2
Amarillo era la personificación de las mañanas: demasiado brillante y ruidosa. Al día siguiente se apareció en mi puerta cuando yo apenas me había levantado y tocó el timbre 5 veces seguidas. Cuando le abrí tenía la cazuela reluciente de limpia en las manos y otra de sus gigantescas sonrisas marcándole los hoyuelos del rostro. Gruñí levemente y me rasqué la nuca, antes de agradecerle y tomar la cazuela, pero Amarillo me detuvo.
—Tienes migajas en la boca —señaló.
—Tostadas —respondí, en medio de un bostezo.
—¿Siempre desayunas tostadas? Ayer también las tenías.
La vergüenza encendió mis motores y casi le cerré la puerta en la cara al imaginarme lo que habría visto Azul el día que me aparecí en su casa: un desconocido, despeinado, en fachas, sosteniendo una cazuela roja, con la boca llena de migajas. Con razón me había tratado con ese temple de hielo.
—Yo...
—Dile que gracias a tu mamá por la cazuela. O papá, en todo caso, porque los hombres también cocinan. ¿No? Mi papá no lo hace, pero solo porque no le sale. Se esfuerza demasiado pero sus platillos saben a mie-
—Le diré —corté, Amarillo asintió repetidas veces.
Esperé poder cerrar finalmente la puerta y volver a mis tostadas cuando Amarillo volvió a hablar. ¿Es que nunca se callaba?
—Por cierto, ¿quieres salir esta tarde? Ya sabes, para conocer un poco más el lugar... Antes vivíamos en un apartamento en el centro, así que los suburbios todavía son algo desconocidos...
—Tengo planes —mentí. Sería capaz de ordenar mi habitación con tal de no estar con ella más de diez minutos.
—Oh, bien, genial, magnífico. Otro día entonces —sonrió, y noté que tenía la sonrisa demasiado inclinada hacia un lado—. Por cierto ¿cómo te llamas? No te lo he preguntado.
—Soy Samuel. Samuel Hutchdock.
—Amarillo —dijo, estirando la mano para que yo la estrechara. No la estreché—. Amarillo Cortez. Buen nombre, Samuel Hutchdock. ¿Te veo después?
—Supongo...
Esa tarde el tiempo pareció pasar increíblemente lento solamente para castigarme por haberle mentido. Eran las dos de la tarde hacían tres años cuando decidí tomar mi patineta y acercarme al parque. Ya no iba tan seguido (a mi mamá no le parecía que me juntase con "un montón de vagos" y a mí ya no me hacía gracia después de que T.J. Andrews se haya ido de la ciudad) pero estaba seguro de que iban a estar ahí, como siempre.
Tenía muchos amigos, pero ninguno como T.J. ¿Saben? De esos que solo encuentras una vez en la vida. T.J era la persona más divertida, alocada y genial que había conocido. Tenía una cantidad innumerable de puntos en la piel que acompañaba siempre con historias épicas. No era otro aburrido haciéndose pasar por una persona cool que pretendía que ser genial implicaba fumar o meterse cosas raras. Sólo lo era, y ya.
Y yo no pretendía reemplazarlo.
Mucho menos con una chica con nombre de color primario.
—¡Hutchdock! —chilló esa vocecita molesta y yo me pegué un susto de muerte que me hizo salir volando de la patineta y caer e bruces contra el asfalto— ¡Ay por Dios Samuel! ¿¡Estas bien!?
Me incorporé como pude, pero las manos me ardían y cuando las miré noté que estaban raspadas. No me levanté, simplemente me senté en medio de la calle esperando a que pase un auto o algo por el estilo y termine con mi desgracia. Amarillo se bajó de la bicicleta rosa con borlas en el manubrio y se acercó corriendo, sus rizos volando al viento. Me observó con espanto en los ojos y se arrodilló frente a mí, acercando su mano a mi pierna herida. Yo la esquivé, y miré hacia otro lado.
—¿Estas bien?
—¿Te parece que estoy bien? —gruñí, clavándole la mirada. Amarillo me observaba con pena.
—Lo siento. No era mi intención asustarte, sólo—
—No me asustaste. ¿Bien? Ahora si me disculpas, tengo planes —dije con sequedad, y me paré, sacudiéndome el polvo de la ropa. La rodilla me quemaba, pero me aguante el dolor y tomé mi patineta.
—Estás sangrando —dijo Amarillo detrás de mí— Deberías curar eso antes de que se abra y se ponga más feo.
—¿Ah sí? —resoplé— ¿Y tú qué sabes de heridas feas?
—Un poco más que tú, supongo.
Bufé, pero lo siguiente que recuerdo fue que estaba sentado sobre la gigantesca mesada de granito de los Andrews (corrección, de los Cortez) con Amarillo empapuzandome de un montón de preparados químicos. Olía a farmacia cuando finalmente me vendó la herida de la rodilla y me pasó un rollo de cinta de tela adhesiva para vendarme los dedos lastimados. Le pasé una buena cantidad de vueltas a los cinco dedos de mi mano derecha y parte de mi muñeca y se la devolví.
