CAPÍTULO 10 - PECADO
La cena fue estupenda. La atmósfera del sitio y sus platillos estaban a la altura de la realeza, y su conversación era amena e ininterrumpida.
Tanto Collalto como Mesalina habían descubierto que les gustaba la compañía del otro, y ahora que lo habían hecho se sentían muy cómodos juntos, libres de sus presiones y deberes y del mundo que aguardaba por ellos fuera de la isla.
Al acabar de cenar Mesalina, que era una gran amante del baile, invitó a su nuevo amigo a acompañarla en un par de piezas, y aunque al principio estaba renuente, él terminó por aceptar.
-Estoy acalorada –dijo Mesalina cuando terminaron la última pieza, con el rostro arrebolado, lo que indicaba que se estaba divirtiendo. Para ella estar con Collalto era como haber sido favorecida con vacaciones en el propio sitio donde trabajaba, lo cual era un gran alivio.
-¿Vamos a la terraza? –sugirió caballerosamente Collalto, y ofreció su brazo a la muchacha.
Abandonaron entonces la pista de baile y atravesaron una pequeña entrada con puertas de cristal, que estaba al fondo de la sala, cerca de algunas mesas, para luego salir a una hermosa terraza con vista al mar.
-¡Aaaah! ¡qué noche tan espléndida! –dijo Mesalina una vez estuvieron apoyados en la baranda, de pie, mirando hacia el mar. Las luces de los yates y las de varios establecimientos de la isla eran perfectamente visibles desde ahí. Mesalina respiró profundo y abrió ampliamente los brazos, como dando la bienvenida al aire fresco.
Collalto la contempló inexpresivamente, pero ella creyó notar un dejo de alegría en su mirada. Se preguntó si sería ella la causa de aquella súbita expresividad a medias que manifestaba el hombre o si sólo sería que estaba feliz por haber encontrado alguien con quien charlar y pasar el tiempo. Fuera como fuese, a Mesalina le gustaba estar con él. No era su padre, ni su novio, ni su cliente. Estaba comenzando a ser su amigo, eso le bastaba.
-Es una linda noche –dijo entonces él-. Bella en verdad. Observa la luna, Montalais.
Mesalina alzó la vista.
-¡Oh, sí! ¡qué grande! –una enorme y gorda luna la saludaba desde el cielo sobre su cabeza. Su luz caía como una cascada sobre la tierra y hacía ver claroscuro el mar, con unas tonalidades extrañas y maravillosas.
-A mi madre le encantaba mirar la luna –comentó entonces Collalto.
Mesalina le dirigió una mirada de sorpresa. Era incapaz de imaginarlo de niño.
Solíamos hacerlo siempre en los días de fiesta –siguió diciendo el hombre, su mirada perdida en la luna-. Mi padre ordenaba un enorme asado e invitaba a toda la familia cercana. Eran buenos tiempos.
Mesalina adoptó un tono más solemne.
-¿Cómo era su madre, señor?
Él no contestó en seguida.
-Se parecía a Leticia –dijo, sin embargo, unos momentos después-. Yo diría que eran casi idénticas, aunque claro, en su personalidad mi madre era abismalmente distinta.
Mi madre era buena, generosa con todos, una mujer hermosa y llena de bondad. Era la contraparte perfecta para mi padre, quien era frío, despiadado y desmesuradamente ambicioso. Ambos se amaban y se complementaban de un modo que sólo podía ser catalogado como prodigioso.
Se amaban tanto, Montalais, que incluso eligieron morir juntos.
Mesalina se quedó muy sorprendida, deseando que él se explicara.
-Mi madre murió en el hospital de Santa Bárbara de Leoncour, en una noche fría de Octubre. Mi padre y yo estuvimos junto a su lecho hasta el momento en que expiró.
La agonía comenzó a eso de las cinco de la tarde y la muerte se produjo a medianoche. En algún momento de la noche su agonía se interrumpió, y por un instante noté melancolía en su mirada. Nos miró a mi padre y a mí por largo rato, incapaz de hablar, y poco después murió.
