CAPÍTULO 3 - DESPEDIDA


César Collalto despertó temprano la mañana del Sábado, y practicó esgrima en uno de los campos de adiestramiento al aire libre de la mansión. Vestido con nada más que unos pantalones de entrenamiento, los primeros rayos de sol que bañaron sus brazos y hombros hicieron resaltar la poderosa musculatura que poseía, el mortífero filo de la espada que solía utilizar y el blanco y oro del escudo con el emblema Collalto que sostenía en la mano izquierda.
Había decidido levantarse temprano aquel día y practicar un poco al aire libre para limpiar la mente antes de su viaje, mismo que el señor había estado planeando desde hacía dos meses o más.
Había sido tan meticuloso al preparar sus vacaciones que ni siquiera sus empleados de más confianza sabían dónde iba a estar, salvo por su asistente personal, Lester. Lester era quien se había encargado de todos los preparativos para la salida del señor, disponiéndolo todo con una perfección absoluta, como era habitual en él.
Lester era el mejor empleado del señor, en cuyas manos él confiaba los asuntos más importantes. Collalto lo había sacado de un terrible lío hacía ya varios años, en el que había varias niñas menores de quince años involucradas, y el joven no había tardado en mostrar su valía, de modo que no pasó mucho tiempo antes que se convirtiera en el hombre de confianza de César.
César lanzó una estocada rápida al aire, luego dos tajos, saltó hacia atrás, alzó el escudo, y volvió a lanzarse hacia adelante con otra estocada. Fue en aquel momento que se abrió la puerta del campo de entrenamiento, y entró Lester.
Tendría unos treinta años, era rubio, de cabello rizado y ojos azules. Su infancia en Alemania había sido convulsa, llena de problemas legales y condenas menores, pero había conseguido enderezar su vida trabajando con el conde Collalto.
-Buenos días, César –saludó mientras se acercaba.
-Buenos días, Lester –respondió el señor.
-Todo está a punto para tu viaje. Venía a ver si estabas preparado ya. ¿Lo estás?
César asintió con la cabeza.
-Perfecto -Lester sacó un cigarro y se lo llevó a la boca-. ¿Quieres uno?
-No.
-Como gustes. Por cierto, te recuerdo que no debes preocuparte por lo que pueda pasar en tu ausencia, lo he dispuesto todo para que nadie te moleste.
Él asintió, dirigiendo la vista hacia el sol que brillaba en el Este.
-Pero estoy preocupado, César. Tienes compromisos, y hemos gastado millones en estas vacaciones tuyas, no creo que estemos en condición para gastar mucho más.
-Tengo un par de empresas a punto de abrir en México y Canadá –César sonaba algo irritado.
-Entiendo, pero esas son ganancias que vendrán después, y necesitamos el dinero ahora.
-¿Es seria la situación? –preguntó Collalto.
-Todavía no, pero podría serlo. Uno de los problemas es Leticia, despilfarra demasiado.
César movió la cabeza.
-No puedo quitarle eso, Lester. No le doy mi tiempo, pero mi dinero lo compensa.
El rubio exhaló un suspiro.
-Bueno, veré qué hago. Sin embargo, sería buena idea que pusieras un límite a tu hija, César.
El hombre no respondió.
-Tengo mucha curiosidad por esa tal isla de rosas –comentó entonces Lester, fijando la mirada en el mismo punto que su jefe-. ¿En verdad será tan maravillosa?
-En realidad no puedo decir qué tan maravillosa es, pero el mismísimo príncipe de Arabia me dijo que era el cielo en la tierra.
Lester rió por lo bajo.
-Vaya, quisiera visitarlo, y lo haría, si me adelantaras el sueldo de un año.
-Exageras –fue la breve respuesta de Collalto.
Lester rio.
-Bah, lo sé. Por cierto, ¿ya tienes en mente qué clase de puta escogerás?
César se encogió de hombros.
-No lo sé. Supongo que primero me tomaré unos cuantos días para mí solo, y más tarde me ocuparé de las mujeres.
-Comprendo, aunque yo me ocuparía primero de las mujeres, de varias al mismo tiempo –el hombre consultó su reloj suizo-. El helicóptero estará aquí dentro de unos veinte minutos. ¿Vienes conmigo?
-Adelántate.
-Leticia quería que la acompañara al aeropuerto para despedir a Montalais. Creo que su intención es no volver sola a casa. ¿Quieres que la acompañe o quieres que me quede aquí?
-No, ve con ella, yo me las arreglo de aquí en adelante.
El joven asintió y se marchó.
-“El cielo en la tierra” –repitió entonces César, en sus pensamientos, recordando las palabras del príncipe. Su mano se cerró involuntariamente en un puño-. Si es así, ¿por qué me siento tan vacío?
* * *
-No comprendo porqué insistes en esto del trabajo –le dijo Leticia a Montalais en el aeropuerto, mientras ambas esperaban la salida del vuelo que tomaría la rubia.
Luisa bajó la vista. Las despedidas con su mejor amiga nunca eran cosa fácil, siempre la ponían triste.
-Serán unos cuantos días nada más –repuso, hablando muy bajito-. Leticia, créeme que detesto esto tanto como tú, pero si no lo hago...
-Sí, sí –la cortó la pelirroja-. Tendrías que depender de tu abuelo, y no quieres eso.
Montalais asintió con una sonrisa de disculpa.
Leticia miró hacia otro lado y suspiró nostálgicamente.
-Bueno, pues te echaré de menos.
-Oh, yo te echaré de menos mucho más, puedes creerlo –aseguró Montalais, luchando por contener las lágrimas que le estaban quemando los ojos.
Leticia fingió que no se daba cuenta, pero se apresuró a poner fin a la incómoda situación.
-Bueno, pues entonces márchate, querida, no quiero retrasarte. Nos veremos en unas semanas.
Montalais quiso abrazar a la pelirroja, pero sabía que a ella no le gustaban ese tipo de cosas, así que no lo hizo.
-Adiós, Leticia, ojalá que el tiempo vuele y podamos vernos muy pronto.
-Volará –afirmó Leticia, sonriendo falsamente-. Descuida, querida, será como... como un largo viaje en tren con un viejo apestoso al lado, será feo y desagradable, pero acabará cuando una menos lo espere.
-Suena como si de verdad hubieras tomado el tren alguna vez –se burló Montalais.
-Es que lo hice, hace muchos años. Tenía catorce. Ya te lo contaré cuando regreses.
En ese momento sonó la llamada para el avión de Montalais.
-Es tiempo –dijo la rubia.
Leticia asintió.
-Cuídate mucho y no olvides tener sexo por las noches, eso te mantendrá distraída.
Montalais soltó una carcajada.
-¿Tú tendrás sexo en mi ausencia? –preguntó.
-Sí, con toda seguridad. Soy una persona con necesidades, lo sabes.
Montalais meneó la cabeza.
-Una persona incorregible es lo que eres.
-Por supuesto que sí.
En ese momento anunciaron la última llamada para el vuelo de Luisa.
-Que te vaya bien, Montalais, regresa pronto, y no se te olvide llamar.
-Todas las noches –repuso la rubia, al tiempo que ella y su amiga se besaban en ambas mejillas, como hacen los franceses-. Adiós.
Y entonces Montalais se alejó caminando, y Leticia se quedó allí plantada por unos segundos, viéndola alejarse. Ya no lloraba en las despedidas, pero seguían doliéndole.

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