CAPÍTULO 4 - LLEGADA

Eran las once treinta de la mañana, y una preciosa pelirroja contemplaba el aterrizaje de un avión en el aeropuerto de la isla de las rosas, el burdel más grande y exclusivo del mundo.


Situado en una pequeña isla en algún lejano punto de Asia, aquel elegante lugar de recreo era uno de los pocos en el mundo capaces de garantizar absoluta comodidad y discreción a sus distinguidos visitantes, entre los que se contaban reyes, príncipes y jefes de estado, quienes llegaban desde todos los rincones de la tierra para visitarlo.


La existencia del burdel sólo era conocida en las altas esferas de la sociedad aristocrática mundial, cuyos ilustres miembros no podían, por supuesto, exponerse a escándalos públicos relacionados con lujos y mujeres, de modo que la seguridad de los clientes, dada la naturaleza de sus posiciones sociales, y la estabilidad económica del centro de recreo, eran cosa garantizada, pues ambas partes necesitaban del apoyo de la otra para mantener un interés que era común, el que el burdel permaneciera abierto sin ningún tipo de inconveniente.


Aquella mañana de Sábado estaba previsto recibir al señor César Collalto, un ilustre noble francés, y era justamente su vuelo el que la propietaria del gran burdel estaba viendo arribar a la isla, sentada en uno de los balcones de su residencia personal. A su lado había una linda pelicastaña de unos diecisiete años de edad, quien llevaba un corto vestido azul marino de mangas largas.


-Finalmente está aquí -comentó la chica, mientras ambas se mantenían mirando fijamente hacia la pista de aterrizaje.


La pelirroja asintió.


-¿Lo has dispuesto todo para que sea recibido como se merece, Diane?


-Sí, señora.


-De acuerdo, entonces dile a Henrry que prepare el auto, yo misma iré a dar la bienvenida al señor de Collalto.


-¿Tú, señora? -preguntó la chica, Diane, mirando a su jefa de un modo algo divertido.


La pelirroja le dirigió una mirada de enfado.


-¿Qué, crees que podrías hacerlo mejor que yo, muchacha? Porque bien podría enviarte con el caballero en mi lugar si eso es lo que deseas.


El rostro duro y bien parecido de Collalto apareció en la mente de Diane, y la chica enrojeció de vergüenza, recordando lo mucho que le había gustado el hombre, aquel hombre que bien podría ser su padre y cuya posición social estaba a años luz de la suya.


-Oh... no pretendía decir eso... perdona, señora, yo...


-Pues entonces cierra la boca y ve a hacer lo que te he ordenado, niña -la cortó la pelirroja-. ¡Vamos, vamos!


Y Diane se marchó por el pasillo, el rostro todavía colorado.


Cinco minutos más tarde, un precioso coche blanco aparcaba ante la pista de aterrizaje, llevando tanto a la propietaria del burdel como a su joven asistente. En aquella espléndida mañana el sol brillaba en lo alto de un cielo muy azul, haciendo que el mar debajo suyo y las arenas de la isla parecieran ser doradas. Una suave brisa marina agitaba las palmeras a lo largo de la playa, y en las alturas se oía el canto de las gaviotas, contrastado con el sonido de las olas al reventar en la orilla.


El avión privado, una nave pequeña pero imponente y de una bella combinación de colores blanco y amarillo, se hallaba ya instalado dentro de la pequeña terminal del aeropuerto. Unos momentos después se abrió la puerta de la nave, y un hombre se dejó ver en lo alto, en el umbral de la puerta, recortado contra la oscuridad del interior de la nave.


El hombre vestía pantalones de mezclilla y una camisa negra de mangas cortas, la cual resaltaba una poderosa musculatura, pues había sido culturista en su juventud. Abandonó el umbral y comenzó a descender con paso seguro por las escaleras, sin sujetarse de la balaustrada, y al llegar abajo se encaminó hacia la salida de la terminal, donde según lo que se le había informado le esperaba su automóvil.


Fue en aquel momento cuando la dueña del burdel y su asistente bajaron del vehículo. El hombre miró casualmente en su dirección, y volvió sobre sus pasos para ir a saludarlas.


-Buen día, señor Collalto -saludó la dueña del burdel, una vez estuvieron frente a frente, con una gentil sonrisa-. Espero que su viaje haya sido agradable.


-Lo fue -respondió Collalto, con aquella voz penetrante que tan misteriosa encontraban las mujeres. Allí, de pie bajo el sol de mediodía, los cabellos y barba del conde daban la impresión de tener brillos propios, acorde con la posición de los rayos de sol, y sus ojos limpios y azules lo eran todavía más bajo aquella intensa luz meridiana.


La pelirroja señaló a la chica que estaba a su lado.


-Diane, mi asistente.


-La recuerdo -dijo Collalto, clavando su filosa mirada en la joven, quien respondió con una tímida sonrisa-. Una señorita muy eficiente.


-Gracias, señor.


