CAPÍTULO 2 - NOSTALGIA
Cada amanecer en la mansión Collalto era igual que un sueño hecho realidad: El color azul y dorado del cielo, el sol matutino filtrándose por las ventanas que se abrían a primera hora, la bella estructura blanca del edificio bañada por el primer chorro de luz del día, los pájaros trinando en los jardines teñidos de oro, la suave brisa agitando dulcemente los árboles y la superficie del agua de los estanques.
Despertar en aquel sitio, envuelta en un maravilloso edredón suizo sobre una cama tan suave como una nube, al lado de la ventana, resultaba maravilloso. El paisaje hacía que Luisa recordara su infancia, tres de cuyos años había pasado en España, en un viejo castillo de Barcelona. La chica tenía muy buenos recuerdos de aquella época, recuerdos de aire puro, de cielos azules y buenos amigos. Ese era el motivo por el cual prefería que la llamaran Luisa en vez de Lowise, aunque casi todos la llamaban Montalais.
La rubia se incorporó en la cama, con el edredón a la altura de los senos, estiró los brazos mientras bostezaba, y contempló el precioso panorama que el amanecer ofrecía a sus descansados ojos azules.
-Es todo tan lindo desde aquí -dijo en un susurro-. Ojalá así fuera mi vida, tan pura como los lagos y los jardines, tan apacible como la brisa de la mañana -la joven presionó un botón que tenía junto a la cama, y la ventana se abrió al instante, de modo que el viento le acarició el rostro, haciéndola suspirar.
En ese momento se abrió la puerta de la habitación, y entró Leticia, vestida con una blusa blanca de mangas largas, una falda negra y zapatos de tacón. Además iba peinada y perfumada.
-¿Pero es que te vas a quedar todo el día en la cama, querida? -preguntó la pelirroja, con una radiante sonrisa-. Venga, levántate y vamos a pasear, que cada minuto perdido es uno que jamás volverá.
Montalais rió la ocurrencia de su amiga, pero aquel comentario la llenó de nostalgia. Que cada minuto perdido era uno que jamás volvería era un pensamiento demasiado triste como para no perder hasta las ganas de respirar, y para Montalais, una chica que sólo era feliz al lado de su mejor amiga, esa idea resultaba tan fría y dolorosa como una herida de puñal.
-Vale -dijo, no obstante, la joven, y salió de la cama.
-¿Quieres tomar desayuno aquí o en la calle? -preguntó Leticia.
-¿Está tu padre en casa? -preguntó la rubia a su vez, a medio camino hacia el cuarto de baño.
-Sí -respondió Leticia-. Dice que se tomará unos días de descanso a partir de hoy.
-Entonces aquí -dijo Luisa. A Luisa no le agradaba mucho el padre de Leticia, pues éste solía ser muy frío con su amiga y jamás, sin importar las circunstancias, se ocupaba de ella, pero procuraba que la pelirroja tuviera oportunidades de estar con él, porque, aunque no lo dijera, lo quería mucho.
Montalais estuvo casi veinte minutos en el baño, pero Leticia aguardó pacientemente por ella, tumbada boca arriba sobre la cama. Acto seguido ambas chicas escogieron el atuendo de la rubia.
Ella quería utilizar un vestido azul de cuello alto y largo hasta las rodillas, pero Leticia pensó que con el azul de los ojos de Luisa ya era más que suficiente, y la convenció de ponerse un ajustado vestido rojo de escote bajo, sin mangas ni tirantes, cuya falda era más corta de lo que a la rubia le gustaba. Al vestido Leticia añadió una gargantilla dorada y zapatos del mismo color.
-¡Cielos, pareces una puta! -se carcajeó la pelirroja una vez hubo completado la sensual vestimenta de su amiga.
Montalais no estaba complacida. Tiraba de la falda hacia abajo y entonces el escote se le bajaba, y al subirlo nuevamente la falda también subía. La muchacha estaba mirando con enfado a Leticia.
-No me digas eso o me lo quitaré -la amenazó.
Leticia hizo un gesto desdeñoso.
-Por supuesto que no te lo quitarás, te ves preciosa. Venga, suéltate el pelo.
Montalais negó con la cabeza.
-Eso sí que no: Ya sabes que jamás lo suelto.
Leticia respondió con otra carcajada, pero no insistió al respecto. A Luisa no le gustaba soltarse el pelo, porque así se parecía mucho a su madre muerta, y eso la entristecía. Leticia no daba mucha importancia al tema, decía al respecto que los muertos muertos estaban y le parecía absurda la actitud de Montalais, pero la respetaba. La madre de la pelirroja no estaba muerta, pero ella no solía verla mucho, pues era embajadora de Francia en Korea del Sur.
-¿Qué haremos hoy? -preguntó Luisa, ya en el ascensor.
-Tenía planeado ir de compras -contestó Leticia.
Montalais la miró con extrañeza. No era que a ella no le gustara comprar, pero comprar era una actividad muy ordinaria en comparación a las que ellas desarrollaban habitualmente.
