CAPÍTULO 7 - ENCUENTROS
Lunes por la noche.
La rubia Mesalina, joya entre joyas de la isla de las rosas, se miraba ante su espejo de cuerpo entero, lista para salir, pues se contaba con su presencia en una importante actividad. Ese mismo día por la mañana le había llegado una invitación de parte de la señora Ligia, para asistir a un baile que habría de celebrarse en el salón Romance Palace, baile en que la señora la presentaría con un cliente que había descrito como un hombre extremadamente importante y muy, muy especial para ella. La señora había encargado a Mesalina ponerse lo más guapa posible, refinar al máximo todos sus encantos, y la rubia lo había hecho meticulosamente.
Aquella noche llevaba zapatillas rojas, una linda minifalda de color azul, blusa de mangas largas de color blanco y un chalequito rojo. El pelo se lo había atado en una sencilla cola tras la nuca y lo había peinado de medio lado, de modo que el flequillo callera de un lado de su frente y el otro quedara descubierto. Mesalina sabía que si se soltara el pelo, su largo pelo rubio, luciría mucho mejor, pero aquello era algo que ella jamás hacía, sin importar las circunstancias. Se parecía demasiado a su querida madre muerta.
La muchacha ignoraba por completo quién podría ser el cliente a que con tanto interés quería agradar la señora Ligia, pero lo cierto era que aquello no le importaba gran cosa, para ella no se trataba más que de otro hombre de alta sociedad con quien probablemente debería acabar revolcándose.
Tras consultar el reloj para constatar que todavía le quedaran unos minutos, la rubia tomó su teléfono y fue a sentarse sobre la cama de su dormitorio, e inmediatamente telefoneó a Francia.
-¿Hola? –contestó una voz femenina en el otro lado de la línea.
-¡Hola, querida! ¿me estás echando de menos? –preguntó Mesalina, con la voz súbitamente animada.
Del otro lado de la línea se oyó una carcajada de alegría.
-¡Pero claro! No hay un solo momento del día en que no te eche de menos.
Mesalina rió musicalmente.
-Bueno, hasta donde yo recuerdo tenías planeadas algunas diversiones, ¿no?
-¿Sexo?... Sí, he tenido bastante de eso estos días. Estoy saliendo con un chico inglés. Es el hijo de un general o algo así.
Mesalina sonrió.
-¿Y tú le das lo que quiere cuando quiere?... Suena como a que te está usando, ¿no?
-Bah –se oyó al otro lado de la línea-. En realidad, querida, yo soy quien lo está usando a él: Nuestra relación es de esas en que ambas partes logran un beneficio al aprovecharse de la otra, como aquellos pájaros que vimos en la TV, ¿te acuerdas? Los que picaban el lomo del rinoceronte para quitarle las garrapatas.
-Entiendo. ¿Pero cuál es el beneficio que obtienes tú? –preguntó entonces Mesalina, riéndose por la ocurrencia-. Digo, a mí me parece que es él quien sale ganando.
-Depende de cómo lo mires –contestó la chica del teléfono-. Lo que estoy logrando quizá no sea mucho, pero para mí es importante.
-¿Me dirás de lo que se trata?
-Claro: ¿Uvicas a Nancy, mi amiga norteamericana?.
-¿Nancy?... ¿la reportera, tal vez?
-Sí, ella. El sábado por la tarde, luego de que te fueras, recibí una llamada suya desde Alemania. Me dijo que se había topado con papá hacía un par de horas en la recepción de un hotel en Munich. Intentó saludarlo, pero dice que sus hombres la detuvieron, y que a pesar de que él la vio de frente e incluso ella lo llamó por su nombre, pareció como si no la hubiese reconocido, porque pasó de largo.
-Bueno, pues sí, tu padre es frío algunas veces –comentó nuevamente Mesalina-. ¿Estaba muy molesta Nancy?
-No, no lo entiendes. Era imposible que papá no reconociera a Nancy, eso sería tan absurdo como que no te reconociera a ti. Nancy y yo no nos vemos muy a menudo ni somos grandes amigas, pero papá y los padres de ella sí que lo son. Él no la habría ignorado deliberadamente por nada del mundo.
-¿Bueno, y entonces por qué lo ha hecho? –preguntó Mesalina.