-Estoy encantada de recibirle esta mañana -volvió a intervenir la pelirroja-. Hay un automóvil dispuesto para usted justo a la salida de nuestro aeropuerto, así que si lo desea podemos dirigirnos hasta allí.


-No es necesario que se tome la molestia de acompañarme -repuso Collalto-. Ha sido ya bastante atenta al venir a recibirme bajo éste ardiente sol.


La pelirroja rió musicalmente.


-Oh, señor, he venido para tener yo misma el gusto de dar la bienvenida a tan distinguido visitante, no es ninguna molestia.


-El gusto es todo mío, señora, y el placer de verlas a usted y su hermosa asistente lo considero un grato privilegio, uno que con franqueza no creí recibir.


Tanto la pelirroja como Diane rieron de modo angelical.


-¿Vamos? -ofreció entonces la primera, mirando en dirección a la salida del pequeño aeropuerto.


César comprendió que el ardiente sol la molestaba, y por ello asintió sin más ceremonias, de modo que se dirigieron de inmediato hasta el automóvil que aguardaba por el visitante.


-¿Podría abusar de su gentileza e invitarla a acompañarme, señora? -dijo César a la pelirroja una vez estuvieron junto al coche.


-La gentileza es toda suya, señor Collalto. Estaremos encantadas.


El chofer abrió la puerta, y los tres abordaron el vehículo, que se puso en marcha y abandonó el aeropuerto, integrándose a la carretera principal de la isla, desde la cual se podía llegar hasta cualquier punto de esta.


Mientras se alejaba el coche un segundo avión se abrió paso entre las nubes y tocó tierra en el pequeño aeropuerto privado. No era un avión tan grande o bonito como el de César Collalto, pero parecía bastante elegante.


Al cabo de unos minutos se abrieron las puertas de la nave, y una preciosa rubia bajó presurosamente por las escaleras.


-Hola, Mesalina -saludó Henrry, el chofer de la dueña, a la muchacha, con una amable sonrisa-. La señora te esperaba desde temprano.


-Oh, quisiera disculparme con ella cuanto antes -repuso la rubia, quien parecía agitada y avergonzada-. Mi vuelo ha tenido problemas. ¿Podrías llevarme con ella?.


-Te llevaré a tus habitaciones -contestó Henrry-. La señora no está disponible ahora.


-Ya veo. Pues gracias.


Y tras esa pequeña conversación la rubia suvió al coche blanco, y éste se alejó en dirección opuesta al Cadillac que transportaba a Collalto.


Entre tanto, en dicho Cadillac, la dueña del burdel, el visitante y la pequeña Diane sostenían una muy animada conversación, mientras el vehículo recorría las calles de la isla.


-Como puede ver, éste lugar es un pequeño país, el país de las delicias -la pelirroja rio su propia ocurrencia-. Hay carreteras, edificios de departamentos, bares, restaurantes, clubes nudistas donde trabajan chicas distintas a nuestras rosas, cines, incluso parques. También contamos con una flota de yates, que los clientes pueden alquilar si lo desean. Todo eso es mío, señor, lo he construido con mis propias manos.


César Collalto se sentía profundamente impresionado por todo cuanto veía, no porque fuera un hombre poco acostumbrado al lujo, sino porque le admiraba que una sola persona, además mujer, hubiera sido capaz de construir una maravilla de imperio sexual como era aquel, y más aún, mantenerlo en el absoluto anonimato para proteger a sus ilustres visitantes de las miradas indiscretas del vulgo y la prensa amarillista.


La dueña DEL BURDEL, por su parte, no dejaba de sonreír al ver el modo en que Collalto contemplaba cada cosa que ella le mostraba, completamente satisfecha y orgullosa de sus propias capacidades. Collalto no era un hombre que dejara traslucir lo que pensaba o sentía, pero la mujer estaba segura de haberlo impresionado.


-Yo nací en Ligia -comentó, mientras el coche viraba a izquierda y se metía en una calle donde no habían más que restaurantes-. Y mi nombre es Ligia. Pertenezco a la nobleza, mi padre era el rey en mi país.


El rostro de César no se alteró lo más mínimo, aunque sus ojos se clavaron con f en los de la pelirroja.


-Yo soy la princesa de Ligia, sí, y era la primogénita de mi padre -prosiguió la dama-. Era por línea sucesoria quien debía reinar en el país a su muerte, y de hecho los primeros veinticinco años de mi vida los pasé preparándome para ese momento. Sin embargo, yo nunca fui el tipo de mujer capaz de vivir sujeta a ceremonias por toda una vida. No me interesaba en lo más mínimo ocuparme de los asuntos del pueblo ni representarlo ante el mundo, yo sólo quería ser libre, conocer lugares y a gente interesante, olvidar mis títulos y dedicarme por entero a mi misma, a mi propia satisfacción.


Ser una princesa, señor Collalto, no es tan redituable si hablamos de un país como Ligia, pero las exigencias del título están a la altura de las de la familia real inglesa, y yo siempre he detestado los compromisos. Hace cerca de diez años, a la muerte de mi padre, yo estaba a punto de ascender al trono de Ligia y desplazar a mi madre, que no es de familia noble, como soberana, pero decidí abdicar en favor de mi hermana menor, Julia, y fue ella quien finalmente se convirtió en reina.