Mi padre le cerró los ojos y se echó a llorar como un niño sobre su pecho. Toda la vida había jurado estar al lado de mi madre, y tres días más tarde cumplió su promesa, los empleados lo encontraron muerto en la cama, de un ataque al corazón. Mi madre había venido por él, y él había ido con gusto a su lado.
-¿Usted vivía entonces en casa de sus padres? –preguntó Mesalina.
-No, por entonces vivía en Italia. Hacía un año que había terminado mis estudios en Inglaterra, trabajaba como economista para el banco de Roma. Había vuelto a Francia con un permiso especial para atender a mi madre moribunda, y después del funeral había regresado a Italia. Mi padre murió en mi ausencia.
-Oh, qué triste –opinó Mesalina. Ambos estaban apoyados en la baranda del balcón, mirando en dirección al mar.
Collalto asintió distraídamente.
-Jamás me llevé muy bien con el viejo –dijo entonces, más para sí mismo que para Mesalina-. Siempre tuvimos una relación amistosa, pero nunca una de padre e hijo.
Supongo que en algún momento de nuestras vidas ambos alzamos una gran montaña entre los dos, una igual a la que hay entre Leticia y yo. Aún así, el viejo era un hombre bueno. Era frío y despiadado con sus enemigos, pero el más benévolo de los hombres con quienes le mostraban una sincera amistad.
Al morir me heredó todo lo que tenía, hasta sus pertenencias más insignificantes. Ni él ni mi madre llegaron a conocer a Leticia. Ella y mis padres son las tres únicas personas que en verdad he amado en el mundo, aunque sólo llegué a demostrárselo a mi madre.
Una lágrima solitaria rodó por el rostro del hombre y cayó sobre su puño, y a esta la siguió una segunda, que cayó por la baranda y se perdió en el vacío.
Mesalina contempló el rostro del hombre, muda de asombro, y supo que aquellas dos lágrimas tenían nombre, un dueño y una historia. Una era para Leticia, y la otra para su padre.
-Es curiosa la vida, ¿verdad? –dijo entonces, apartando la mirada del rostro de Collalto-. Si hace unos días alguien me hubiese dicho que estaría en esta situación con usted me habría reído en su cara.
El hombre asintió, inexpresivo.
-También yo lo creo –admitió.
Hubo una pausa de silencio, y dentro del restaurante, a sus espaldas, comenzó a sonar una canción familiar. Era It must have been love, uno de los temas centrales de la película Mujer Bonita. Mesalina la reconoció al instante, y al escuchar la letra sintió como si la melodiosa voz de la intérprete le contara su propia historia.
Ella, una prostituta de lujo, destinada a divertir a los ricos y poderosos. Él, un hombre de la nobleza, el padre de su más grande amiga. ¿Qué mala broma del destino había cruzado sus historias para convertirlas en una sola?
Mesalina tuvo que admitir que se sentía triste, como si todo cuanto estaba viviendo con éste hombre no fuera más que un idilio lejano, no lo suficientemente fuerte para trascender las fronteras de la isla de las rosas. Hasta ahora, ella nunca había sabido lo que era la atracción por un hombre, pero debía admitir, aunque contra su voluntad, que esto se parecía mucho a una.
Lo había visto reír y llorar por partes iguales, había sido depositaria de sus pensamientos, de su dolor y secretos, y había conocido más de él en un día de lo que lo había hecho en quince años.
-“César Collalto” –dijo Mesalina en sus pensamientos-. “¿Qué me has hecho para que me guste tanto estar a tu lado?... Y sin embargo, no lo estoy.”
Tan lejos, estando tan cerca. Tan unidos, estando tan separados. Tan iguales, siendo tan distintos. Nada ha cambiado. Mi vida sigue siendo la misma maraña de contradicciones y malogros de siempre. Esto no es más que una ilusión, el producto de una extraña fantasía que nunca debió volverse realidad.”