La chica del teléfono rio.
-Pues porque ese no era mi papá, sino uno de sus dobles. Estoy al tanto de que Lester suele utilizar dobles para cubrir ciertos viajes de mi padre, así que éste debe de ser el caso. Lo que no me explico es por qué querría Lester poner a un doble de papá en un hotel, si en cualquier caso papá está de vacaciones.
-Pues justamente por eso, para que nadie lo moleste. ¿no es obvio?
-Eso sería lo obvio –contestó la chica del teléfono-. Pero resulta que Lester me dio un número para comunicarme directamente con la suite de papá en caso de necesidad, ¿y qué crees? El número que me dio es el mismo donde se está quedando el doble de mi padre, el de una suite en un hotel de Munich.
Mesalina se quedó sin habla.
-¡No puede ser! ¿tu padre se largó a otra parte y dejó a un doble para que respondiera tus llamadas? ¡Eso es lo más bajo que te ha hecho en la vida!
-Lo sé, y es ahí donde entra el chico con el que me estoy acostando. Con su ayuda conseguiré atrapar a papá, y una vez lo tenga podré confrontarlo, para que aprenda a no burlarse de mí.
El padre de éste chico está muy involucrado con el servicio secreto francés, y le he pedido un poderoso programa rastreador de llamadas, que me permitirá encontrar a papá sin importar en qué parte de la tierra se encuentre. El mentiroso de mierda suele llamarme cada cuatro días sin falta cuando está de viaje, así que todo lo que tengo que hacer es esperar, y así lo atraparé.
-¿Cómo, ya tienes el programa? –preguntó riendo Mesalina.
-Desde esta mañana –contestó la chica del teléfono-. ¿Quieres que te diga dónde estás ahora mismo?
Mesalina palideció.
-B... bah, no juegues, yo no soy tu padre –atinó a decir, no obstante, unos segundos después-. En serio, no te atrevas a usar eso conmigo.
La chica al otro lado de la línea soltó una carcajada.
-¿Y qué pasa si no es tu padre quien llama, sino uno de sus dobles? –preguntó la rubia-. Entonces habrías estado acostándote con ese tipo por nada.
La otra exhaló un suspiro.
-Es una posibilidad, pero no tengo alternativa, Lester jamás me diría nada que mi padre haya decidido mantener en secreto.
-Estás muy loca, amiga –comentó Mesalina, en tono serio.
-Yo pienso que no –respondió la otra chica-. Es sólo que me arté de las mentiras de mi padre. Voy a darle a ese chico lo que quiere por un par de días más, pero luego lo mandaré al diablo.
-¿De veras lo mandarás al diablo? ¿No seguirás haciendo esto?.
-¡Pero claro que no! No soy una puta, aunque me esté portando como una. Atraparé a papá, es todo, y después ese tipo se irá a paseo.
Mesalina gruñó con desaprobación.
-Pero llevándose buenos recuerdos tuyos, nena. No comprendo cómo puedes permitirte hacer esto –entonces echó una mirada al reloj de pared, y vio que ya era tarde-. Cielos, querida, debo dejarte, casi es mi hora de trabajar. Te llamo mañana, ¿vale?
-Vale –respondió la chica del teléfono-. Cuídate, ¿sí?
-Tú también –repuso Mesalina-. Y por el amor de Dios, deja ya de permitir que ese tipo esté jugando contigo.
-Bah –contestó la otra-. Ya te lo he dicho, esta vez atraparé a papá cueste lo que cueste.
Mesalina suspiró.
-Pues bueno, te llamo mañana. Te quiero.
-También te quiero, nena. Adiós.
Y Mesalina cortó la comunicación. Acto seguido se puso de pie y tomó su bolso, lista para salir. Un auto la esperaba fuera.
Eran las seis cincuenta y cinco cuando Mesalina entró en el Romance Palace por la puerta principal, sin que a penas alguien reparase en ella. El salón estaba iluminado de un modo muy acogedor, y una suave música de fondo confería un agradable ambiente. Una pecera gigante en uno de los extremos del salón emitía un relajante murmullo, y si uno se quedaba mirando directamente a los muchos peces de colores que nadaban en ella el efecto era mucho más confortable. Todo lucía esplendoroso, del mismo modo que las chicas que habían asistido esa noche, solas o en compañía de sus clientes.
