CAPÍTULO 5 - REMEMBRANZAS

La hermosa rubia que había llegado hacía pocos minutos a la isla se peinaba frente al espejo con luces de su habitación. Vestía un pantalón blanco ajustado y un sostén del mismo color. Su blusa y las pocas joyas que llevaba puestas a su llegada estaban ahora desparramadas en desorden sobre la cama, en la habitación contigua.
Se hacía llamar Mesalina, y era una de las rosas del burdel, la más bonita y noble de todas. El precio por su compañía era más alto que el de las otras chicas, lo que garantizaba que sólo clientes realmente adinerados pudieran permitirse contratarla, pero esto no hacía que su profesión le resultara menos humillante. Mesalina no era contratada más que unas pocas veces al año, pero como era muy bella, jamás había tenido un cliente que no le pidiera acostarse con él, que no la mirase en todo momento de aquel modo tan grotesco en que los hombres miraban a las mujeres hermosas cuando yacían junto a ellas.
Les gustaba mirarla quitarse la ropa, estar desnuda, ponerse la ropa, bañarse, dormir, incluso comer. Se portaban como animales, y ella los detestaba, pero no tenía opción, la isla de las rosas era el único lugar en que alguien como ella podía ganar la cantidad suficiente de dinero como para mantener el modo de vida de alta sociedad que todo París creía que llevaba.
Aunque provenía de una familia muy poderosa, Mesalina no recibía un centavo de ella, y aunque jamás lo había comentado con nadie, ni siquiera con su más querida amiga, la habían dejado fuera de la herencia familiar hacía unos años, de modo que a la muerte del actual patriarca se quedaría en la calle.
Mesalina sabía que una profesión podía serle útil, pero a su corta edad había pasado por facultades de Derecho, Medicina, Arquitectura, Letras y Economía, y había descubierto, o ella creía haber descubierto, que si bien aprendía rápido y sobresalía en todo lo que estudiaba, para las cosas prácticas carecía de talento. La belleza, gracia y elegancia, no obstante, eran atributos que ella nunca había tenido problemas en explotar, y a la edad de 18 años, cuando peor estaba su situación económica a causa de sus malas relaciones con el patriarca de la familia, un encuentro completamente fortuito con una hermosa dama le había dado la oportunidad perfecta para hacerlo, y fue así como comenzó a trabajar en el burdel.
Jamás podría olvidar la primera vez que había sido contratada: El cliente era un jeque árabe de piel negra, alto, fuerte, de unos cincuenta años pero bastante gallardo, con una virilidad que ella todavía recordaba con pasmosa claridad.
Él la llevó a cenas de gala en los mejores restaurantes de la isla, a bailar, a pasear e incluso a un partido de basquetbol, y en todo momento se había portado con ella del modo más atento y caballeroso, a pesar de que Mesalina había sido informada de que el hombre tenía varias esposas en su tierra.
Durante las primeras tres o cuatro noches él no había demandado nada de ella, simplemente se desnudaba y le pedía acariciarlo hasta que se dormía. Al principio las manos de Mesalina se mostraban temblorosas e inexpertas y no se dirigían a lugares prohibidos a menos que el hombre lo pidiera, pero poco a poco la chica fue desinhibiéndose y las sesiones nocturnas de caricias comenzaron a ser más placenteras para ambos.
La quinta noche, después de haber pasado el día entero en una fiesta, Mesalina entró en el dormitorio y encontró que la iluminación había sido bajada y que sobre la cama habían colocado cientos de pétalos perfumados de flor, y con una punzada de miedo en el estómago supo lo que estaba por ocurrir.
-Eres una niña –le dijo el hombre al entrar él también en el dormitorio-. Pero después de hoy ya no lo serás más.
Y acto seguido se desnudó y se tendió boca arriba sobre la cama, aguardando por ella.
La chica se quitó lentamente la ropa y avanzó algo insegura hasta la cama, para subir luego en ella y ponerse a horcajadas sobre las piernas del hombre, y luego, con gran nerviosismo, levantó las caderas y cayó sobre él. Un gemido involuntario salió de su boca abierta.
-“No soy virgen” –pensó, sintiendo toda la masculinidad del hombre dentro suyo-. “Pero él tiene razón, hasta hoy seguía siendo una niña.”
Aquella noche el jeque le había hecho el amor ocho veces, y aunque había terminado cansada y adolorida, tuvo que admitir que había sido maravilloso.
Los días posteriores, cuando el jeque se marchó y ella estuvo libre para irse de vacaciones, se había sentido como una simple puta sucia e indigna, no era capaz de mirar a nadie fijamente a la cara, en los ojos de la gente encontraba una acusación que, evidentemente, no estaba allí. Sin embargo, con el paso de los meses las cosas habían ido mejorando. Aunque todavía se sentía sucia, no le quedó otro remedio más que acostumbrarse a su modo de vida.
En sólo un año logró convertirse en la dama de compañía más cara de la isla, y por lo que sabía podía serlo también del mundo entero. Esto le trajo muchos beneficios, como un salario más elevado que el de las otras rosas y periodos más prolongados de vacaciones, además de mayor exclusividad en los clientes que la contrataban.
Entre los clientes de Mesalina habían reyes, príncipes, ministros y presidentes, pero ella, lejos de sentirse especial o poderosa por eso, sabía muy bien que en la recámara un hombre no era más que un hombre, Que cualquier chica hermosa podía hacer que se comportara como un animal, como un ser sin entendimiento que sólo pensaba en una cosa, poseerla a ella.
Los hombres que llegaban al burdel, pensaba Mesalina, podían pertenecer a la clase social más elevada de la tierra, pero para ella no eran más que niños que debía acunar entre sus brazos, y entre sus piernas. Todos los hombres eran iguales en la cama, simples, fáciles de complacer, predecibles y absolutamente dominables.
-Sí, son como niños –dijo en voz alta. Dejó a un lado el peine, se miró unos momentos en el espejo y después, dándole la espalda a su reflejo, se encaminó al cuarto de baño. Era tiempo de trabajar.

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