-¿Ocurre algo, Montalais? –preguntó él en aquel momento. Su mano descansó sobre la de la muchacha.
-No, señor –respondió ella, deshecha y fatigada por tantas decepciones-. Es sólo que... que... –Mesalina enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar.
Collalto se quedó a su lado, mirándola inexpresivamente, y en ningún momento trató de abrazarla o consolarla. Simplemente se quedó ahí, a su lado, con un brazo apoyado en su hombro, mirando la luna, dejando que ella llorara todas las lágrimas que necesitaba sacar de su corazón, flagelado por tanto dolor.
Lentamente, conforme avanzaba la velada, ambos fueron aplastados por el terrible peso de sus secretos, por la dolorosa carga de su vergüenza, y de algún modo, sin que ni siquiera ellos mismos pudieran advertirlo, comenzaron a desembarazarse de tanto sufrimiento, dejando espacio en sus corazones para cosas mejores, cosas nuevas.
Así terminó aquella noche, y a ella la siguió un nuevo día, en que César y Mesalina volvieron a estar juntos. A éste día le siguió otro, y otro, y otro, hasta que compartir cada jornada se volvió una necesidad para ambos.
Cierto día se anunció a todos los clientes que por la noche, a las diez en punto, un yate de lujo visitaría la isla para llevar a todos los interesados a un recorrido de una noche y un día, recorrido que sería amenizado con una suntuosa fiesta en la que se servirían platillos de todo el mundo.
Collalto había pagado el coste del viaje, y ahora era tiempo de partir.
Subieron juntos al barco y les fue asignado un camarote compartido, uno que más bien parecía una habitación de hotel. Un par de chicos del servicio acomodaron sus pertenencias.
Después de eso ambos se dirigieron a cubierta para la fiesta, que comenzaba a medianoche, y estuvieron charlando, bebiendo y bailando por largo rato.
A eso de la una de la mañana decidieron regresar al camarote para descansar un poco, o al menos alejarse del ruido que había en la fiesta.
Ordenaron bebidas y abrieron una puerta del camarote, que daba hacia una especie de balconcillo bastante acogedor, y fueron a instalarse de pie ante la baranda, mirando el mar. Los dos sostenían copas de vino en las manos.
-Qué bello barco –comentó Mesalina, su pelo rubio moviéndose lentamente a causa de la brisa marina-. Es la primera vez que viene a la isla.
-¿De veras? –preguntó Collalto.
-Sí, aunque no es de extrañar, Ligia siempre está buscando nuevas formas de complacer a sus clientes.
-Es una genio de la administración –comentó él-. Muy buena en verdad.
Mesalina experimentó una incómoda sensación, por algún motivo se sintió enfadada de repente, y sólo por el hecho de que Collalto hubiera cumplimentado a Ligia de aquella manera.
-Y es guapa, ¿no? –dijo entonces, casi sin proponérselo.
-Sí –respondió al punto el hombre-. Muy guapa.
La irritación de Mesalina subió como la espuma en un vaso de cerveza. Era extraño escucharlo hablar sobre otra chica que no fueran ella o Leticia. En los últimos días Mesalina había tenido la impresión de que sólo ellas dos existían para él, y ahora, en aquella conversación, estaba descubriendo su error.
-¿Montalais? –César la estaba mirando con curiosidad.
-Eh... ¿sí?
-¿Sucede algo? Te he hablado tres veces y tal parece que ni siquiera me has oído.
Ella ofreció una tímida sonrisa. Seguía enfadada, aunque también le divertía su propia estupidez. ¿Qué razón tenía para estar molesta con él?... Ninguna.
-No, no sucede nada. Disculpa.
Él asintió con la cabeza y siguió mirando el mar. Tal parecía que había decidido dejarla sola con sus pensamientos, lo cual ella lamentó en seguida.
-¿Ehm… ¿César?
