I - Bienvenida
Cuando tenía cuatro años mi mamá me alzó en brazos para recibir a mi padre. Sentí la sangre caliente que manchaba sus dedos. Era mi marca. Mi futuro.
|
No puedo más.
El cursor no deja de parpadear. La página está en blanco. He escrito el principio de trece historias y ninguna termina de convencerme. Personas que comen personas. Hombres que se creen dioses. Criaturas extrañas. Muertos que no mueren. Parásitos escondidos en las cabezas. Quimeras...
Todo me parece una mierda. Estoy enloqueciendo.
Él no estará contento. Se lo he prometido. Le he dicho que para fin de mes tendría algo digno. Algo que por fin volvería a llamar la atención de los ojos curiosos. No puedo fallarle. No de nuevo. Ya no hay más oportunidades. Ya no hay más tiempo. Este es mi último intento.
Comienzo. Y no está mal. Las primeras palabras suelen funcionar. He aprendido el arte del encantamiento. Sé empezar los fuegos. Sé atraer al lector. Sé cebar a los gusanos. Sé atravesar el cuerpo de este sin matarlo: hay que clavar el anzuelo debajo de la cabeza para que siga moviéndose.
Todo para tenerte aquí.
Paciencia, he tenido mucha paciencia. Él me lo ha enseñado. A hacer pausas. Aguantar a que vengan los ojos curiosos. Pero esperar demasiado, a veces, significa el olvido.
Y el olvido tiene que ser la peor de todas las desdichas.
Sigues conmigo. Estás leyendo el principio de mi fin. Tal vez tú también puedas verlas, a las miles de imágenes que se repiten en mi cabeza, esas que no me sueltan hasta que las pongo frente a los ojos curiosos.
Por ahora creo que puedes escucharlo. Ese sonido de las teclas mientras pretendo arrancarme esas escenas de las entrañas.
Tac. Tac. Tac. Tac. Tac.
Y no puedes mentirme. Reconoces bien el sonido. Reconoces bien la sensación, aquella de perderte entre las historias que sueles crear.
Porque tú también escribes.
Por eso estás aquí.
Y reconoces la penumbra del silencio. Lo tenebrosas que son las esperas largas. Quiero dejarte en un pequeño suspenso para que lo sientas mejor. Déjame describirlo. Acomódate. Estírate un poco. Relaja tu cuello. Muévelo delicadamente. Cierra los ojos un momento. Descánsalos. Dale la bienvenida a este momento bizarro. Deja que suba la incomodidad hasta tus párpados. No te muevas por un momento. Respira y luego deja de hacerlo. Que tú eres libre y Él no vendrá por ti.
Vuelvo. Sé cuando han visto el anzuelo. Cuando han creído en el hombre que se vuelve un insecto gigante y, después de un par de páginas, le tienen compasión. Y están ahí con él mientras la manzana que le han incrustado en la espalda lo pudre, y se imaginan que en la parte baja de su espalda cabe una de ellas y se imaginan que su carne también se ennegrece.
Y estás ahí con él mientras agoniza en silencio, y tú sientes algo dentro de tu pecho.
Y te vuelves insecto. Y te pudres. Y agonizas.
Fascinante.
Vuelvo. Sé cuando han mordido el anzuelo. Sé cuando te has perforado el paladar. Sé cuando el sentir de las letras del escritor se propaga al lector. Es bello perderse entre símbolos que podrían no tener sentido, como ese momento en que los ojos miran confundidos a las letras y las repasan una y otra vez. Repiten las escenas, regresan un par de palabras atrás, un par de párrafos atrás, un par de páginas atrás. Desesperadamente ambos violentan el agua. Curioso ruido. Y duele. Duele bastante. Porque recuerda, has venido al gusano porque tú solo querías comer. Ahora estás prendiendo de un metal y te matas un poco cuando intentas escapar. Ambos estamos a la merced de Él.
Quizás en esta trama decida liberarte, transformarte, extinguirte. No lo sabremos hasta que lo leamos.
Esa opresión en el pecho no es nuestra. Nos la han sembrado.
Estoy perdido, cansado y saboreando el fin de todas las cosas.
¿Qué hago ante Él que amenaza con quitarme todo? ¿Qué hago ahora que mis manos no pueden crear? ¿Qué hago ahora que he dejado de ser el dios de mis propias historias?
No sé cómo continuarlas. Repaso el sonido de las teclas mientras las voy creando. Me parecen vacías. Me parecen insulsas. Baratas. Míseras. Los ojos curiosos cada vez piden cosas mejores, cosas más brillantes, cosas más admirables. No les he correspondido. Estoy en deuda.
Pero mis manos ya no pueden crear más. Están fatigadas. Y Él. Todo es culpa de Él. Caí en la trampa, si tan solo hubiera hecho caso a mi intuición no estaría aquí en este cuarto. Pero la promesa de ser leído era tan maravillosa. Los números aumentaban. Los ojos curiosos se quedaban. Pensaba que lo estaba haciendo bien. Sí. Era eso. El bucle de los maravillosos inicios. Y luego nada.
El pez torturado se convierte en arena, se deforma entre mis dedos. Y la caña de pescar, y la canoa, y el agua, y el cielo, y las estrellas. Todo se vuelve arena. Incluso yo, poco a poco, me voy fundiendo en ella.
Las imágenes se vuelven confusas. Inenarrables. El fuego desaparece. No queda nada de él. Hace frío.
Pero el ruido de la cabeza permanece.
Sigues aquí.
A partir de la novena página Él viene a ver. Y no necesita decir nada para saber lo mal que estoy. Incluso los ojos curiosos que todavía vienen a ver, lo saben. No quiero sus palabras falsas, sus palabras llenas de lástima, entiendo los guiños, entiendo mis faltas, entiendo que es mi culpa. Los números han bajado, seguirán haciéndolo. Estoy dejando de existir y pronto no seré nada.
Por eso hay que quemar el universo. Empezar de cero.
El cursor no deja de parpadear. La página está en blanco. He escrito de amores, sangre, traiciones y guerras; he escrito para el público, he escrito para mí, estoy escribiendo para ti... ¿Por qué no funciona?
¿En qué momento me he equivocado? ¿Por qué no se detiene el ruido de la cabeza? ¿Qué he hecho mal?
No creo que deba decírtelo, pero yo no tengo miedo a morir, tengo miedo a dejar de crear. Ese es el fin que me aterra. Ese es mi fin de todas las cosas.
El cursor no deja de parpadear. La página está en blanco. Mi cabeza va entre una y otra quimera.
Pero aún me queda una idea. Así que por favor, quédate.
No dejaré que te haga daño Él. No lo permitiré. Voy a contarte la verdad. Tienes que saberla. No mereces seguir en la penumbra.
Primero, primero la historia. Sí.
Cuando tenía cuatro años mi mamá me alzó en brazos para recibir a mi padre. Sentí la sangre caliente que desprendían sus dedos. Era mi marca. Mi futuro. Mis pequeñas manos sostenían la oreja del toro que estaba en la arena de la plaza. La sangre le supuraba por todo el cuerpo a la criatura. Aún estaba viva, jadeaba débilmente ante la lluvia de pétalos rojos. Yo, como la criatura, no podía moverme. Ninguno de los dos estábamos muertos en ese momento y los dos deseábamos tanto estarlo.
Merezco todo el odio del mundo. Yo mato toros.
Sí. Escribiré.
Una última vez.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top