Capítulo 33: Nada está a salvo

     En un pequeño pueblo de Inglaterra llamado Cokeworth el día amaneció con unas nubes oscuras que anunciaban lluvia. La oscuridad del día se mezclaba con el humo que salía de las grandes chimeneas de la fábrica que se encontraba a las afueras del pueblo, una fábrica que había sido el sustento de muchas familias, pero que ahora se encontraba en horas bajas.

     El señor y la señora Evans se despertaron cuando unos rayos de luz entraron en su dormitorio. El señor Evans miró el despertador. Eran las ocho menos cuarto. Sonrió para sí. El domingo era su día libre. A su lado, su mujer se desperezó entre las sábanas.

     —¿Qué hora es?—preguntó, somnolienta.

     —Las ocho menos cuarto, querida.—contestó su esposo.

     Los dos cónyuges se levantaron de la cama, y la señora Evans fue a tomarse una ducha mientras su marido se abrochaba una bata encima del pijama y bajaba a la cocina a preparar el desayuno. Cuando su esposa entró en la cocina, el olor a tostadas, bacon y café recién hecho embriagaba la estancia.

     La mañana resultó tener mucho ajetreo para el matrimonio Evans. La señora Evans se dedicó a cocinar un menú muy elaborado, compuesto de un arroz con mejillones y unos medallones de ternera con guarnición de vegetales y salsa bearnesa. Para el postre realizó un pudin de manzana y pera.

     A la una de la tarde picaron al timbre. El señor Evans se dirigió a abrir la puerta, y se encontró con su hija Petunia. Ninguno de los dos se sorprendieron al verse, lo que dio a entender que la visita estaba prevista. El señor Evans sonrió cariñosamente a su hija mayor.

     —Hola, hija.—saludó.

—Hola, padre.—devolvió ella el saludo.

     Ambos se abrazaron por un corto periodo de tiempo, y cuando se separaron, el señor Evans se apartó para que Petunia pudiese entrar en la casa, y pasaron al comedor.

     Los años habían pasado también por Petunia. Ya no era aquella niña que jugaba con Lily en el parque. Se había convertido en una mujer adulta, que con diecinueve años se había mudado hacía seis meses a la capital, Londres, para realizar un curso de mecanografía. El pelo rubio, que antaño lo llevaba recogido en una coleta, estaba ahora cardado.

     Petunia recorrió la habitación con sus ojos claros, muy distintos a los de su hermana menor.

     —Veo que todo está igual que cuando me marché.—comentó.

     —No ha sido hace tanto tiempo, cariño.—respondió su madre, entrando en el salón.

     —Mamá.—la saludó ella con voz temblorosa.

     Las dos mujeres se acercaron una a la otra despacio. La señora Evans examinaba el aspecto de su hija.

     —Parece que no te va mal en Londres.—dijo. Luego sonrió a su hija, que a su vez se la devolvió, y madre e hija se fundieron en un amoroso abrazo.

     Cuando se separaron, las dos mujeres tenían lágrimas en los ojos.

     —Vamos a comer.—intervino el señor Evans, para distraer la atención.

     La señora Evans se secó las lágrimas con la manga de la blusa, y asintió.

     —Esto tiene una pinta increíble, mamá.—comentó Petunia, halagadoramente.

     —Gracias, hija.-contestó ella.—Espero que te guste.

     Una vez que todos estuvieron servidos, se sentaron a comer.

     —Y dime, hija,—dijo el señor Evans, limpiándose los labios con una servilleta—¿qué tal el curso de mecanografía?

     Petunia sonrió.

     —Muy bien, padre.—respondió.—Tengo una entrevista en una semana para una empresa de taladros.

     El señor Evans sonrió. La comida transcurrió entre preguntas y respuestas de manera muy agradable. Petunia explicó cómo era la vida en la gran ciudad, con sus constantes idas y venidas de gente, la hora punta del metro, y los preciosos monumentos que convivían con los edificios modernos de los barrios.

     Aunque Petunia relataba con alegría su vida allí, nada más lejos de la realidad. Se había sentido sola desde su llegada a Londres, se encontraba feliz cada vez que podía escaparse un domingo a casa de sus padres. Lo hacía siempre que no fuera verano. Había tomado esa decisión para no encontrarse con su hermana, cosa que entristecía a sus padres, porque nunca podían disfrutar de las dos hijas a la vez.