-Dime.
-¿Te molestaría si te hago una pregunta personal?
-Ya sabes que no.
Mesalina guardó silencio por unos instantes, pero al final cobró valor.
-¿Por qué no funcionó lo tuyo con la madre de Leticia?... No... no tienes que responderme si no quieres.
Collalto se mantuvo impasible, tal y como si nisiquiera la hubiera escuchado, pero respondió a la pregunta.
-Por muchos motivos: La madre de Leticia era una chica malcriada cuya familia, que poseía campos petroleros, le había dado todo en la vida. Yo estaba demasiado comprometido con mi carrera, y ella odiaba demasiado el sistema. Tenía un buen puesto en la cancillería francesa, pero no veía su trabajo más que como un medio.
-Un medio para darse la gran vida, supongo –apuntó Mesalina.
César asintió con la cabeza.
-Aunque eso habría podido hacerlo sin necesidad de trabajar. Lo que en realidad quería era viajar, conocer gente, divertirse. No tenía la menor intención de asumir compromisos en la vida, ni con su trabajo ni con nada. Al principio habíamos decidido que jamás nos casaríamos, que tendríamos hijos, pero viviendo separados. Después, sin embargo, llegó Leticia, y ambos nos dimos cuenta que aún viviendo separados nuestra relación había ido un paso más allá, uno que ninguno de los dos había querido dar jamás.
-Suena como a que Leticia fue la responsable de arruinar la diversión –opinó Mesalina.
Él sonrió.
-Y así fue. Gabrielle y yo éramos dos jóvenes estúpidos y mimados. ¿Qué podíamos saber sobre hijos?... Pero pronto descubrimos que los hijos cambian todo. Llegamos a un punto en que permanecer con aquel estilo de vida resultaba insostenible, y decidimos cortar por lo sano. Dejamos de vernos, y juntos decidimos que Leticia se quedaría conmigo, pues ella así lo quiso.
Poco después Gabrielle se mudó a Mónaco, su tierra natal, para trabajar como relacionista internacional del príncipe Alberto. Supe que tuvo una aventura con él. Unos años más tarde fue llamada de vuelta por la cancillería francesa, y enviada como embajadora a Korea del Sur. La he visto unas diez veces desde entonces. Seguimos siendo amigos.
-Qué mujer tan sorprendente –opinó Mesalina-. Leticia me ha hablado muy poco sobre ella, y jamás en estos términos. Creo recordarla, aunque fue hace tanto... tenía el cabello cobrizo y los ojos verdes, aunque lo más bello que tenía eran sus piernas. ¡Qué piernas tenía! Yo sólo puedo soñar con unas así.
Collalto rio ruidosamente. Mesalina rió también, y se ruborizó.
-¿Y qué hay de ti, Montalais? –preguntó entonces él-. Sé que has tenido varios novios. ¿Por qué jamás has llegado muy lejos con ninguno?
Ella se echó a reír.
-Soy mala electora –reconoció-. No he estado más que con patanes. El más serio que tuve fue un israelí que Leticia y yo conocimos en Praga. Estuve un año con él, hasta que me engañó.
Mamá solía decir que no estaba hecha para el amor. Decía: “Lowise, no sirves para el amor. Le gustas a los chicos, pero jamás podrás encontrar uno sólo que te guste a ti.”
-Qué curioso –contestó César-. Mi ama de llaves decía todo lo contrario. Decía: “Leticia, serás un problema. Te gustan demasiado los chicos, y a ellos les gustas demasiado tú.”
-¡Y era verdad! –rió Mesalina-. Es una pilla esa Leticia –se quedó seria súbitamente, como meditabunda-. Ay, cómo la quiero. Cómo quiero a mi Leticia.
César fijó sus penetrantes ojos azules sobre los suyos, y aunque los dos pensaron lo mismo al mismo tiempo, fue ella quien lo dejó salir.
-No sé qué opinará de esto cuando lo sepa.
