Ella rió, esta vez cínicamente.
-Le sorprendería saber el número de veces que Leticia y yo hemos acabado completamente borrachas con brandy -dijo con aspereza.
-Como quieras -Collalto presionó un pequeño botón que había en su silla, y apareció un camarero.
Cuando el licor y la comida estuvieron en la mesa, Collalto llenó su copa y la de Mesalina, y comenzaron a beber. Él se sintió sorprendido por la facilidad con que la chica engullía el licor, una facilidad que sólo podía ser fruto de la práctica, y ella, por su parte, sintió que el ardiente líquido la serenaba.
-Eres buena bebedora -comentó Collalto-. ¿Es mi hija tan buena como tú?
-Mucho mejor -repuso Mesalina con indiferencia-. Yo siempre soy la primera en caerme de borracha, no puedo ir a su ritmo.
-¿Cada cuánto dices que se embriagan de ese modo? -preguntó el hombre, también con indiferencia.
Ella se encogió de hombros.
-Cuando lo deseamos, pero siempre es en hoteles, donde no hay peligro de nada. Casi siempre es Leticia quien lo propone, pero yo lo he hecho también unas cuantas veces.
El hombre asintió, inexpresivo.
-Yo jamás he estado ebrio al punto de perder el sentido, no puedo soportar la idea de estar indefenso ante los que me rodean.
Mesalina bebió y no contestó. Su expresión seguía siendo fría y desdeñosa.
-¿Intenta hacer de esto una conversación casual? -preguntó después, al separar la copa de sus labios.
Collalto apuró el licor y se sirvió otra copa.
-¿Qué quiere de mí? -insistió Mesalina-. ¿Mi conversación? ¿mi compañía? ¿sexo? ¿qué quiere de mí?
-Quiero que te relajes, que dejes de actuar como una tonta quinceañera.
Mesalina soltó una despectiva carcajada.
-¡Dios mío, cuánto cinismo!
La irritante expresión serena de Collalto no cambió.
-Insistes en portarte como una tonta, Montalais. ¿Qué es lo que crees que quiero de ti?
-¿Cómo quiere que lo sepa? Pero por mi experiencia sé que los hombres jamás invierten fortunas en mí por nada.
-En eso tienes razón -acordó Collalto-. Tu compañía es bastante cara.
-¿Y entonces por qué la ha comprado? -replicó nuevamente la joven.
El hombre exhaló un breve suspiro.
-Para ser completamente sincero, Montalais, lo he hecho porque así es mi personalidad.
Ella abrió la boca para replicar, pero él le ordenó callar con un gesto.
-Soy un hombre lleno de contradicciones -prosiguió entonces-. Pero son esas contradicciones las que me han hecho lo que soy.
Cuando llegué a éste sitio quería estar solo, pero al mismo tiempo no lo quería. Quería una mujer, y al mismo tiempo pensaba que esta no haría más que molestar. Quería alguien con quien hablar, y al mismo tiempo no deseaba hablar con nadie. Supongo, en resumen, que no tenía ni la más mínima idea de porqué había venido a éste lugar a pasar mis vacaciones. Pero entonces, tan de improviso como si el mismo Dios lo hubiera planeado para mí, apareciste en escena, y supe que eras la respuesta a todas mis preguntas.
Mesalina lo miraba fijamente, inexpresiva.
-Para mí, tú eres una mujer, y al mismo tiempo no lo eres. Estás conmigo, y al mismo tiempo no lo estás. Hablas conmigo, pero la realidad es que no quieres hacerlo. Eres, en suma, lo que vine a buscar a éste sitio. Nada.
Mesalina alzó una ceja
-¿Soy nada?
-Tú tienes tu historia y yo tengo la mía -respondió tranquilamente Collalto-. Hay muy poco que nos une, pero mucho que nos mantiene separados. Estamos juntos, y al mismo tiempo no lo estamos, ni podríamos aún si quisiéramos. ¿Qué mejor compañía podríamos desear que la del otro?
Mesalina exhaló un suspiro. No estaba segura de cómo entender las palabras de Collalto, y al mismo tiempo las comprendía con toda claridad, como una idea que vagara en su cabeza, sin acabar de tomar forma para su cerebro, pero que su corazón sí comprendía. Sus pensamientos contenían la misma contradicción de que había hablado el hombre.
-Sí, supongo que tiene razón -admitió entonces, en tono de derrota.
Collalto asintió con la cabeza.
-Prueba estos -dijo luego, acercando un pequeño plato de bocadillos a la chica.
Ella no replicó esta vez, sino que tomó el tenedor y empezó a comer. De un momento a otro la conversación se había vuelto algo sin sentido, un montón de frases huecas, el producto de unos prejuicios que ahora no eran más que polvo en el viento.
