5
Amarillo Cortez sí se volvió loca cuando me vió.
Resultó que para el domingo Jimmy ya había agendado un par de trabajos más. Ni siquiera me lo dijo (no tuvo tiempo, tan pronto crucé la puerta mi mamá me cayó encima como monja a pareja de concubinados), pero no me podía negar. Además, ¿qué más iba yo a hacer? Nada, obvio. No después de que la señora Nancy Hutchdock haya tenido la genial idea de quitarme todos los aparatos electrónicos conocidos por el hombre como si eso fuese a quitarme los moretones de la cara.
Ya tenía las cubetas llenas de productos de limpieza y esponjas en mano cuando empezamos la marcha y me di cuenta de que nos dirigíamos a la casa de en frente. Me detuve de golpe, y Jimmy, sutil como él solo, empezó a desplegar su más extensa lista de insultos para hacer que me moviese.
—No voy a ir a esa casa —sentencié.
—Te voy a patear hasta que mi zapato huela a culo, así que muevete.
—No voy a ir a esa casa ni si me pagas en lingotes de oro —dije, dejando las cubetas en medio de la calle—. No voy, ni iré a pisar la casa de los Cortez una vez más en mi vida. Punto.
Jimmy hizo una mueca y se arremangó la camiseta de manga larga.
—¡Samuel! —chilló Amarillo— ¿Eres tú?
Yo todavía estaba sobándome la cabeza cuando Amarillo me cayó encima con un abrazo que traté de esquivar pero que lastimosamente no pude.
—¡Dios! ¿Qué te pasó? —dijo, agarrándome la cara y mirando cada centímetro. Antes de que empezase a derretirme de la verguenza aparté la cara— ¡Ven, vamos a ponerle algo a la cicatriz de tu labio, te ves horrible!
Amarillo ya había tomado mi mano, lista para arrastrarme dentro de la casa cuando Jimmy carraspeó y ella viró, deteniéndose un momento. Podría haberlo besado en ese momento.
—¡Oh! ¿Tú eres...
—James. El hermano de Sammy —dijo, esbozando su mejor sonrisa y pasándole la mano. Amarillo la estrechó con fuerza—. Sólo quería asegurarme... —dijo, hizo una pausa, me miró a mí y luego miró a Amarillo. Vamos Jimmy. Dilo— de que lo cures lo mejor que puedas. Tómate tu tiempo.
¡Puta madre, Jimmy!
—Lo haré —asintió Amarillo, y así terminé en su sala—. Sam, no sabía que eras un chico problema —decía, mientras me empapuzaba (una vez más) de líquidos que olían a farmacia y cuyos nombres no pude pronunciar, así que me abstuve de preguntar qué eran.
Amarillo siguió haciendo de enfermera un par de minutos, sentada a mi lado en el gigantesco sofá de la sala. Yo empecé a tronarme los dedos cuando me di cuenta de que estábamos los dos completamente solos en la que antaño había sido la sala de T.J. Todavía la recordaba como era antes: con todos los cuadros de los Andrews colgados en la pared en dónde ahora solamente había un plasma. Las cortinas anaranjadas habían sido reemplazadas por beige, los acogedores muebles vintage por unos sofisticados minimalistas que no tenían ni una pizca de gracia. Los Andrews por los Cortez, que eran raros de remate.
Todo había cambiado tanto.
—Espera aquí, te traeré otra-
—No —corté—. Iré con Jimmy. No creo que a tu mamá le agrade que estés sola con un chico en la sala —improvisé.
—No tengo mamá —dijo, sin ningún reparo. Yo sentí que mi sangre se calentaba de la vergüenza. ¿Cómo podía alguien meter tanto la pata?
—Yo... de verdad lo siento mucho.
—Está bien —sonrió ella, levantando la vista del botiquín que había estado organizando—. Tengo dos papás.
—¿Qué-
—¿No notaste que Azul y yo no nos parecemos en lo más mínimo? ¿En que ella es pálida a morir de pelo negro lacio y yo soy morena y tengo rizos?