-¿De esto? –repitió César.
-De esto, de nuestra amistad.
-Qué más da lo que opine –repuso él-. Tendrá que acostumbrarse, y si no lo hace... bueno, yo siempre puedo hacerme a un lado.
-¿Qué?
-No voy a inmiscuirme en vuestra relación, Montalais –sentenció entonces él.
Mesalina experimentó una terrible sensación de pérdida.
-No me vengas con eso ahora, César. Eres el único amigo que he tenido fuera de Leticia, y aunque ella es irremplazable, tú te has convertido en alguien muy importante para mí también. Soy la amiga de los Collalto, la sombra de los Collalto, la chica de los Collalto.
Él la miró y rio con ella.
-¿Qué nos espera después de esto, Montalais? –preguntó entonces-. No nos quedan más que un par de días, y luego tendremos que volver a la realidad.
Era la primera vez que él le mostraba sus preocupaciones así, de aquel modo tan íntimo, y ella sintió que eso era algo que ahora les pertenecía a los dos por igual, junto con la confianza para compartirlo.
-No lo sé –admitió entonces-. Hay mucho que resolver. Supongo que lo mejor será fingir un tiempo antes de volver a ser tan cercanos.
César asintió y dirigió la vista al mar.
-Sí, supongo que sí –acordó entonces.
Mesalina bajó la vista, y vio cómo la mano de César encontraba la suya. Su corazón, presa de una terrible ansiedad, se desbocaba dentro de su pecho.
-Voy a extrañar estos momentos –admitió entonces-. Quizá más de lo que creo.
Él se volvió para mirarla.
-También yo -respondió.
Mesalina alzó la vista, y ambos se miraron a los ojos. La luz de la luna bañaba sus cuerpos como una inmensa cascada de plata.
Sus ojos hablaron por ellos, y lentamente, como siguiendo el ritmo de un ritual, sus labios se acercaron, para unirse luego en un beso que a los dos les supo al sabor de la pasión.
Él pasó sus brazos en torno a la pequeña cintura de la muchacha, atrayéndola hacia su cuerpo, y ella, sumisa, le rodeó el cuello con los brazos, y sus manos acariciaron su poderosa espalda con movimientos expertos.
-César, esto no... no debemos hacerlo –susurró ella después de un momento, separando sólo ligeramente sus labios de los suyos.
Él no contestó. Tomó su pequeña boca con la suya e inundó su cuerpo, comenzando por sus labios, de pasión. La joven exhaló un corto suspiro, y accedió gustosa al beso, dejándose arrastrar por sus sentidos. ¿Qué importaba el mañana? ¿qué importaba el mundo? ¿de qué servía ahora preocuparse por lo que no tenía solución?
Las manos de él bajaron por su espalda, empujando al mismo tiempo sus caderas hacia adelante. Ella no hizo nada por impedirlo. Entonces, sin que él dejara de tocarla, ella se separó un poco, lo miró a los ojos y deslizó sus manos por su pecho. Inmediatamente desabrochó los botones del saco, y él contribuyó a quitárselo, dejándolo caer al suelo.
Las inquietas y expertas manos de la chica desataron entonces su corbata, y con movimientos lentos y sutiles fueron desabrochando su camisa botón por botón. Cuando hubo estado abierta él se la quitó y la arrojó al suelo.
Mesalina se inclinó hacia el frente y acarició cada músculo de su fornido pecho con la lengua, pero él la tomó suavemente por la barbilla, la hizo levantar la cabeza y la besó con ternura. Al mismo tiempo su otra mano encontró los botones de su blusa, y los desabrochó rápidamente, para luego despojarla de la prenda con movimientos salvajes y masculinos.
Ella vestía ahora un sostén rojo y una minifalda azul. Él buscó el cinturón que ceñía la minifalda, lo desató y desabrochó el pequeño botón. La diminuta prenda cayó al suelo, revelando un cuerpo escultural, cubierto sólo por unas pequeñas bragas negras, que no eran más que un mero triángulo invertido ante el sexo de la joven.