-¿Puedo preguntarle algo? -dijo ella después de un rato, mientras almorzaban. Ambos habían bebido bastante licor, pero no estaban ebrios.
El hombre asintió con la cabeza.
-¿Ama a Leticia?
Collalto dejó el tenedor y miró melancólicamente hacia la lejanía del mar azulado.
-Por supuesto que la amo. Es mi única hija, y además es todo lo que siempre quise que fuera.
-¿Pero entonces...?
-Hay veces, Montalais, en que en cierto momento de las vidas de dos personas que se aman se alza una pequeña barrera, y si ambos no ponen todo su empeño en derribarla esta crece hasta que se vuelve una frontera infranqueable. Mi pequeña barrera y la de Leticia hace mucho que se convirtió en una enorme montaña, una que ninguno de los dos nos animamos a escalar.
-Ella lo ama a usted, señor. Ni siquiera tiene una idea de las cosas que ha hecho para sentirse parte de su vida -señaló tristemente Mesalina.
-Es mucho más complicado que eso, Montalais -replicó él-. Los dos hemos hecho mucho por acercarnos, pero todos nuestros esfuerzos han sido inútiles, simples rodeos para evitar subir una montaña que no puede ser cruzada de ningún otro modo.
Cuando miro a Leticia, sus faldas cortas, su desdén por todos, sus autos caros y sus borracheras, no puedo ver más que a una atractiva niña rica y malcriada. Soy incapaz de ver en ella a la pequeñita que me miraba con unos tiernos ojos azules a la edad de tres años. Sus hojos han perdido toda su inocencia, como su cuerpo ha perdido todo rastro de niñez. Se ha convertido en una mujer, en una demasiado distinta a la niña que cargaba en mis hombros hace dieciocho años, y yo, al no haber estado junto a ella durante su cambio, me siento sin el derecho de verla como a aquella pequeñita que tanto amor me demostraba.
Mesalina negó tristemente con la cabeza.
-No puedo creer lo que escucho. Las vidas de un padre y su hija separadas por una montaña de dudas y temores. Leticia, demasiado resentida como para acercarse, usted, demasiado atormentado por sus errores. Los dos son prisioneros de una realidad que no desean, pero que no se atreven a cambiar.
Collalto no contestó, simplemente siguió mirando el mar.
-¿Por qué no intenta tomar la iniciativa? -propuso Mesalina-. Una palabra suya y Leticia estaría llorando en sus brazos más rápido de lo que se puede decir perdón.
El hombre negó lentamente con la cabeza.
-Como te he dicho, Montalais, no es tan simple. La madre de Leticia y yo estamos sepultados por el peso de nuestros errores, y la misma Leticia está comenzando a quedarse atrapada bajo los suyos. Cambiar de un momento a otro y acercarme a ella fingiendo ser el amoroso y preocupado padre que nunca he sido no haría sino que me odiara más de lo que ya lo hace.
-Leticia no lo odia a usted -opuso Mesalina-. Por el contrario, lo adora.
Una débil sonrisa se dibujó en los labios del hombre. Mesalina jamás lo había visto sonreír en más de quince años que llevaba de conocerlo, y ahora que por fin lo veía le pareció un hombre endiabladamente apuesto.
-Es triste -dijo, sin embargo, pasando por alto su sorpresa-. Es muy triste.
Collalto asintió con la cabeza. Volvía a ser el hombre frío e inexpresivo de siempre.
-¿Por qué no me hablas de ti, Montalais? -dijo entonces-. Tu historia me tiene muy intrigado. Sé que eres la heredera del imperio financiero du Montalais, de modo que no comprendo cómo has venido a dar a éste sitio.
Mesalina suspiró, derrotada. Ahora que lo pensaba, jamás había compartido sus secretos con nadie, y hacerlo por fin en aquel lugar y en circunstancias tan extrañas le parecía una muy morbosa broma del destino.
-No soy la heredera de nada, señor. Mi abuelo me desheredó hace cuatro años. Como usted sabe, él nunca perdonó a mi madre por haberse casado con mi padre, que era pobre. Cuando mi padre murió en África, mi abuelo incluso forzó a mi madre a contraer matrimonio de nuevo, pero ella ya me tenía a mí, y jamás pudo tener hijos con el otro hombre, pues éste era demasiado viejo.
Por su propio bien y el mío, mamá conservó el nombre du Montalais, pero eso no cambia el hecho de que yo debería llamarme Luisa des Macis, que era el apellido de mi padre, y mi abuelo se niega a reconocer como nieta a la hija de un hombre sin dinero.