Mesalina paseó la mirada por la enorme sala, pero no pudo ver ni a la señora Ligia ni al dichoso cliente.
-¿Puedo invitarle algo, señorita? –preguntó una voz a espaldas de la muchacha, haciéndola volverse de inmediato.
Un hombre alto y anciano la observaba con unos límpidos ojos verdes, sombrero en mano. A Mesalina le dio la impresión de que se trataba de algún Lord inglés.
-Es usted muy amable –respondió suavemente-. Por desgracia estoy buscando a mi pareja.
El inglés hizo una media reverencia y se alejó, y Mesalina se volvió nuevamente para seguir buscando a Ligia.
-Disculpa, ¿has visto a la señora? –preguntó a una chica que pasaba.
-¿La señora Ligia?... Sí, ella, Diane y su acompañante están dentro, en el comedor francés.
-Te lo agradezco –Mesalina se encaminó hacia allí.
En el Romance Palace habían ciertas salitas muy exclusivas, cuyo alquiler estaba fuera de todos los otros servicios brindados por el burdel, y era sumamente caro. El comedor francés era una de estas.
Mesalina cruzó el salón entre mesas, parejas que bailaban y personas que caminaban por el lugar, se internó en un estrecho pasillo, y finalmente llegó hasta una puerta de cristal de doble hoja, a través de la cual la saludaba un precioso restaurante. Las puertas de cristal se abrieron para permitirle pasar.
-Buenas noches –la saludó un hombre vestido de esmoquin-. Luce usted hermosa esta noche, Mademoiselle Mesalina. ¿Desea que la conduzca hasta su mesa?
-Gracias, Gilbert. No tengo mesa, estoy aquí por invitación de la señora Ligia.
El hombre asintió.
-Por aquí –dijo educadamente, y echó a andar hacia el fondo del resinto, entre mesas ocupadas en su mayoría por parejas de chicas jóvenes y hombres ancianos.
El hombre la condujo hasta un área de la sala bastante alejada, cerca de la cual había una enorme fuente con la forma de un ángel.
-La señora y su acompañante se encuentran charlando en la sala de estar, en espera de la cena –dijo entonces el hombre de esmoquin, deteniéndose ante Mesalina y señalando en dirección a un pasillo-. Puede usted pasar, Mademoiselle.
-Gracias –repuso la joven. Caminó unos cuantos metros por el estrecho pasillo con paredes a su izquierda y derecha, hasta que por fin dio con una puertita pequeña, que se hallaba cerrada.
Mesalina introdujo un código en el pequeño tablero numérico al lado de la puerta, y esta se abrió para dejarla pasar.
El interior de la sala era una habitación circular con dos ventanas grandes, grandes y confortables sillones de color rojo, un pequeño bar y una televisión gigante, que en aquel momento estaba apagada.
Había tres personas ocupando dos de los tres sillones de la estancia. En el más grande estaban la pequeña Diane McNeil, a quien Mesalina conocía muy bien, y a su lado Ligia, la dueña del burdel. Uno de los sillones pequeños estaba ocupado por un hombre que también era pelirrojo, pero dado que éste se hallaba de espaldas a la puerta Mesalina no podía verlo a la cara.
-¡Vaya, ya estás aquí! –la saludó Ligia-. ¡buenas noches, pequeña, pasa y conoce a éste buen amigo!
Mesalina ofreció una sonrisa y entró en la sala.
El hombre sentado en el sillón pequeño se levantó inmediatamente para recibirla, pero al darse la vuelta para tenderle la mano las miradas de ambos se cruzaron, y por un momento el tiempo pareció detenerse para ellos.
Mesalina tenía frente a ella a nada menos que a César Collalto, el padre de su mejor y más grande amiga, y Collalto, por su parte, estaba mirando estupefacto el hermoso rostro de Luisa du Montalais, aquella pequeña y dulce jovencita que jamás se despegaba de su hija Leticia.
El rostro de César no perdió su compostura al ver a la chica, pero ella palideció, y su boca se abrió a medias en un gesto involuntario de sorpresa.
-¿Mesalina querida, te sucede algo? –preguntó Ligia, al ver la reacción de la rubia.
