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Mi color favorito es el amarillo, pero no era así sino hasta este verano. Incluso hubo un momento en el verano en el que creí odiarlo.
Me retraje en mí mismo, y aunque dejé de tener pensamientos invasivos todavía me amargaba la existencia estar sin Amarillo. Su evidente ausencia se traducía en dolor físico, como si me hubieran quitado el corazón del cuerpo y en su lugar solo hubiera un insondable vacío. Me decidí a no intentar apartarla más de mis pensamientos. Simplemente iba a pensar en ella y a sentirme eternamente amargado y miserable. Punto.
Después de mi crisis nerviosa mi mamá decidió que ya era suficiente, que ya me había lamentado demasiado tiempo y que era hora de mejorar las cosas. La genial idea de la señora Nancy para subsanar mis recién adquiridos traumas emocionales consistió en despertarme (contra mi voluntad) a las 4:00 a.m. y llevarme de paseo (contra mi voluntad) a una reserva nacional, como si la tierra y el olor a pino fuese a levantarme los ánimos. Un hurra por todas las madres y sus grandes ideas.
—Tienes que seguir viviendo, Samuel —me dijo, mientras manejaba el auto y se comía todos los baches conocidos por el hombre moderno—. Ya sabes que es lo que Amarillo hubiera querido.
—Si, sí. Lo que sea —dije yo, mirándome en el espejo. Tenía un sombrero de guardabosques y unos anteojos negros. Me veía completamente ridículo, pero bueno. Era mejor que mostrar mis ojos ojerosos y el nido de pájaros que tenía por pelo.
—Luego iremos a la peluquería, a que te arreglen esas greñas. Y luego, a comprarte ropa de colores brillantes, que leí en una revista que levantan el ánimo y...
Resoplé con enojo, y mi mamá se calló al instante.
Me sentí mal, no voy a negarlo. La miré bajo los anteojos oscuros: solo estaba haciendo lo mejor que podía para lidiar con su ahora depresivo hijo problemático. Ella no se merecía que la castigue por eso. De pronto me encontré pensando: ¿Qué me habría dicho Amarillo de esto? Seguro me hubiese dado un buen golpe, o peor: un sermón.
Nope. No me iba a arriesgar a eso.
—Mamá —dije.
—¿Si, Sam?
—Te amo.
—Yo también te amo, hijo —dijo, con voz quebrada.
Sonreí. Amarillo estaría orgullosa.
• • •
Volvimos a casa al atardecer.
Mi mamá entró primero, y yo descargué todas las bolsas repletas de chucherías y ropas que compramos en el sofá y me tiré a hacer zapping en la tele. Mi mamá subió escaleras arriba posiblemente a ducharse. Me quedé ahí un rato, sintiéndome completamente aéreo y vacío. Al menos la tele colaboraba con eso.
Entonces lo olí. Un terrible olor a plástico. A sintético. A pintura.
Tenía que ser mi habitación.
Suspiré profundamente y me puse de pie. No había tenido tiempo de verlo a la luz del día todavía, pero era mi habitación después de todo, y alguna vez tendría que enfrentar la idiotez que había hecho, ¿cierto?.
Cuanto antes mejor.
Subí las escaleras y cuando abrí la puerta me detuve en seco y me quedé parado ahí mismo, bajo el umbral, sin siquiera poder siquiera respirar. Las lágrimas preparándose para salir empezaron a hacer que me picasen los ojos.
Todos estaban ahí: Terry, Jimmy, Azul, los señores Cortez y mi mamá, la cómplice más grande. Todos tenían grandes sonrisas en el rostro y overoles manchados de pintura.
Pero eso no fue lo que me dejó sin aliento. Fueron las paredes.
Las paredes estaban pintadas de amarillo.
—Creo que este color te queda mejor —dijo Jimmy.
No pude decir nada, y a falta de palabras me tragué la voz.
Esa tarde su luz volvió a brillar en todas partes.
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