-De compras a Roma -dijo entonces la pelirroja, y guiñó un ojo.
Luisa se llevó la mano a la boca y soltó una risita de sorpresa.
-¡¿Estás hablando en serio, Leticia Collalto?.
-Yo siempre hablo en serio, mademoiselle du Montalais, ya debería saberlo. Le he pedido su avión privado a papá y milagrosamente ha dicho que sí. ¿Quieres ir a Italia o no?.
-¡Pues claro que quiero! -Montalais sonaba como una niñita pequeña, como era la costumbre-. ¿Me llevarás al Baticano?.
Leticia se carcajeó por la broma.
-Con estas faldas mataríamos a unos cuantos seminaristas, querida.
En eso se abrieron las puertas del ascensor y las chicas lo dejaron rápidamente atrás, para dirigirse al comedor principal de la mansión:
Los sirvientes de la familia solían llamar a aquel lugar el comedor verde, porque el señor había hecho colocar un enorme número de plantas reales por toda la estancia, con el fin de refrescar el sitio. También, por añadidura, habían dos fuentes con peces de colores situadas una a cada lado de la mesa circular lacada en negro donde se servía la comida, cuyos chorros eran de tres metros cada uno, los cuales salían de las bocas de dos preciosos tigres de mármol.
Ese comedor se utilizaba únicamente cuando el señor estaba en casa, y aún así no se hacía más que en el desayuno. Para el almuerzo y la cena habían otros dos comedores, llamados el comedor frío y el comedor silencioso.
Luisa y Leticia acababan de llegar al comedor verde y se estaban lavando las manos en una fuente chiquita cuyo chorro salía de la boca de una pantera lacada en negro.
-Yo nunca me cansaré de esta casa -comentó Luisa una vez ambas se hubieron sentado lado a lado en la mesa-. Es todo tan bello aquí, querida, tan mágico.
Leticia rió con indiferencia y agarró una fresa de un plato que había en medio de la mesa. Las fresas circundaban un gran tazón de helado que sería servido de postre.
-Mi papá es un maniático de la belleza, ya lo sabes.
-Y hablando de él, ¿dónde se ha metido? -preguntó entonces Montalais.
Leticia se encogió de hombros.
-En su habitación, seguro. Ya sabes cómo es de meticuloso con su aspecto.
Luisa asintió con la cabeza.
-Bueno, por lo menos no es un tiempo mal invertido, ¿no?... digo, tu papá es guapísimo.
Leticia le dirigió una mirada pícara.
-¿Qué, vas a seducirlo?.
Montalais se ruborizó.
-Oye, no bromees así, ya sabes que me da vergüenza.
Leticia se carcajeó mientras agarraba otra fresa.
En ese momento se abrieron nuevamente las puertas del comedor, y un criado anunció al señor.
-¡El conde de Collalto!
Tanto Luisa como Leticia se pusieron de pie para saludar al señor de la casa.
Esa mañana el conde lucía tan imponente como todos los días: Llevaba un fino traje de pantalón, camisa y chaqueta negra, y no llevaba corbata. Su barba sin bigote estaba, como siempre, pulcramente recortada, su pelo perfectamente peinado, y sus felinos ojos azules tan límpidos y profundos como cielo de primavera.
-Buenos días, Leticia, Montalais -saludó el hombre, deteniéndose antes de ocupar su asiento para esperar que ellas se sentaran primero. La voz del señor era dura, profunda y elegante, y sus modales eran impecables.
-Buenos días, monsieur le comte -dijeron ambas muchachas al tiempo que se sentaban.
César Collalto ocupó el lugar principal, y su penetrante mirada se hundió como una espada en los rostros de las jóvenes. Para todo el mundo era difícil sostener la mirada de aquel hombre, y ni Leticia ni Montalais eran una excepción.
-¿Crepas, señor? -ofreció un criado.
César negó con un gruñido de irritación. Solía enfadarse fácilmente cuando algún hombre, educado o no, se ponía solícito con él habiendo damas en la mesa.
-¿Crepas? -les ofreció entonces a las dos jóvenes, señalando con el dedo la bandeja que sostenía el mozo.
Éste enrojeció al tiempo que rodeaba velozmente la mesa y colocaba la bandeja ante Leticia y Luisa.
-Llévate eso -dijo la caprichosa Leticia-. Yo no quiero comer esa basura. Tráeme tostadas francesas y unas donas, y rápido.
-Sí, Mademoiselle.
-Espera -lo detuvo Luisa-. Yo sí quiero crepas.
-Claro, Mademoiselle -el hombre le sirvió y salió de la estancia.
-Me dice Leticia que ha decidido tomar unas vacaciones, conde. Me alegro por usted, le vendrán muy bien unos días libres -comentó Luisa una vez todos hubieron comenzado a comer. No le gustaba dirigirse al padre de su amiga, pero lo hacía cada vez que tenía oportunidad, porque él siempre se había portado del modo más correcto con ella.
César asintió con la cabeza, alzando la vista para mirar a los ojos a Montalais.