La joven se llevó una mano a la frente, intentando disimular.
-N no es nada, señora, es sólo que me he mareado un poco.
-Ha de ser el cambio de temperatura –opinó entonces Diane-. Fuera hay aire acondicionado y aquí dentro no lo hay.
-Sí, eso debe ser –contestó Mesalina, tratando por todos los medios de remediar la impresión que había causado entre los presentes-. Pero ya estoy bien, gracias. Les ruego que me disculpen, esta no es manera de hacer una entrada.
Collalto se le acercó caballerosamente.
-¿Me permite ayudarla a tomar asiento?
Ella aceptó con una sonrisa forzada, y tomándola con un brazo por detrás de los hombros, el hombre la hizo ocupar uno de los sillones pequeños.
César tomó asiento a su vez en otro de los sillones. No daba muestras de impresión alguna, pero su fría mirada estaba sobre la rubia, ella la veía y la sentía.
-Te presento al señor conde de Collalto, querida –dijo en ese momento Ligia-. Es uno de los clientes más distinguidos que han visitado éste lugar. Ella, señor, es Mesalina, la más bella, culta y agraciada de entre todas mis rosas.
-Es un enorme placer conocerla –dijo César a la rubia, con aquella voz glacial tan característica en él.
La muchacha respondió con una sonrisa que era como contener un sollozo.
-El placer es todo mío, Monsieur le comte.
El hombre negó con la cabeza.
-Llámeme César, por favor.
Mesalina volvió a sonreír. Nunca, jamás, ni en un millón de años. ¿Qué demonios estaba pensando?
En aquel momento, una vez hechas las presentaciones de rigor, Ligia comenzó a charlar animadamente respecto a temas sin importancia, y tanto César como Mesalina tuvieron que unírsele en la conversación. Al cabo de unos veinte minutos, minutos que a Mesalina le parecieron tormentosos siglos, un camarero entró en la sala y anunció que la cena estaba servida, así que todos pasaron a una mesa del restaurante, para continuar allí la velada.
Aquella noche cenaron a la francesa, pues Ligia sabía que Collalto era francés, y deseaba complacerlo. Además Mesalina también lo era, y para la pelirroja era de suma importancia que la joven estuviera cómoda. Una vez acabada la cena empezó el baile, dirigido por una elegante banda.
-¿Me concedería el honor? –dijo entonces César a Mesalina, de improviso.
La joven sintió como si por sus piernas bajara una corriente gélida de electricidad, pero aceptó con su sonrisa más falsa y se marchó hacia la pista tomada del brazo del hombre.
Él colocó su mano izquierda del lado derecho de la cadera de la joven, y con la mano diestra le tomó su izquierda a ella. Mesalina puso su mano derecha en el hombro izquierdo de él, y así comenzaron a bailar.
-¿Hace cuánto tiempo trabajas en éste sitio, Montalais? –preguntó César a la muchacha, con aquella voz suya fría y carente de expresión.
La rubia sonrió angelicalmente. Había esperado aquella pregunta y no la tomó por sorpresa.
-Desde hace tres años, señor. Pero mi nombre es Mesalina, no Montalais.
-Tu nombre es Montalais -contestó César-. Lowise du Montalais. Mi hija te considera su hermana.
Mesalina rió musicalmente.
-Me confunde, señor. En realidad no lo culpo, las personas me cambian el nombre muy a menudo.
César no respondió.
-Es espléndida la noche, ¿no le parece? –siguió diciendo entonces la rubia-. Las noches así siempre son fascinantes aquí en la isla, una jamás se cansa de ellas.
César volvió a guardar silencio.
-¿Cómo es que terminaste trabajando en un sitio como éste, Montalais? –preguntó después, sin que su rostro de piedra cambiase lo más mínimo.
Mesalina rio nuevamente, aunque lo cierto era que se estaba poniendo bastante nerviosa, sentía que su farsa no sólo era mala, sino totalmente absurda, pues para cualquiera con ojos en la cara ella sería ella sin importar si se vestía de muchachita de sociedad o de puta para millonarios.