—Pensé que podías, no sé, parecerte más a tu mamá, y Azul... —balbuceé, esperando haber sonado creíble.
—Claro que no lo notaste —murmuró.
Tragué saliva.
—Qué injusta es la vida —dije, en un torpe intento de bromear para alivianar la tensión que se sentía a pesar de la sonrisa plasmada en el rostro de Amarillo—. Tú tienes dos papás y yo no tengo ninguno.
Amarillo rió una risa rara, pero no de mala forma. Era casi melodiosa. Esperen. ¿Yo dije eso?
—Podría ser peor. ¿Ya viste nuestros nombres?
—Son geniales. El mío es Samuel Gregory. ¡Gregory!
—El de Azul es Azul Índigo.
—No me jodas. ¿Cuál es el tuyo?
—Amarillo es mi segundo nombre. El primero es Ámbar.
—Bueno, Ámbar Amarillo no es tan feo.
—Eso es porque lo peor siempre me lo llevo yo —dijo una voz desde el pie de la escalera. Un muchacho que aparentaba más o menos mi edad estaba recostado contra el barandal. Tenía pelo color chocolate, piel bronceada y rasgos de duende malvado. Sonrió—. Soy Terry.
Amarillo hizo una mueca y se acercó a mí para susurrar.
—Él se llama Terracota de Jerusalén.
—¡No jodas! —exclamé, mirando a Terry. El asintió.
—Estoy intentando hacer que me llamen T.J., pero no está saliendo muy bien —confesó, encogiéndose de hombros—. Si alguna vez crees que tus padres te odian, recuerda que existo yo.
Estuvimos un rato en la sala conversando sobre lo extraños que eran sus padres hasta que empezamos a escuchar una discusión a voces desde el jardín delantero y Amarillo, como toda buena chismosa, quiso salir a escuchar.
—¿Te das cuenta de la gente a la que le pagas? ¿Qué carajos es esta raya? —le gritó Azul al señor Cortez, apuntando a una cicatriz plateada destellando de luz cerca de los faros del Jeep.
—Azul, por favor, baja la voz...
—¡Yo no se lo hice! —retrucó Jimmy, tirando su esponja en la cubeta y levantando la vista de las ruedas del carro. Cuando sus ojos encontraron los de Azul, puedo jurar que fue la primera vez que vi a Jimmy enojado— ¡Eres tú, batido de fresa!
—¡Pero mira nada más! ¡Pelo de escoba! ¿Ya te echaron de JJ's por no saber tomar pedidos?
—¡Si quieres batido de fresa deberías pedir batido de fresa, no yogur de fresa! ¡No es mi culpa que seas una idiota!
—¡El idiota eres tú! —escupió Azul— ¡Mira lo que le hiciste al carro! ¡Vas a pagar cada centavo!
—¡Ya estaba así, entiende!
—Chicos, quieren-
—¡No! ¡Quiero irme de aquí! —Azul miraba al señor Cortez con furia en los ojos— ¡Quiero volver a San Francisco, junto con papá! ¡Mira a dónde vinimos a parar, no saben ni lavar autos, no sabrán atender a-
—Se lo hice yo —dijo una voz sobria detrás nuestro. Los tres (Terry, Amarillo y yo) volteamos. Un hombre pelirrojo de estatura mediana y complexión de príncipe inglés contemplaba la escena desde la puerta. Volteé para ver a Azul: estaba atónita. Supuse que ese era el otro señor Cortez.
Azul pasó a nuestro lado volando, entrando a la casa de un portazo. El señor Cortez (el que no es pelirrojo) se rascó la nuca y miró a Jimmy apenado.
—Te puedes quedar con el cambio —dijo, pasándole un billete de 50 dólares, probablemente lo más jugoso que Jimmy había visto en semanas.
Jimmy negó, con desdén en los ojos.
—Quédese con su dinero —murmuró, tomando las cubetas y largándose a casa.
Me despedí de Amarillo y Terry con una mueca y fui detrás de Jimmy. No volví a ver a Amarillo en la semana después de eso.
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