Hace cuatro años, poco después de la muerte de mi madre, tuvimos una violenta discusión, en la que dijo que iba a desheredarme, y poco después supe que lo había hecho. Mi madre me había dejado una pequeña fortuna, pero esto no era suficiente para seguir con mi estilo de vida, y paulatinamente fui quedándome sin nada, salvo por algunas propiedades que estaban a mi nombre.
Después, creo que un año más tarde o algo por el estilo, visité Inglaterra en busca de trabajo, y conocí a Ligia. Nos hicimos amigas y salimos varias veces a cenar y de paseo, y cuando hubo la suficiente confianza entre ambas le conté mi situación.
Ella me habló sobre éste sitio, y me ofreció trabajar aquí como dama de compañía. Al principio me negué, pero dije, porque estaba demasiado necesitada, que lo pensaría. Poco después Ligia me invitó a venir a la isla de vacaciones, así que lo hice, y aprovechamos para hablar del trabajo.
Ligia me explicó las reglas del burdel y los derechos y obligaciones de las chicas, y después de pensarlo por varios días, e impulsada por la necesidad de no depender de nadie, acepté el empleo. Fue así como comencé a llamarme Mesalina y a llevar la clase de vida que llevo.
Al principio fue difícil, pero mi ascenso fue rápido, y ahora no tengo que acostarme más que con dos o tres hombres al año, pues casi nadie puede pagar mis servicios. Cuando comencé era más complicado, creo que el primer año estuve con más de veinte hombres, no siempre en la cama, pero estuve con ellos.
Mesalina bebió un trago de brandy.
-Además, tenía poca experiencia cuando comencé -siguió diciendo-. Yo no era una santa, pero tampoco era una ramera.
La chica guardó silencio, pensando en si el licor la había hecho hablar demasiado. Así era, de modo que no volvió a abrir la boca.
-¿Sabe mi hija todo esto? -preguntó entonces él.
Mesalina puso una expresión de horror y negó con la cabeza.
-Jamás le diría algo así a ella.
Collalto desvió la mirada y contempló la línea del horizonte sobre el mar azulado.
-Usted tampoco dirá nada, ¿cierto? -dijo la rubia, con el mismo tono de miedo.
-¿Por qué habría de hacerlo? -respondió él-. No tengo ningún derecho a entrometerme en tu vida, Montalais.
-Bueno, pues gracias. Eso me tranquiliza. Y ahora que hablamos de Leticia, ¿cómo solucionó el problema del rastreo que ella pretendía hacerle?
Collalto se encogió de hombros.
-Hice lo que me advertiste, no la llamé, ni siquiera abrí sus mensajes.
-Si descubriera que ambos estamos aquí sería catastrófico.
Él asintió.
-Probablemente sí, pero esto no tiene solución, Montalais. No tiene sentido pensar en ello.
Mesalina estuvo de acuerdo, muy a su pesar.
Collalto volvió a llamar al camarero, y ordenó otro plato. Una vez hubieron terminado, siguieron conversando un rato más, y finalmente ordenaron el postre.
A Mesalina le sorprendía lo mucho que le agradaba la compañía de Collalto. Era un hombre educado, extremadamente inteligente, y cuya conversación era de lo más entretenido. Resultaba increíble que en más de quince años ella jamás hubiera conocido esa faceta suya.
-Creo que iré a nadar un poco -dijo el hombre tras el postre-. ¿Vienes conmigo?
Mesalina recordó que no había traído bikini, y al pensar en los motivos por los que había decidido no hacerlo no pudo menos que sentirse ridícula y muy estúpida. Collalto no se había portado como ella había previsto, sino como todo un caballero, a su modo. Además hacía calor, un buen chapuzón le vendría de maravilla.
-Lo acompañaré -dijo entonces-. Pero no venía preparada para... nadar.
Collalto alzó una ceja.
-No tengo traje de baño -se explicó ella.
-Bueno, eso es fácil de arreglar, si tú quieres.
Mesalina lo meditó por unos momentos. Aún no estaba segura de querer pasearse de aquí para allá en bikini frente al padre de su mejor amiga, pero tampoco tenía tantos reparos como antes.
-Bueno, aceptaré -dijo finalmente, deseosa de mitigar un poco el calor.
Collalto llamó a una chica del servicio del yate y le ordenó facilitarle un traje de baño a Mesalina. La muchacha la condujo hasta un camarote donde había mucha ropa playera, y le dijo que podía tomar lo que fuera de su agrado.
Mesalina examinó los cientos de trajes de baño y se probó varios, quedando insatisfecha, hasta que por fin decidió usar uno de color negro, no tan pequeño, pero de dos piezas. Se miró al espejo desde todos los ángulos y vio que lucía estupenda.
