FRESCO Y BURBUJEANTE
De todas las decisiones que nunca habría tomado conscientemente, que Eileen entrara en mi vida ha sido providencial.
Sigo subiendo al ático para ver amanecer y ella, que conoce el edificio —aún no sé cómo—, me acompaña con un termo de café, un par de tazas de loza y un trozo de bizcocho casero. Compartimos no más de quince minutos, generalmente nos saludamos con dos besos fríos. Ella me pregunta cómo ha ido mi noche, yo, cómo ha dormido. Seguido, sirve el contenido y bebemos mientras sale el sol.
Luego recojo; ha de cruzar la ciudad, consiguió empleo como profesora en una academia de arte, y se despide de mí, con otros dos besos, uno en cada mejilla. Sus labios atesoran la calidez de la taza humeante y ese contacto me estremece perpendicularmente.
Lo que no logró mi voluntad lo obtuvo su presencia, así me levanto con tiempo para preparar la cena y poder disfrutar de su compañía.
Es la primera vez que topo con alguien al que no le preocupan mis circunstancias ni pregunta por ellas, ni cuenta las vicisitudes que le han llevado a alojarse con un desconocido. En ocasiones, me planteo si esa despreocupación no será una manera de protegerse o protegerme. Tendré que volver a graduarme, he perdido la perspicacia indispensable para ejercer mi profesión.
Días como hoy en los que ambos libramos, experimento una especie de insatisfacción novelística, que los entendidos traducen en enamoramiento.
Me encantaría tener frente a frente, a la mente brillante que describió este estado como gratificante, porque, llamadme insensible, pero, perder el apetito, sudar sin motivo aparente, tener el corazón incesantemente en taquicardia, no precisar de más afrodisiacos que su aroma o andar distraído con todos los hemisferios concentrados en ella, no, definitivamente, no es plato de gusto... y, no lo cambiaría por nada.
—¿En qué piensas?, opino que la lechuga no se merece morir descuartizada a manos de un rostro pálido despistado. —En ti.
—Ya estaba muerta cuando empecé a desmembrarla.
—Si metes el cogollo en agua, espiga. Que no grite no quiere decir que no sienta.
—¿Intentas provocarme remordimientos de conciencia?
—A esa escala, todos somos homicidas consagrados.
—En serio, ¿quieres ver esta noche una película de terror? Tanta suspicacia ante un vegetal, es conmovedor a la par de sibilino.
—Solo pretendía una comunicación verbal intrascendente.
—Podrías haberme preguntado por el tiempo.
—¿Para qué? Si miro por la ventana ya veo que nieva —tuerce la cabeza para que conectemos las miradas. Si me centro en sus ojos, me rebanaré un dedo —. Te pregunté qué pensabas.
—Pues pensaba en esta velada. —En lo que me encantaría que sucediera, siendo más concreto.
—¿En la peli? —Me pasa una granada y unos guantes de látex. No le gusta comprarla pelada y desgranada; tampoco hacerlo ella..., a mí no me atrae ese sabor entre ácido y dulzón con pepitas ásperas y molestas, no obstante, ni he pelado, desgranado y tragado sin masticar, tantas en mi vida.
—Sí, en uno de los canales temáticos proyectan, Rosemary's Baby.
—Garin, la próxima vez, aunque haya un metro y medio de nieve en la calle, iremos al cine.
—No me digas que no te gustan los clásicos de terror. —La perfección absoluta no existe.
—En esencia, lo que no me gusta es el terror.
—¿Te asusta?
—Me da más miedo salir del parquin y que al coche de delante no se le haya bajado la barrera..., esa indecisión de pasar o no pasar..., la ansiedad ante la incógnita de no saber si justo cuando te decides ¡zas!, se cierre..., me eriza el vello de la nuca.
—Entonces, entiendo que te dedicas a desguazarla. —Es algo que soporto mal, eso de tener a la oreja a la mosquita desvelando lógicas, me molesta..., me irrita..., sé que a ella se lo perdonaré.
—Están plagadas de clichés, el demonio tan malísimo como nos han contado nuestros ancestros, niños endiablados que tienen por costumbre matar a sus progenitores..., curas, siempre hay curas, que también la diñan, ancianos poco aficionados a los paseos y que, en nombre de satán, o de algún grupo sectario, orientan al mesías del averno..., una mujer que solo grita, tapándose los oídos...
—Mejor elige tú la película...
—¿Lucy?
—No la he visto..., la verdad, ni me suena.
—Yo tampoco, pero una compañera me la ha recomendado.
—Vale, de qué va.
—De una tía que le pasa algo. —Una sinopsis detallada que hace apetecible verla en 3D.
—Cuánto dura.
—Pues lo que todas. —Espero que, para realizar la media algebraica de sus «todas», no englobe ni a Ben-Hur, Gone with the wind o la versión extendida de Avatar.