     Pero Petunia no soportaba estar cerca de su hermana. En su interior siempre se libraba una batalla encarnizada. Por un lado, echaba de menos a su hermana, aquella con la que había vivido muy buenos momentos de niñas, hasta que Lily empezó a mostrar aquellos rasgos tan extraños. Posteriormente habían conocido a aquel infeliz, y un extraño vestido con una túnica morada se había presentado en su casa. Les había explicado que las cosas que hacía Lily se debía a que poseía habilidades mágicas, y que había sido admitida en una escuela de magia llamada Hogwarts.

     Desde ese momento, Petunia había empezado a sentir envidia de su hermana, pues sus padres comenzaron a estar más pendientes de Lily y siempre hablaban orgullosos de ella. Ese sentimiento se hizo todavía mayor cuando el director de aquella escuela le había respondido a una carta rechazando su petición para poder asistir ella también, y Petunia se molestó más aún cuando se enteró que Lily y su raro amigo habían leído su correspondencia.

     Aquel día, la relación entre las dos hermanas se había deteriorado mucho, haciéndose prácticamente inexistente. Petunia no dejaba de escuchar en su casa lo especial que era Lily, y siempre que estaban juntas, se lo recriminaba llamándola fenómeno o bicho raro. Ella sabía que eso afectaba a su hermana, pero era un impulso que no podía reprimir.

     Por eso, había dejado de acudir el primero de septiembre de cada año a despedir a su hermana. Para ella eso representaba un recordatorio de aquello que no iba a poder llegar a ser. Sus padres habían aceptado con pesar la situación, y por eso, no hacían ningún intento para que las dos hermanas se encontrasen.

     Tras la comida, los señores Evans y Petunia pasaron al salón. La señora Evans sirvió té con pastas, y el señor Evans encendió el televisor. Apareció el presentador del noticiario.

     —Qué extraño.—musitó el señor Evans, mirando su reloj. Eran las tres de la tarde.—: A esta hora ya no suele haber noticias.

     —Interrumpimos la programación prevista debido a una noticia de última hora.—decía el presentador.—Han aparecido los cadáveres de tres personas, todavía sin identificar, flotando en el río Támesis cerca del puente de la Torre, en la capital.

     Mientras decía esto, aparecían imágenes en el televisor de los equipos de rescate sacando del agua los cadáveres.

     —Habrá que esperar a la autopsia para conocer más datos de la muerte, sin embargo, fuentes de la policía aseguran que la hipótesis del asesinato no puede ser descartada.—continuó el presentador.—Los investigadores se muestran extrañados ante un hallazgo.

     Las imágenes mostraron un antebrazo de una de las personas encontradas. La señora Evans se llevó las manos a la cara, horrorizada. El señor Evans soltó una exclamación de asombro, y Petunia abrió mucho los ojos, tapándose la boca con una mano, de tal manera que sus dientes de caballo se entreveían entre sus dedos. En el antebrazo de aquella persona se podía leer una palabra: muggle.

     Pero lo escalofriante de ello no era la palabra, sino cómo se había realizado. No parecía estar hecho con tinta como si fuera un tatuaje, sino que daba la impresión de que se había realizado con una especie de bisturí, pues la palabra estaba escrita mediante cortes en la piel. Petunia se levantó y salió muy aprisa del salón, desoyendo la llamada de preocupación de sus padres, y se dirigió escaleras arriba, a su antigua habitación.

     Aquella imagen había hecho revivir un recuerdo, tan vívido ahora como si estuviera ocurriendo en la actualidad. Petunia ya había escuchado esa palabra una vez cuando era niña, el día que habían conocido al hijo de los Snape.

     «A ti no tengo por qué espiarte. Tú eres muggle.», había dicho el niño cuando Petunia le había recriminado que las estaba espiando. Petunia no había comprendido lo qué significaba, pero intuyó que era algo insultante. Fue solamente cuando Lily empezó en aquel colegio que Petunia había entendido el significado.

     La rabia y el enfado concurrieron en la hija mayor del matrimonio Evans. Siempre había sabido que aquella gente tan rara iba a traer problemas al mundo normal. Se echó sobre su cama, llorando amargamente, y ni siquiera oyó que sus padres la llamaban porque había llegado una carta de Lily.

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   ¡Hola de nuevo! Un capítulo totalmente novedoso respecto a lo que es habitual en el relato. ¿Qué os ha parecido? Dejadme en los comentarios vuestras opiniones, si os ha gustado o no, y qué esperáis que suceda a partir de ahora.

   Como siempre, ¡os leo!

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