Sepphora nació con un defecto
Sepphora nació con un defecto. Siempre está mirando el futuro. Sin metáfora. Sepphora sabe todo lo que va a pasar en los próximos diez minutos. Lo sabe con la misma precisión de un actor que sabe qué tiene que hacer para que una escena salga bien.
Cuando era niña, sabía cuál era la respuesta a las preguntas de los maestros. ¿Cuál era la moraleja del cuento que tuvieron que leer de tarea? Nadie lo había leído, ni ella misma, pero sabía que la moraleja era "no decir mentiras". También sabía que su amiga Hannah derramaría su jugo de manzana sobre la computadora de la maestra de artes, y la mandarían a casa por unos días, antes de que todo eso sucediera. Que su hermano mayor llegaría de una fiesta borracho y su padre lo castigaría un mes.
Cuando era adolescente, sabía que Tahir, su perro, se iba a escapar de la casa y no lo volverían a ver. Otro día, supo que su madre bajaría corriendo por las escaleras porque la leche hirviendo estaba desparramada por toda la cocina. Después, fue a una fiesta, y supo que Kyle, el novio de Hannah, estaría besando a otra chica en los baños y su amiga se encontraría con ellos. Cuando cumplió dieciocho años, supo que la universidad rechazaría su aplicación y su madre sugería que lo volviera a intentar el siguiente año.
Cuando estaba en la universidad, sabía que a su profesor de Taxonomía le daría un infarto en plena clase y moriría. En otra ocasión, supo que Marietta, una de sus compañeras de Introducción a la Bioquímica, le declararía su amor en público. En su graduación, supo que al director de la universidad se le caería la copa de vino rojo encima durante el discurso de despedida, y los alumnos le tomarían muchas fotos.
Sepphora sabía todo eso diez minutos antes de que sucediera. Pero Sepphora nunca hacía nada. Nunca levantó la mano para decir cuál era la moraleja del cuento, no detuvo a Tahir cuando salió por la vieja reja que cercaba el patio de su casa, no le advirtió a Hannah sobre lo que Kyle estaba haciendo, no llamó al servicio médico para salvar a su profesor, ni hizo nada para que el director no hiciera el ridículo frente a seiscientas personas.
Nunca nadie supo por qué.
Hasta que, a sus veinticuatro años, mientras llegaba de una de sus incontables entrevistas de trabajo, empujó a su padre que estaba en el patio. Su madre y su hermano la miraron sorprendidos.
—¿Qué te pasa?— le reprochó su madre. Sepphora no respondió y entró a la casa. Se sentó en el comedor de la cocina, y revisó sus notificaciones en su teléfono. Unos segundos después, los focos del hogar comenzaron a fallar y las luces navideñas que colocaba su padre quedaron inservibles en una explosión eléctrica.
La pareja estaba desconcertada e intentaba comprender qué era lo que había sucedido. Sin embargo, Nicholas, el hermano de Sepphora ya lo había hecho. Su madre le había insistido a su esposo que usara guantes aislantes para colocar las luces, pues había habido varios cortes en la electricidad generados por sobrecargas que generaban estallidos como aquel. Pero el hombre consideró la sugerencia como una exageración.
Nicholas estaba anonado. No sabía si lo que estaba pensando era producto de su adicción a las historietas de superhéroes, o era una conclusión válida. ¿Acaso su hermana sabía que ese estallido eléctrico le caería directamente a su padre, lo que terminaría con su vida? Pero, ¿cómo? No había manera de predecir aquello. Se dirigió a la cocina, y entró tímidamente. Sepphora estaba con la mirada en su celular, sin expresión alguna en su rostro. La joven sabía que su hermano se daría cuenta de lo que podía hacer.
Doce minutos antes, Sepphora cruzaba la calle frente a su casa. Tenía la mirada perdida en el infinito, y parecía completamente ajena a su realidad. Como si se tratara de un robot. O al menos así lo pensaría cualquiera que la viera caminar por las calles. En el interior de su mente, las cosas eran muy distintas.
Ver el futuro era un defecto porque Sepphora nunca podía ver el presente como el resto de las personas. Su mente siempre estaba desfasada diez minutos hacia el futuro. Si miraba un reloj que marcaba las tres de la tarde, sus ojos verían eso mismo, pero su mente le diría que eran las tres y diez. El presente y el futuro estaban empalmados en su cabeza; cuando hablaba con alguien, lo escuchaba saludar y despedirse al mismo tiempo. Cuando se bañaba, sentía el agua caer fría en su cuerpo y al mismo tiempo interrumpir su flujo. Cuando comía, saboreaba la sopa y el guisado a la vez. Con el paso de los años, había conseguido comprender ambos, pero nunca elegía actuar. Jamás había sabido si podía hacerlo.
