CAPÍTULO 11 - DECISIONES
Aquel fue un amanecer doloroso. César y Mesalina despertaron abrazados, henchidos sus pechos de amor del uno por la otra, deseosos de permanecer así por el resto de sus vidas.
Habían pasado dieciséis días desde la llegada de ambos a la isla. La semana y media que César había proyectado estar en EL BURDEL se había convertido, gracias a la intervención de Mesalina, en dos semanas, pero ya no podía prolongar más su estancia, de modo que la aventura había terminado.
El burdel había ganado enormes cantidades de dinero con César, y Ligia estaba profundamente satisfecha, tanto que había premiado espléndidamente a Mesalina, regalándole un deportivo dorado último modelo.
Desde aquella noche en que habían hecho el amor por primera vez, (Mesalina se refería a ella como nuestra noche), habían estado juntos las veinticuatro horas del día, charlando, paseando, yendo a fiestas y, como es obvio, haciéndose el amor. Habían descubierto que se querían, y la idea de que su idilio acabase tan pronto les hacía doler el corazón. Aquella mañana sería la última en la isla, y luego, a eso del mediodía, César se marcharía, dejando a Mesalina sola, deseosa de tenerlo nuevamente consigo.
Juntos habían decidido que, para no levantar sospechas, él regresaría primero a Francia, mientras que ella, que podía permanecer indefinidamente en la isla, lo haría tres días más tarde. No estaban muy seguros de cómo iban a afrontar el problema de Leticia, pero ya lo arreglarían cuando llegara el momento. Ahora, sin embargo, era tiempo de disfrutar sus últimas horas juntos.
Ambos estaban tendidos en la cama, abrazados, con el sol matinal entrando por la ventana. Se estaban besando con ternura, y ya habían hecho el amor tres veces.
-Te amo -dijo Mesalina.
Él, poco inclinado a expresarse con palabras, se echó sobre ella y volvió a hacerle el amor. Cuando terminaron volvieron a quedarse quietos y abrazados en la cama.
-¿César? -dijo entonces ella.
-Dime, pequeña.
-Te he dicho que te amo, y tú...
-Yo -la interrumpió él-. Yo te lo he demostrado, mi pequeña.
Sus masculinas manos le acariciaron las piernas.
-¿Qué soy yo para ti? -preguntó entonces ella-. Quiero decir, amor mío, ¿qué es lo que somos juntos? ¿qué somos el uno para el otro y ante los demás?
Él la acarició en la mejilla, contemplando con ternura sus hermosos ojos azules, y la besó en los labios.
-No lo sé -admitió entonces-. Pero si algo sé, princesa mía, es que quiero averiguarlo.
Ella sonrió y lo besó en el cuello y el pecho. Después, devolviendo el favor, se subió sobre él, montándolo, y lo hicieron una vez más. Con esta ya eran cinco veces, pero a ellos, que tanto se deseaban, les parecía como si fuera la primera.
-Te amo, César, te amo -gimió ella al momento del clímax, mientras se echaba sobre él, cubriéndolo de besos.
Se quedaron así abrazados, simplemente disfrutando de su mutuo contacto.
Pasaron las horas, y el momento de la partida llegó. Dadas las reglas del burdel, no pudieron despedirse públicamente, pero justo antes de marcharse, en la intimidad del dormitorio, César la había besado y tomado con una pasión que superaba todas las vanas muestras de afecto. Después se había ido, y ella, sola y entristecida, regresó a su alojamiento y comenzó a contar los minutos para poder marcharse también.
Los días se sucedieron con una lentitud angustiosa, tal y como si el mismísimo tiempo se empeñara en prolongar todo cuanto pudiera la ansiedad de Mesalina, aunque por fin, después de una larga espera, el momento llegó.
Mesalina hizo dos cosas antes de marcharse, La primera fue despedirse de todas las muchachas y sus amigos del servicio, y la segunda fue presentar su renuncia a Ligia. Ya no trabajaría más en el burdel, aún cuando eso tuviera como consecuencia su absoluta ruina.
-Sabía que lo harías -dijo Ligia una vez Mesalina le hubo dado la noticia-. Una de las reglas del burdel es que los clientes no se enamoren de las chicas, y así debe ser, es para vuestra protección. Sin embargo, querida, ¿qué puedo hacer cuando es una de vosotras quien cae a los pies de un señor?
Mesalina no supo qué responder. Estaba de pie ante Ligia, quien la miraba como un halcón desde detrás de su escritorio lacado en negro.
-Tus ojos y sus ojos se tocaban -añadió entonces la pelirroja, y exhaló un suspiro-. La culpa fue mía, no he debido entregarte a él. Es un hombre demasiado atractivo.
Mesalina bajó la vista.
-No tiene nada que ver con eso, señora. Él es... bueno, es especial.
-¿Lo amas? -preguntó entonces Ligia.
Mesalina asintió con la cabeza.
-¿Y él te ama a ti?
La rubia sonrió.
-Sólo él lo sabe, señora.
-Bueno, no soy quien para entrometerme, pequeña. La vida es extraña y maravillosa, y tú debes vivirla, con los riesgos que entraña. Pero en mi isla siempre habrá lugar para ti, ten eso presente.
-Gracias, Ligia. Es una gran amiga.
La pelirroja agitó la mano, como restando importancia a la cuestión.
-¿Qué se siente enamorarse, Luisa? -ya no la llamaba Mesalina, porque había dejado de serlo.
-¿Usted nunca...?
-Una vez -cortó Ligia-. Pero hace ya demasiado como para recordarlo.
Me había enamorado del hijo de un Conde, primo de mi padre, pero él era mucho mayor que yo y nunca tuve las agallas para acercármele. Después de él mis únicos amores han sido el dinero y mi libertad.
-Nunca es tarde para cambiar -observó Mesalina.
Ligia sonrió con indulgencia.
-Para ti no lo es, mi amor. Eres sólo una chiquilla que empieza a vivir, y tienes todo el derecho a hacerlo. Que te vaya bien, que seas feliz, y si alguna vez necesitas trabajar, VUELVE CONMIGO.
Mesalina se inclinó y estampó un beso en la mejilla de la pelirroja.
-Gracias.
El avión de Montalais partió a eso de las diez de la mañana. La joven se sentía inquieta, llena de angustia, de amor y deseo, llena de un cariño ciego hacia su amiga Leticia y de una pasión igual de inmensa por el padre de esta, su querido César. Tenía miedo, miedo de que todo aquel sueño no fuera más que polvo en el viento, de que sus esperanzas se fueran a pique del mismo modo en que lo habían estado haciendo los últimos veinte años.
Las nubes pasaban raudas ante la ventanilla del avión, y conforme se acortaba la distancia entre ella y sus seres amados una ansiedad dolorosa aparecía en su corazón, anudando su estómago y su garganta. No deseaba perder a César, ni deseaba perder a Leticia. ¿Cómo tenerlos a ambos? ¿por qué no se podía?... La vida se empeñaba en ser injusta con ella.
Enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar, aprovechando que nadie la miraba. Francia se acercaba, y con ella la hora de afrontar valientemente su destino. César y ella habían decidido ocultarle la verdad a Leticia, pero ella, que amaba a la pelirroja tanto como a sí misma, estaba determinada a no hacerlo, aún cuando aquello significara renunciar para siempre a su amistad.
-Ya te he engañado por demasiado tiempo, querida -dijo entre lágrimas-. Pero a partir de ahora seré sincera contigo, aún cuando eso equivalga a perderte, a perderlos a ambos.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top