—No tienes la más remota idea.
El puchero de disculpa, es casi más sugerente que la camiseta casera llena de agujeritos que viste siempre que está en casa.
Generalmente la erótica se define por indumentarias más delicadas, satenes, sedas, tules..., medias negras y suaves...
¡Uff!, bajemos un nivel, acabo de asociar viciosamente telas sutiles con zapatos de tacón alto y fino. En realidad, he ido más allá, visualizándola calzada y desnuda, mientras el viso del ventanal de una casa en la playa, ondea con la brisa veraniega y roza su perfil corito, mientras contempla las olas que mueren en la orilla plácidamente, sin tristezas ni dolor, asumiendo su destino.
Yo también debería empezar a admitir que Eileen es especial...
¡Qué narices! Ha acertado en todo el centro de la patata y estoy enfermando a nivel mitocondrial. Pienso más en ella que en mí mismo, o, mejor dicho, cualquier cosa en la que ocupe mi mente acaba conduciendo, directamente o utilizando otros vericuetos, a afianzarla en ellos y, además, incorporo sensaciones que me producen bienestar, como su aroma, su mirada, su sonrisa..., sus labios en mi mejilla cada mañana.
Ahora, después de cenar una ensalada de mil ingredientes saludables, incluyendo las pipas y las pasas, un filete de pargo al horno y una porción de tarta de queso, nos sentamos recostados, manos sobre vientre, a ver la película recomendada
A Eileen le está defraudando, no ha parado de exclamar: «¡Venga ya!», desbaratando todo el argumento... Sí, es mala, la actuación de la Johansson no es para un Oscar, pero entretiene, que, en definitiva, es la finalidad del género.
—¿Todo esto para acabar en un pen drive?
—Mujer, no le ha dado tiempo para maquetar y editar un manual sobre los súper poderes cognitivos tras la ingesta de alucinógenos.
—Eso ya está escrito, no vendería ni un ejemplar.
—Ves, por eso mismo y porque el saber, en ocasiones, sí ocupa lugar, lo más inteligente es optar por un stick de memoria.
—Es más práctica la nube. Tan lista la Lucy esta, y no cae en que, todo aquello que necesite un circuito impreso, tiene altas posibilidades de acabar mojado.
—La nube es poco fiable para secretos de ese calado —qué bonita está con la pose de pensar, apoyando el codo en el sofá, sosteniendo su cabeza con la mano a la par que masajea su cuero cabelludo con el índice—. ¿Tú tienes secretos?
Me sorprendo a mí mismo haciendo esta pregunta, un secreto es secreto, si lo cuentas, deja de serlo... ¿y qué tienes entonces?
—Pocos y todos asociados a cómo me saqué la carrera, ya me entiendes... —¿Me guiña un ojo en plan cómplice o el gesto es algo menos inocente? Con esta mujer ando tan perdido como enamorado.
—No sé qué tengo que entender.
—Bueno, el intelecto es un encanto que cautiva a largo plazo, el físico es más directo.
—Y temporal.
—No obstante efectivo.
—No tendría que haberte preguntado. —Rompe a reír a carcajada y, sinceramente, sigo cazando moscas invisibles que se me escapan entre los huecos de los dedos.
—¡Era broma! A parte de vivir de polizón durante unos días en una buhardilla, no reservo más. Para tener secretos, has de haber vivido mucho y, francamente, lo más emocionante a lo que me he visto abocada también ha sido a eso... y a esto.
—¿Esto? ¿Te refieres a compartir piso?
—Te dije que sí, porque no sabía cuánto podría alargarse aquella situación.
—¿No sentiste miedo? —Porque yo sí tuve mis dudas, del metro a casa concretamente, una vez dentro, cuando saliste de la ducha con el cabello mojado, perfumando a caramelo de cereza el salón, mis temores se disiparon, se obnubilaron.
—Hay algo en ti, en tu tono de voz, en tus modales... —se atraganta al hablar y yo trago por ella, si pidiera que le diera mi saliva, le regalaría mi sangre —, ¿Sabes? Pude saltar a la terraza inferior cuando me enganchaste infraganti, sin embargo, presentí que podía confiar en ti.
—Me gusta tenerte aquí, haces mis días especiales.
Este intercambio de miradas me provoca transpirar y respirar codiciando más aire... ¡Maldita sea!
Acercarme a ella ha sido un gesto no premeditado, rozar su mejilla con el dorso de mis dedos ha sido osado, acariciar con el pulgar sus labios entreabiertos..., arriesgado. En este instante, es mi subconsciente el que maneja mi ser y tomo su boca con tantos recelos como sed.