Mientras observaba el concreto del suelo con sus ojos en el presente, su mente presenció un escenario terrible. Justo cuando ella entraba en el patio de su casa, su padre recibía una descarga eléctrica, que lo hacía caer al suelo, inmóvil y sin vida. Su yo del presente, sin pensarlo, apresuró su paso, y al encontrar a su padre aún con vida, corrió a empujarlo para salvarlo de su fatídico destino. No se volvió a ver si lo había logrado, ni escuchó el reproche de su madre. Su corazón palpitaba con fuerza, pero se alivió cuando su yo del futuro vislumbró a su padre en el marco de la puerta de la cocina, esperando una explicación por parte de su hija.
Entonces... ¿lo había hecho? ¿De verdad había cambiado el futuro? Su yo del presente vio a su hermano entrar a la cocina. Sepphora había tenido interacciones simultáneas antes. Muchas veces. Había resuelto exámenes mientras comentaba las respuestas con sus amigos en el pasillo frente al aula. Había visto a otras personas reír eufóricas y llorar desconsoladas a la vez. Había hablado con un profesor y con una amiga al mismo tiempo. Todo separado siempre por un lapso de diez minutos, ni un segundo más ni uno menos. Lo había medido.
Nicholas estaba fascinado cuando su hermana le dijo que sabía con antelación lo que iba a pasarle a su padre. Él comenzó a hacer montones de preguntas, con los ojos brillosos por la ilusión. Sepphora sabía que una vez que actuara y cambiara el futuro, como lo había hecho, no podría mantener más su secreto. Sus padres interrumpieron su reunión para servir la comida, y Sepphora tuvo que responder a las mismas interrogantes que hizo su hermano diez minutos antes.
Ahora su familia sabía sobre lo que pasaba en su mente todo el tiempo. Tiempo después, Nicholas hizo una sugerencia que su hermana jamás había considerado.
—¿Tienes idea de cuánto pagaría la gente por saber qué va a pasar en el futuro?— él había dicho. Sepphora nunca había visto su habilidad como una oportunidad, ni como algo a lo que le pudiera sacar provecho. Al inicio era una pesadilla, algo que no le permitía ver ni su presente ni su futuro. Después se convirtió sencillamente en una situación, algo que estaba en su vida sin más.
Ante su silencio, Nicholas le propuso que hicieran una prueba, que corriera el rumor de que Sepphora tenía dones sobrenaturales. A los pocos días, una chica con pintas hippie, cabello tintado y la mirada perdida se apareció por su casa. Estaba un poco escéptica, pero tenía esperanza de ver algo extraordinario. Y así fue. Y entonces la cosa creció y creció, inevitablemente. Los padres de ambos se veían rodeados por gente que estaba loca por ver lo que Sepphora hacía.
El dinero entraba y entraba, como una presa de agua que se desploma y las toneladas del líquido caen a mares. Al rato vinieron periodistas famosos, celebridades de internet; todos querían comprobar que la leyenda de la chica vidente era real. Le pedían que asistiera a programas de televisión, que grabara videos, que diera demostraciones de lo que hacía. Sepphora nunca fue capaz de adaptarse al ritmo con el que crecía su fama. Su padre adquirió un auto de aquellos que sólo se le ven a los actores, a los dueños de empresas. Su madre compró una cabaña cerca de la playa. Nicholas se vestía con ropa de diseñador. Sepphora tampoco tenía claro que haría si tuviera tanto dinero, por lo que toda su administración financiera la hacía su hermano. La joven también vestía con costosas prendas que nunca terminaron de gustarle, conducía un auto como el de su padre, viajaba a lugares que jamás se imaginó que existían.
Sepphora siempre advertía sobre el futuro inmediato, y lo cambiaba cuando se avecinaba algo que no le convenía. Como en esa ocasión que se vio a sí misma frente a un cañón de un arma de un cliente que decía venir a cotizar sus servicios, pero era una trampa para acabar con su vida. Exigió entonces que se cerraran todas las entradas, y sus guardianes lo hicieron sin cuestionarla un segundo.
Pero un día, un hombre sombrío se acercó a Nicholas. Le dijo que le pagaría lo que valían cuatro mansiones, si le hacía un favor con las habilidades de su hermana. Nicholas, cegado por la exorbitante cifra, aceptó. Lo que Sepphora tenía que hacer era demasiado simple, tanto, que era evidente que se trataba de una trampa. Extrañamente, aquel fue el último evento que no cambió. Nunca nadie supo por qué. Sabía que aquel hombre entraba armado y acabaría con su vida.
Sepphora nunca decía por qué hacía las cosas. Por qué había personas a las que decidía revelarles su futuro y a otras no. Los demás suponían que era porque veía algo horrible, algo que no podía revelar; siempre supusieron que había una razón lógica tras sus negativas. Pero nunca lo supieron con certeza. Muchos grandes periodistas en sus entrevistas le hacían aquella pregunta, que ella nunca respondía.
Y cuando Sepphora murió, la respuesta murió junto con ella, la respuesta a por qué volvió a sus antiguas costumbres de inactividad en un momento tan importante.
Sepphora sabía que leerías su historia, y te harías las mismas preguntas. ¿Por qué no hizo nada cuando era pequeña? ¿Por qué no hizo nada para evitar su muerte?
Nadie nunca lo supo.
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