-¿Juega conmigo, señor? –atinó a decir, no obstante, un poco después-. Bueno, jamás he jugado un juego de rol, pero si usted quiere jugar estaré encantada de... –había estado a punto de decir complacerlo, pero entonces se acordó de Leticia y sus palabras quedaron sepultadas por un mar de terror. ¿Decirle al padre de su mejor amiga que quería complacerlo?... ¡qué horrible!
-Comprendo que no quieras hablar del tema –dijo entonces César, siempre utilizando aquel tono de voz tan extraordinariamente frío. No dijo nada más.
Mesalina volvió a sonreír, aunque esta vez su sonrisa era más apagada. En su mente estaba muy viva la conversación de hacía horas con Leticia, y si no hablaba en aquel preciso momento tanto ella como aquel hombre desvergonzado estarían perdidos. Por otro lado, acabar la farsa implicaba confirmarle a César que la joven con quien bailaba era Luisa du Montalais, y eso era algo que Mesalina encontraba terriblemente embarazoso. Era estúpido seguir fingiendo en una situación como aquella, lo sabía, pero tampoco quería que de sus labios brotaran palabras que la hicieran sentir sucia.
Finalmente, justo cuando terminaba la canción, la muchacha se decidió por lo que era más sensato.
-Señor Collalto, no llame a Leticia mañana, o ambos estamos perdidos. Rastreará su llamada, porque descubrió lo de su doble en Munich, sabe que le mintió, y quiere desenmascararlo.
César fijó sus penetrantes ojos en los de la rubia, pero no dijo nada.
Ella, por su parte, estaba experimentando un doloroso sentimiento de culpa a causa de haber revelado a aquel hombre desvergonzado una confidencia directa de Leticia, aunque tenía perfectamente claro que no había habido opción.
En ese momento acabó la canción y la pareja volvió a su mesa, donde Diane y Ligia les esperaban muy sonrientes.
-Es una joven excepcional –comentó César una vez se hubo sentado, refiriéndose a Mesalina-. Me ha cautivado por completo.
Ligia rió satisfecha.
-Esa es la magia de Mesalina, señor, no hay hombre sobre la faz de la tierra que pueda resistirse a su hechizo.
César asintió seriamente.
-Soy yo quien ha quedado cautivada –dijo entonces Mesalina, porque era lo que se esperaba de ella-. El señor es un hombre muy especial.
César la miró a los ojos, y la joven tuvo que apartar la vista.
Por supuesto, ella no sentía ningún tipo de atracción por el hombre, pero dadas las circunstancias no le quedaba otro recurso que mentir. En el fondo de su corazón, no obstante, lo seguía viendo como aquel hombre frío, cruel e irresponsable que no era capaz de abandonarse a sí mismo para satisfacer la enorme necesidad de afecto que tenía su hija.
De pronto, la joven sintió náuseas. El hecho de estar allí sentada a la mesa de un lujoso restaurante, en el más grande y complaciente burdel del mundo, junto al padre de su mejor amiga, le parecía algo totalmente irreal, torcido incluso, una fantasía salida de una muy desagradable pesadilla. Esperaba despertar de un momento a otro, bañada en sudor, envuelta en las sábanas de su cama, y descubrir que nada de aquello había sido auténtico.
La noche, sin embargo, no dejó de avanzar ni siquiera por la desesperación de Mesalina, sino que las horas se sucedieron una tras otra, y ella tuvo que soportar toda una velada de tragos, bailes y conversaciones con aquel hombre frío y horrible, Diane y la pervertida dueña de aquel lugar de espanto donde las mujeres no eran sino muñecas de alquiler.
Lo que más la indignaba era ver la desfachatez de Collalto, quien sólo estaba allí sentado, bebiendo y charlando como si nada pasara, dirigiéndole de vez en vez miradas inexpresivas y alguno que otro cumplido que a ella la llenaba de repugnancia. ¿Cómo era posible que aquel hombre no tuviera el más mínimo sentido de la vergüenza? ¿era acaso que tantos años en la vida pública lo habían vuelto totalmente gélido, o sólo le tranquilizaba el hecho de que Mesalina parecía estar tan atrapada como él?
Evidentemente ambos habían sido descubiertos haciendo algo que nadie supondría que estuviesen haciendo, pero la chica sabía que el que uno de los dos delatara al otro era un peligro del que no había que preocuparse, pues aquello sería matar y morir para cualquiera de los dos. ¿Sería ese el motivo por el que lucía Collalto tan tranquilo?... ¿Cómo saberlo?