-Mi intención es alejarme de la vida pública por una semana o semana y media -dijo después, con aquella profunda y elegante voz suya-. Todos los asuntos relacionados con mi puesto me tienen francamente fatigado.
-Lo imagino -acordó Luisa.
-¿Y cuándo planeas dejarnos, padre? -preguntó entonces Leticia, mientras mordisqueaba una dona de chocolate.
-Éste mismo sábado -respondió César-. No deseo demorar mi salida mucho más tiempo.
Leticia hizo una mueca de disgusto.
-Esperaba que te quedaras conmigo un poco más de tiempo.
César la miró a los ojos.
-Estaré fuera semana y media, Leticia, pero mis vacaciones se prolongarán por tres semanas, de manera que la mitad del tiempo te lo dedicaré a ti y a Montalais.
La aludida rio nerviosamente. No le agradaba ni en lo más mínimo la idea de pasar un solo día con aquel hombre frío y calculador, pero desde luego tenía que disimularlo.
-Y por cierto ¿Cuándo empiezas de nuevo a trabajar, Montalais? -preguntó César, con voz seria.
-Éste sábado, señor. Trabajaré poco más de una semana y luego quedaré libre por otro periodo largo, como siempre.
-Espléndido -comentó César.
Leticia negó con la cabeza.
-A mí no me parece tan espléndido: Montalais y tú se irán durante más de una semana y yo no tendré nada que hacer, estaré aburrida todo ese tiempo.
-Busca una diversión -la aconsejó César-. Eres buena en ello.
A Montalais le chocó el comentario del hombre, pero no dijo nada.
Leticia frunció el ceño, molesta.
-Supongo que eso haré.
Ni Luisa ni el padre de la pelirroja hicieron ningún comentario al respecto.
-Bueno, ahora tendrán que disculparme las dos -dijo César unos cuantos minutos más tarde, habiendo acabado su frugal desayuno, al tiempo que se levantaba para marcharse.
Leticia se lo quedó mirando.
-¿Tienes algún asunto que atender?
-Nada de importancia: Tengo ganas de apostar un poco, así que voy al hipódromo.
-Ya veo. No estaré aquí cuando vuelvas, papá, Montalais y yo nos vamos de compras a Italia.
César asintió con la cabeza.
-Ya me habías informado. ¿Tomarás el avión?
Leticia asintió.
-Bien. En tal caso, queridas, nos veremos luego -dijo entonces el señor, y de ese modo se retiró de la estancia.
Leticia dejó el tenedor sobre el plato tan pronto su padre hubo salido, súbitamente desganada.
-Se me ha quitado el hambre. ¿Nos vamos ya, Montalais?.
La rubia no miró a su amiga, pero le acarició cariñosamente la mano.
-Déjame terminar esto y ya -dijo, y siguió comiendo en silencio.
Tras unos momentos más las dos muchachas se dirigieron en uno de los coches de la mansión hasta un pequeño aeropuerto no muy lejano, desde donde solía despegar el pequeño avión privado del señor de Collalto, que abordaron no mucho después para que las transportara hasta Roma.
Aquel día fue particularmente agitado para ambas chicas:
Visitaron monumentos, museos, varios castillos famosos y la mágica fuente donde según se dice los deseos se cumplen al arrojar una moneda. Allí, en la fuente, Leticia se burló de la leyenda y de la gente que la creía, pero Montalais decidió echar dos monedas en el agua, según dijo, sólo por diversión.
Con la primera moneda deseó que su amiga Leticia dejara de sentirse tan sola, y con la segunda pidió que el padre de Leticia le mostrara un poco de cariño a su hija.
-¡Vaya, dos deseos! -rió la pelirroja-. ¿Qué has pedido, querida ingenua?... espera, no me digas. ¿Quieres un guapísimo esposo italiano y un amante igualmente guapo para engañarlo, a que sí?
Montalais soltó una carcajada.
-Si te digo no se cumplirán -sentenció luego.
Leticia no insistió más, pero pasó la siguiente hora burlándose de su amiga por crédula.
Al llegar la tarde, Leticia convenció a su amiga para quedarse en un hotel hasta el día siguiente, y el día siguiente la pelirroja volvió a convencer a la rubia para quedarse hasta el siguiente.
-Pero tu padre se marcha mañana -observó Montalais al proponer Leticia la idea de quedarse en Roma hasta la noche del viernes. Estaban tumbadas sobre una de las camas que había en la habitación del hotel.
-¿Y qué? -repuso agriamente Leticia-. Si él no quiere verme no encuentro motivos para perseguirlo. Además tú también te vas mañana, tenemos que aprovechar el tiempo juntas.
-Tú y yo nos vemos todo el tiempo -replicó Montalais-. En cambio a tu padre no lo ves casi nunca.
Leticia frunció el ceño con disgusto.
-¿Quieres quedarte o no?.
-Ya sabes que sí, Leticia, pero tu padre...
-Al diablo mi padre. Ponte la ropa y vamos por un masaje, ¿quieres? -Leticia dio un brinco fuera de la cama, fingiendo una animación que realmente era cólera.
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