8

Terry, Amarillo y yo seguíamos siendo el mismo trío, pero ahora un poco más raro. Ahora en vez de ser Chewbacca yo era Han Solo. Y como Han Solo, de mente brillante y audaz, estaba seguro de que Terry sabía lo del beso: se le notaban las ganas de joderme. Después de dos días se le empezaban a salir por cada poro.

Amarillo y yo, por nuestra parte, no dijimos ni una sola palabra al respecto. Es más, tratamos de evitarlo lo más que pudimos y seguir los planes que habíamos hecho como si nada hubiese sucedido. Ese día en particular tocaba pintura, y antes de que terminase de despertarme, Terry y Amarillo ya estaban en mi cocina, hablando con mi mamá, desayunando como si fuese su casa.

—¡Tienen que venir más seguido! —dijo mi mamá, sin saber que apenas si hacían días que habían estado ahí y que Terry le había vomitado las plantas.

—Lo haremos señora N —aseguró Terry—. Estaremos aquí muuuuy seguid- ¡Auch! ¡Amarillo!

La conversación terminó después de eso, en parte porque Terry ya no pudo hablar por el golpe que Amarillo le dio en el esternón y en parte porque yo me apuré a subirlos a mi pieza. No quería que mi mamá hiciese preguntas que no iba a poder contestar.

No a las nueve de la mañana.

Lijamos las cuatro paredes y pintamos dos. Terry había agotado toda su selección de chistes malos y provocaciones para sacar a relucir el tema del beso cuando optó (derrotado) por bajar a la cocina a traer un poco de limonada. Eso fue lo que dijo, pero en el fondo sé que quería dejarnos solos. Me dije a mí mismo que cuando volviese iba a darle una patada.

Estaba sentado en el piso, limpiándome las manos de los restos de yeso cuando Amarillo volteó hacia mí.

—¿Qué te parece mi caligrafía? —dijo.

Había escrito un gigantesco "Amarillo" con la pintura en una de las paredes desnudas. Yo fruncí el ceño.

—Ay, no pongas esa cara —reprochó—. Igual se va a pintar encima con el mismo color.

—No creo que quiera —le dije sin pensarlo dos veces. Amarillo volteó el rostro.

No volvimos a hablar de eso.











Nuestra energía se agotó en poco tiempo y nos rendimos a continuar la pintura otro día. Tras almorzar lasaña (sí, mi mamá les hizo lasaña. Siempre había para otros, nunca para Samuel) decidimos que pasaríamos la tarde en casa de los Cortez. Vinos películas de terror y comimos regaliz y chocolate hasta que anocheció. Incluso Azul, quien nunca salía de su habitación, se sentó con nosotros. No fue tan desagradable hablar con ella (lo poco que hablamos, digo. La mayor parte del tiempo se pasó riendo con el teléfono).

Al final de la noche, los Cortez me invitaron dormir en su casa (en la sala, con Terry. Palabras textuales del señor Franco Cortez) y yo acepté. Amarillo, terca, se negó a ir a su cuarto a pesar de lo que podrían decir sus papás, y se atrincheró en uno de los gigantescos sofás de terciopelo.

—Dormiré con T.J. porque amo a mi hermano —argumentó, arrastrando una enorme colcha tejida.

—Sí claro —dijo Terry, lanzándose palomitas a la boca sin cuidado—. Todo porque quieres estar junto a Samu- ¡Auch! ¡Amarillo! ¡Algún día tienen que hablar de que se gustan y de que se besaron!

Tuve que saltar del sofá porque Amarillo empezó a estrangular a Terry con todas las intenciones de mandarlo al cielo. Les juro que esa familia era como la de Los Simpsons.

Al final tuve que sacar a Amarillo al patio para que se tranquilizase, mientras Terry reía histéricamente en la sala y le gritaba a Azul que bajase, porque "le tenía que contar algo". Nunca vi a Amarillo tan molesta, lo que me hizo preguntarme: ¿Quizá no le agradó el beso?

—Lo siento —dijo Amarillo cuando estuvimos en el patio, con la compostura visiblemente recobrada—. Es que T.J... ¡Ugh! ¡Me pone los nervios de punta!

—Hey, hey, tranquila —dije yo, tomándola por los hombros para impedir que volviese a entrar a la casa a golpear a Terry con una paila o algo—. Está bien. Disculpame si te molestó. Digo, lo del beso. No era mi intención. Fue un impulso.

—No, no es eso. No me molestó —aseguró ella—.  Es... Simplemente... Pensé que lo hiciste para que me calle. Sólo por eso.

Me doblé de risa, tanto que cuando me di cuenta me estaba agarrando el estómago y respirando con dificultad. Amarillo Cortez de verdad era una demente.

—Estás loca —dije, limpiandome las lagrimitas de los ojos.

—¿Eso significa que crees que soy linda?

—¿Qué? —reí.

—Dijiste que las chicas lindas están locas.

—Me retracto, estás psicótica.

Amarillo sonrió.

—Eso significa que soy hermosa.

—Lo eres —admití—. Pero no me gustas solo porque eres linda. Eres genial, Amarillo. Eres como tu nombre.

Amarillo me miró. Sus ojos estaban brillando.

—Dijiste que te gusto —murmuró.

—¿Qué?

—Dijiste que te gusto —repitió, en voz alta.

Agradecí que estuviese completamente oscuro, porque mi sonrojo hubiese bastado para encender fuego a 100 metros de distancia. No sabía que decir, pero sabía que tenía que decir algo. Lo que sea. Algo sincero.

¡Vamos Samuel! ¡Puedes hacerlo!

—M-Me gustas —barboté—. Te quiero.

Esa vez fue Amarillo quien me besó.

Llevo 14 años en esta vida y ni siquiera recibir mi primera patineta se compara con lo que sentí en ese momento. Como si fuese a arder por combustión espontánea en cualquier momento. Como si tuviese avispas en el cerebro.

Como si la vida valiese la maldita pena.

Luego Terry golpeó la ventana de la cocina con los nudillos.

—¿YA SE TERMINARON DE BESAR O QUÉ? QUEREMOS PEDIR PIZZA Y NO SABEMOS SI QUIEREN LA MARGARITA O LA DE CUATRO QUESOS.

Todas las cosas buenas se terminan en algún momento.

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