Al acabar la velada César Collalto, aquel descarado cuya sola presencia había puesto enferma a Mesalina, se despidió cortésmente de las tres y se marchó a su habitación.
Ligia y Diane se retiraron unos minutos más tarde, no sin que antes la pelirroja advirtiera a la rubia que estuviera preparada, por si el señor solicitaba verla.
La joven no creía posible una desfachatez tan grande por parte del hombre, no le parecía que ni él fuera capaz de utilizar aquella situación para llevarse a la cama a la mejor amiga de su hija, una chica a quien además había visto crecer desde antes incluso que comenzaran a caérsele los dientes de leche, pero le dijo a Ligia que lo estaría.
Una vez todos se hubieron ido, Mesalina se quedó sola en la mesa para tomar unas últimas copas sin compañía, a fin de meditar sobre la gravedad de todo aquello. Después de cuatro tragos, la rubia salió del restaurante para volver a su alojamiento, pero en vez de hacerlo en auto despidió a su chofer y decidió regresar caminando.
Caminó bajo la luz de la luna, con la brisa marina revolviéndole el cabello, pasando frente a todo tipo de centros de entretenimiento, cuyas luces y ruido daban un ambiente de perversa alegría a las calles de la isla. La única parte que estaba en silencio era la costa, en la playa, pero la rubia decidió no caminar por allí, pues no quería ensuciarse los zapatos con la arena.
En su solitario paseo hasta su alojamiento, no obstante el ruido, la chica tuvo tiempo para ordenar sus ideas y pensar a fondo sobre aquel atolladero tan vergonzoso en que estaba metida junto al padre de Leticia. La perturbaba el hecho de que alguien cercano hubiese descubierto su condición de puta de lujo, y aunque lo creía improbable, su corazón parecía detenerse cada vez que pensaba en la posibilidad de que Leticia llegara a saber que la había engañado durante tres años, haciéndola creer que trabajaba en un prestigioso bufete en Israel, cuando lo cierto era que se la pasaba de aquí para allá con hombres que en casi todos los casos le doblaban la edad, hombres con los que también se acostaba.
Era verdad que ella no era una prostituta ordinaria y que no tenía sexo más de tres o cuatro veces al año, pero también lo era que la imagen de la dulce e inocente Luisa du Montalais no era nada parecida a la de la sensual Mesalina, quien a diferencia de Montalais siempre debía estar dispuesta para ir a la cama, ser tocada, besada y tomada como un objeto por los hombres más ricos del mundo. Por tres años la rubia había vivido sin problemas con sus dos identidades, imaginando que su vida era como días y noches muy largos, donde Luisa jugaba mientras había sol y Mesalina se divertía cuando caía la oscuridad, pero los sucesos de aquella noche ponían en serio peligro la estabilidad de su futuro:
A ella no le importaba lo más mínimo perder su empleo en la isla, de hecho ya tenía bastante dinero, había estado considerando la posibilidad de desvincularse por completo de él unos meses después, pero el hecho de que Leticia descubriera que le había mentido la llenaba de miedo y angustia, pues sabía que su amiga no le perdonaría una mentira de esa magnitud, las dos vivían bajo una estricta política mutua de no engaño.
Más aún, si Leticia llegaba a descubrir que Collalto y Montalais habían estado juntos en aquella isla no podría menos que pensar...
-Dios mío, no... –la rubia se detuvo en seco, sintiendo como si alguien hubiera dejado caer un cubo de agua fría en su espalda. Si Leticia descubriera eso, pensaría que su padre y su amiga se estaban acostando, era inevitable-. No, eso nunca, eso jamás.
Sacudió la cabeza para alejar la horrible idea, y al ver que unos hombres la miraban con curiosidad desde la puerta de un billar, siguió caminando. las brillantes luces bañaban su figura, los ruidos entraban y salían de su cabeza como en un sueño, y el viento azotaba sus piernas desnudas. Se permitió unas pocas lágrimas. ¿Cómo había podido ocurrir aquello? ¿Cómo había sido posible?
-César Collalto –murmuró al aire nocturno lleno de fiesta y viles placeres-. Cómo lo odio.
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