Amarillo fue a llevar el botiquín a su lugar cuando la puerta del fondo de la cocina se abrió, y aunque tuve la esperanza de que fuese Azul, un hombre de mediana edad y pelo canoso se apareció tras la hoja de madera. Salté de la mesada al instante y maldije el día de mi nacimiento y todos los que le siguieron cuando aterricé sobre mi pierna lastimada.
—¿Quién-
—Es el hijo de los cazuela, papá —dijo Amarillo, apareciéndose en el momento perfecto. Su padre tenía cara de que estaba listo para zurrarme—. Samuel Hutchdock. Le tiré de su patineta y le estaba curando la pierna.
El hombre asintió, y tras hablar con su hija volvió hacia mí. Pensé que iba a cachetearme, pero me dedicó una sonrisa similar a la de Amarillo:— Veo que ya conociste a mi hermosa y educada y muy inocente hija —dijo, con un tono amenazador que no concordaba con la afabilidad de su rostro.
Yo asentí. Él asintió.
—Dime, Samuel Hutchdock—dijo, mientras abría la heladera y sacaba una cerveza de las caras—. ¿Qué te pareció su nombre?
—Eh... ¿inusual?
—¡Inusual! —rió él, apuntando a Amarillo con su cerveza— ¿Lo ves? Inusual es igual a extraordinario.
—Es extravergonzoso, papá.
—Ya me lo agradecerás cuando veas que los nombres de colores se pongan de moda.
—Si es que lo veo.
Por alguna razón, lo que Amarillo dijo no le hizo a su papá ni un amago de gracia. Le vi en la cara la misma expresión que ponía mi mamá cuando iba a empezar a despotricar contra todos en la casa cuando la puerta que daba a la sala se abrió, y ese milagro de la naturaleza conocido como Azul Cortez entró a la cocina, disipando la tensión que había en ella y poniendo su atención (gracias a todos los cielos) en el único objeto fuera de lugar en aquella cocina de lujo: yo.
—Ugh. Tú de nuevo.
—H-hola —balbuceé, tímidamente. Amarillo y su papá, que estaban enfrascados en un intenso concurso de miradas me observaron y contuvieron la risa.
—¿Qué hace él aquí? —preguntó Azul, mientras se preparaba un sandwich de mantequilla de maní y jalea. Lamió la cuchara como tres veces y nunca en la vida quise tanto ser un objeto inanimado de acero inoxidable.
—Vamos a dar un paseo —contestó Amarillo. Yo parpadeé varias veces, volviendo a la realidad. ¿Cómo carajos dijo?
Analicé la frase: vamos a dar un paseo.
1) Vamos significaba juntos. Yo y Amarillo. Amarillo y yo. Lo cual era impensable y de paso, horrible. Estaba seguro de que ella hablaría todo el trayecto y yo querría pegarme dos tiros.
2) Paseo significaba abandonar la cocina en donde estaba el objeto de mis anhelos. Lo cuál era doblemente horrible si consideraba que probablemente nunca tendría otra oportunidad de mirarla durante tanto rato como aquella.
Definitivamente no iba a dar un paseo en ese momento. Y definitivamente no con Amarillo.
—¿¡Qué!? —chilló Azul, y se volvió hacia su papá—. ¿Vas a dejarla salir? ¿Ahora? ¿Siendo que- ¡Ni siquiera tenemos que estar aquí!
—Azul, no de nuevo...
—¡No! ¡Esto es estúpido! ¡Es jodidamente ridículo! —vociferó, antes de tomar su sandwich y salir de la cocina dando un portazo.
Amarillo permaneció mirando el piso en todo momento y el señor Cortez se frotó la sien un par de segundos antes de volverse hacia nosotros.
—Hablaré con ella —dijo, esbozando una sonrisa—. Vuelvan para la cena. Y, ¿Amarillo? Ya sabes las reglas.
Amarillo asintió, y tomó mi mano, arrastrándome hacia fuera de la cocina. Tomé mi patineta y me despedí del señor Cortez torpemente para acompañarla hasta el porche que daba hacia la calle.
—¿A dónde vamos? —preguntó, sentándose en las escaleras.
¿Cómo mierda iba a saber yo a dónde íbamos?
—No tengo ni idea —respondí.
—Entonces dejemos que la vida nos sorprenda. ¿Cierto? —dijo, incorporándose de un salto y tomando su bicicleta, que había dejado hacia un costado—. Ya vámonos.
Asentí, sin ganas de discutir. Después de todo, me había curado las heridas (que ella misma había provocado) y se había comportado de forma bastante decente todo ese tiempo. No era ni de cerca un remplazo interesante para T.J., pero era lo que había. ¿Cierto? Y definitivamente era mejor que andar metiéndome más cosas en el parque.
—Será una aventura —dijo, maniobrando de forma bastante torpe su bicicleta.
Yo resoplé, sin agregar otro comentario.
«Será una aventura». Sí claro.
Amarillo Cortez definitivamente era un bicho raro.
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