Saboreo sin recato lo que me ofrece sin aprensiones, mientras mis manos, ávidas de deseo, mantienen sujeta su cara evitando rondar ya por su cuerpo.
Tengo que separarme de sus labios, y buscando la maña, aquí continúo besando las comisuras, bebiendo sus suspiros de Amaretto, impidiéndome discernir con claridad.
Aún no sé de dónde he sacado el arrojo de seguir alentando soldado a su frente. No logro abrir los ojos, solo agito mansamente mi cabeza..., brego yo, conmigo mismo.
Mi mente grita, «lo vas a estropear, se irá. La amistad y el amor no son compatibles».
No me gustan los soliloquios de angustia anticipativa. Y esta disputa es incoherente, yo no quiero ser su amigo, ni un compañero de piso, ni un atrapasueños para calmar sus pesadillas si las tiene. Puedo conformarme limpiando papeleras, recogiendo desperdicios e inmundicia de despachos anodinos, pero no puedo estar a su lado sin avanzar.
Y ella ¿qué quiere? No me ha rechazado, parece desear lo mismo.
¡Con la de aplicaciones para móvil que hay! ¿Por qué no inventan una para descubrirlo sin meter la pata?
Vale, haciendo honor a la verdad, todos los sensores instintivos se han iluminado en verde, dándome acceso... Creo yo, supongo..., ¡Yo qué sé! ¡También podría equivocarme!
Me proclamo a mí mismo, poco avispado para interpretar las señales de paso de la mujer, con la que me apetece amanecer cada mañana.
¿Podría estar a su lado esperando su partida?
No, imposible, ya es desgarrador plantearme la posibilidad remota de que se aleje...
¿Y si no es tan remota? ¿Y si hoy es nuestra última noche? ¿Y si mañana no trae café al ático? ¿Podré continuar sin sus besos?
—¿No te ha gustado? —¿Preguntas? Estoy tan aturdido... ¡Qué coño aturdido! ¡Estoy cagado de miedo!
—¿Crees qué no? —esa negativa es positiva ¡A la mierda la aritmética! —, lo que me apetece hacer podría gustarte más.
—La palabra dicha no vuelve atrás.
Ahora sé que entonamos la misma sintonía y dejo que me arrastren sus labios al filo del abismo. Son más suculentos que los míos al besar, más jugosos, más tiernos..., exquisitos..., selectos..., ardorosos..., perturbadores.
Introduce sus manos por debajo de mi camiseta, esa leve caricia, revoluciona los sentidos primitivos actualizándolos, tatuando sus huellas dactilares en la piel de mi estómago..., no estaba preparado para notar tanto, me considero estafado..., traicionado por mi organismo que ha depositado mi temple en sus bondades.
Recostados en el sofá, la ropa ya no es impedimento para que nuestros cuerpos se solapen en harmonía, tañendo una sinfonía perfecta entre sus miradas, mis gemidos, sus jadeos, mis ansias, sus besos electrizantes y mis paroxismos febriles que provoca tanto anhelo.
Nos entregamos al éxtasis de la pasión demorada, nos tomamos, una vez y otra vez, y otra vez... y otra vez más.
Cabalgo en una nube empalagosa de felicidad que no me ha permitido pegar los párpados. Ocasionalmente trabajar en el turno nocturno tiene sus ventajas.
Hasta dormida da muestras de lo desordenada que es. Bocabajo con un brazo desmadejado a un lado, una pierna encima de las mías, otra mano sobre mi pecho... y en donde unos hallarían carencia de elegancia yo solo descubro belleza.
El sol la va a desvelar, esperaré que él se tome la libertad, no seré yo quien rompa su descanso.
—Buenos días. —Su tono ronco no revela nada.
—Buenos días. —El mío es la polea oxidada que recoge el agua de un pozo en el desierto.
—Pareces más contento de lo habitual.
—Estoy más contento de lo habitual.
—¿Esperabas qué sucediera? —No le mentiré.
—No..., pero lo he deseado muchas veces durante estos meses.
—¿Desde cuándo?
—Desde la primera mañana que me besaste en la azotea. —Sí, esa fue la primera vez que me pusiste firme.
—Me siento muy atraída por ti, desde la madrugada que no impediste que saltara al vacío. —¡Bah, no hinques la daga en mi amor propio!
—Entonces... —Ahora es cuando la inseguridad más atroz oprime mi garganta.
—Entonces ¿qué? —Esa mirada atrapa, subyuga..., soy un insecto enganchado en una trampa de miel.
—¿Traerás café y bizcocho mañana al ático? —Su mano pequeña se posa sobre mi pómulo, me acobarda que conteste con una sonrisa..., me asusta que responda algo que no quiero escuchar... Sonríe, ¿por qué habré preguntado?
—Sí, Garin, y besos..., muchos besos, y nunca más en las mejillas.
FIN
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