-Quizá demasiado -se dijo críticamente, pero de todos los bikinis que había encontrado aquel era el menos atrevido, la mayoría no eran más que pequeñas tiras de tela.
Algo insegura, salió al pasillo y se reunió con la joven. Entonces se dirigieron a la piscina del yate, donde Collalto estaba ya esperando.
Vestía pantalones cortos de color negro, y no llevaba camiseta. Mesalina se quedó impresionada al ver su musculatura, y de un momento a otro se preguntó qué se sentiría acariciarla.
La chica maldijo para sus adentros y se obligó a desviar la mirada hacia la cara del hombre, quien estaba observando el agua en calma de la piscina.
Entonces se le acercó, avergonzada y aturdida por lo que había visto y la reacción que había causado en ella, y ofreció una tímida sonrisa.
-¿Quieres entrar al agua? -preguntó él.
Mesalina notó que no la había mirado con ningún tipo de expresión distinta, tal y como si verla vestida de monja, en traje de baño o desnuda no significara nada para él. Su propia mirada había contenido incluso más deseo que el que manifestaba ahora el hombre, y eso la avergonzaba.
-"¿Cómo pude desear al padre de mi mejor amiga, aunque fuera sólo por un par de segundos?" -se preguntó, sintiéndose avergonzada. Otro oscuro secreto que debería guardar para sí.
-Entremos -dijo entonces, con timidez-. Hace... -iba a decir que hacía calor, pero pensó que aquello podría sonar sugerente o provocativo, y se calló.
Ambos entraron en la piscina, y el tibio toque del agua refrescó el cuerpo de Mesalina. Collalto comenzó a nadar, siguiendo la forma rectangular de la piscina, y la rubia no tardó en unírsele.
Estuvieron nadando por un rato y luego se reunieron en una de las esquinas. Borjia pidió dos cócteles, el de Mesalina sin alcohol, y así siguieron charlando, esta vez sobre cosas más triviales.
El tiempo pasó sin que ninguno de los dos lo advirtiera, tan absortos y entretenidos estaban en su conversación, y las horas se sucedieron una tras otra, hasta que el sol empezó a ocultarse por el Oeste.
-¡Vaya! ¡pero si se ha hecho muy tarde! -exclamó Mesalina. Estaba sorprendida por el hecho de haber podido compartir tanto con aquel hombre sin aburrirse.
Collalto respondió con una leve sonrisa. Era la segunda vez que Mesalina lo veía sonreír, y descubrió que le agradaba que lo hiciera.
-Bueno, supongo que es hora de volver a mi residencia -dijo entonces la chica, mientras ella y el hombre se secaban con sendas toallas al lado de la piscina-. Debo darle las gracias por tan maravillosa tarde, señor. Me he divertido mucho. También quisiera disculparme por mis malos modales de antes.
-Olvida eso -respondió él, e hizo señas a uno de los empleados, quien se acercó y le ofreció un albornoz a la chica.
Ella se lo puso, y su cálido contacto la hizo sentir de maravilla, pues tenía frío.
-No quisiera que te fueras aún, Montalais -dijo entonces Collalto, con su habitual expresión indescifrable en el rostro.
Ella lo miró a la cara, intentando inútilmente leer sus intenciones. ¿Querría acostarse con ella después de todo?... Probablemente sí, todos los hombres lo deseaban. No tenía nada de malo, siempre y cuando no se lo propusiera. ¿Pero entonces, habría sido la tarde entera una tonta trampa para hacerla caer?... Quería pensar que no.
-¿Te gustaría acompañarme a cenar esta noche? -siguió diciendo entonces él-. Esta vez seremos sólo tú y yo. No habrá que guardar las apariencias. Podemos cenar aquí o en la isla, donde tú prefieras.
Mesalina lo meditó. No debería aceptar, pero... tenía que admitir que deseaba hacerlo.
-Encantada -dijo por fin, tratando de sonar confiada, para que él supiera que accedía sólo como lo haría una nueva amiga. A pesar de la diferencia de edades, Mesalina no encontraba el menor problema para entenderse a las mil maravillas con Collalto.
Decidieron cenar en el restaurante Love Palace, que según Mesalina poseía la más hermosa vista de toda la isla y una hermosa terraza en dirección al mar. Entonces se despidieron, y la chica regresó en limusina.
-¿Dios mío, qué estoy haciendo? -se preguntó, mientras volvía a su residencia, medio adormilada a causa de haber estado tanto tiempo en la piscina. La imagen de César Collalto llegó a sus pensamientos, y luego la de Leticia-. Espero no estar cruzando la línea.
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