-Imagino que aquello fue un terrible escándalo -comentó César.


Ella hizo un gesto muy gracioso.


-Oh, le aseguro que no lo imagina: Fui despreciada por mi propia madre, acusada de infantil, perezosa, aprovechada e irresponsable por el parlamento, insultada a más no poder por la prensa y hasta rechazada por mis hermanos y familiares más cercanos. No permití, sin embargo, que aquella situación durase mucho, pues me marché de Ligia decidida a no regresar jamás no bien fue cremado el cuerpo de mi padre. Ni siquiera asistí a la coronación de mi hermana menor, y le aseguro que no ha habido un solo día en que lo lamente.


Viví en Inglaterra por un tiempo, algún tiempo más en Alemania, hasta que mi fortuna comenzó a escasear y me vi en apuros económicos, de modo que tuve que pedir un préstamo a un buen amigo mío que pertenecía a la nobleza austríaca y tenía el título de conde. Sin embargo, yo no tenía nada qué presentarle a mi amigo como garantía para la satisfacción de la deuda, así que decidí tomar el dinero que él me había prestado, junto con la poca fortuna que me quedaba, y crear mi propio medio de subsistencia, uno que me permitiera vivir como la princesa que soy y al mismo tiempo llevar el estilo de vida que siempre quise.


Yo había estudiado un doctorado en administración financiera en Inglaterra y uno más en comercio internacional en España, así que me encargué personalmente de los asuntos relativos a planificación, organización, proyección de mercado y todo lo que implica la apertura de una entidad comercial, y fue así como nació lo que hoy conocemos como la isla de las rosas.


El camino que escogí ha estado muy lejos de ser fácil, pero gracias a mis capacidades, esfuerzo y entusiasmo he podido construir un imperio que me ha generado tantos réditos que bien podría olvidarme de él y retirarme a donde me plazca para vivir quinientos años en la posición económica más encumbrada.


César hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.


-¿Pero? -preguntó luego.


-Pero una vida así me resultaría sumamente aburrida, no tardaría en deprimirme y envejecer, algo que parece no estarme sucediendo aquí, en mi imperio, donde yo soy la única reina, donde soy feliz y no me hace falta nada.


-Es usted admirable -comentó César-. Es una de las personas más increíbles que he conocido en mi vida, y lo digo de verdad.


-Yo a veces dudo incluso que sea humana, señor -intervino entonces Diane, la pelicastaña, con una radiante sonrisa-. Es tan inteligente, tan organizada, tan diestra en todo y tan bella que no parece ser de éste mundo.


Ligia rio, divertida.


-Tendrá que disculpar a Diane, sus comentarios suelen ser extraños en ocasiones.


El hombre hizo un gesto de negación con la mano.


-La joven dice lo que yo pienso, señora: Como he dicho antes, es usted una persona excepcional, admirable.


En ese momento el auto se detuvo suavemente frente a un gran apartamento situado cerca de la playa, completamente del otro lado del sector de la isla donde quedaba el pequeño aeropuerto.


-Hemos llegado a su suite, señor Collalto -dijo Ligia-. Yo misma la he escogido para usted, espero sea de su agrado.


Los tres bajaron del vehículo y se encaminaron hasta la puerta del imponente apartamento.


-Todo lo que requiera ha sido instalado ya en su suite y tiene un personal completo de servicio a su disposición -dijo entonces Diane-. Pero no dude en comunicarse conmigo si desea o necesita algo más, señor.


-Así lo haré -respondió César.


-Las rosas de la isla están a su disposición para cuando guste escoger la suya, señor -añadió entonces Ligia.


-Me tomaré un par de días para estar sólo -respondió educadamente César-. Pero estaré encantado de examinar sus rosas cuando me sienta completamente libre de las presiones que llevo encima.


-Comprendo -dijo Ligia-. Aunque no rechazará cenar conmigo esta noche, ¿o sí?


-Desde luego que no, señora -los ojos de César estaban fijos en los de la mujer, cuya mirada era ardiente como las profundidades de un volcán activo-. Estaré encantado.


-Su suite será un maravilloso lugar para pasar la velada si usted no tiene ningún inconveniente al respecto -sugirió entonces ella, en un tono lleno de promesas.


César hizo una media reverencia.


-Ninguno en absoluto, señora. La esperaré ansiosamente hasta la noche.


Ella le sonrió de modo encantador.


-Pues será hasta la noche, señor Collalto. Procure descansar.


-Así lo haré, señora -contestó el hombre-. Procure usted hacer lo mismo.


Y tras aquel intercambio de palabras tanto Diane como Ligia se despidieron de César y subieron nuevamente al Cadillac, que se alejó por la carretera con dirección al Este. César las vio alejarse y no entró en su apartamento sino hasta cuando el coche se hubo perdido de vista en la lejanía.


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