Entonces, con aquellas manos pequeñas pero muy expertas, y siempre mirándolo a los ojos, ella le desató el cinturón y los pantalones, y tiró de ellos hacia abajo para dejarlos caer. Él acabó de desembarazarse de ellos, luego se plantó ante ella como un hermoso gladiador romano.
Volvieron a abrazarse, a besarse y a tocarse con pasión, entre suspiros cortos y excitados. Ella comenzó a besar apasionadamente el cuello de César, bajó hasta su pecho, siguió bajando hasta llegar a su abdomen, y una vez allí, se arrodilló, exhaló un suspiro de deseo, acarició las musculosas piernas de César, besó sus muslos y sus ingles, y por fin, lista para comenzar el acto, lo poseyó con la boca.
Al principio lo hacía lentamente, con suavidad, como si fuera una chica demasiado tímida para aquellas acciones, pero luego, como una gata salvaje, comenzó a hacerlo con mayor destreza. Un gruñido del hombre le indicó que iba bien. César le acariciaba el pelo con dulzura y susurraba palabras dulces, elogiando su belleza.
Cuando creyó que ya era el momento, Mesalina se puso de pie nuevamente. Comenzó a sonreír de modo sensual y a besar apasionadamente el cuello del hombre.
Él, extasiado por su belleza, le desató el sostén por detrás y lo tiró al suelo. Sus labios encontraron entonces los perfectos pechos, y esta vez fue Mesalina quien, con un suspiro, le indicó que iba bien.
-Nos detendremos si quieres –ofreció el hombre tras unos instantes, en un susurro, pero su rostro se hallaba entre los pechos de la rubia.
-No quiero –repuso la joven, y se dejó tumbar en el suelo con suavidad.
Él la besó en los labios, su boca describió la línea de su cuello y de sus pechos, y luego, sin aviso alguno, le apartó suavemente las bragas, y la tomó con aquella boca fresca y dulce.
Ella sacudió las caderas, enredó sus piernas en torno a los hombros de él, se llevó las manos a la boca, y gritó.
Aquello lo hizo reír, y ella, avergonzada, rio a su vez. Entonces, con la mayor delicadeza, César la besó en las mejillas, le acarició el pelo, y lentamente, con infinita delicadeza, se hundió en ella.
-“Dios mío, está pasando...” –atinó a pensar Mesalina, y por un momento sintió miedo, miedo de perderlo todo. Sin embargo, siguió adelante, porque lo necesitaba demasiado, no había sabido cuánto hasta que todo había empezado.
Sus caderas se movían diestramente ante cada furiosa acometida del hombre, mientras los gemidos de ambos llenaban el aire nocturno. La forma de hacer el amor de Collalto le resultaba deliciosa a Mesalina, una de las mejores experiencias de su vida, y no sólo se reducía a lo físico, iba mucho más allá.
-Esto es mágico –susurró, los ojos cerrados, los sentidos llenos del soplo del viento, el murmullo del mar, el calor de la noche, la luz de la luna, y el perfume de César, eso por encima de todo.
-No, tú eres mágica –contestó él, mientras la poseía con ardor.
De los ojos de la joven brotaron lágrimas, que eran dulces y amargas a partes iguales, lágrimas de alegría, de tristeza y de miedo.
Él le besó las lágrimas, y sus caricias la confortaron.
-Eres una gran chica –dijo-. No debes dudarlo nunca.
El clímax llegó para ambos al mismo tiempo, con los ojos de Mesalina llenos de lágrimas. Ella permitió que la semilla la llenara por dentro, deseaba que aquellos momentos no terminaran jamás.
-Ha sido lo más lindo que he hecho en mi vida –comentó ella poco después, mientras ambos yacían en el suelo, acariciándose y besándose con ternura. Mesalina lloraba en silencio-. ¿Por qué entonces me siento tan sucia?
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