Mi amigo Lancelot
El sol se ponía en Colchester, una pequeña ciudad cerca de Cambridge, Inglaterra. Allí, se veía un tipo delgado, alto y rubio, con la ropa desordenada, la mirada perdida y de quien nadie sabía su nombre real. El chico, de apenas veintitrés años, daba vueltas por los alrededores de los restos arqueológicos de lo que alguna vez fue Camelodunum, una posible inspiración para lo que los cuentos medievales describen como Camelot, la ciudad donde reinó el legendario Rey Arturo.
El chico era un historiador recién graduado, entusiasta, muy entusiasta. Hasta el punto de que muchos lo consideraban loco, incluso yo. Tenía esta extraña obsesión con la época medieval. Decía que se llamaba Lancelot, y nadie le creía, por supuesto, pero jamás se encontró ningún documento con sus datos reales. Esa misma tarde, saliendo de su jornada de investigación, pasaba por un callejón oscuro para llegar al hotel barato que había pagado con sus ahorros de un mes. Estar en aquella investigación siempre había sido su sueño, nunca paraba de hablarme sobre ello. Traía una enorme sonrisa en la cara.
Un poco antes de llegar al hotel, se encontró con un pequeño bar, que llamó su atención por tener temática medieval. Supongo que aquello atraía a los turistas que visitaban las ruinas y traían el espíritu del siglo V. Con sus últimas libras, entró y compró la bebida más barata que el lugar ofrecía. Allí nos conocimos, al menos en persona. Yo estaba sentada en la barra, mirando el celular, como hace todo mundo hoy en día. No recuerdo bien cómo, pero empezamos a hablar, y seguimos nuestra conversación por casi dos horas. Él me contó toda la historia de aquel mítico poblado de Camelot. Se notaba que era realmente su pasión. Era lindo. Luego de sentirnos en relativa confianza, tímido, me terminó invitando a su cuarto de hotel. Durante el camino, mientras hablábamos, noté que las personas que pasaban a nuestro alrededor se volvían a ver a Lancelot, extrañados, pero jamás me veían a mí, como si yo no existiera. Pero a él nunca le importó.
Cuando llegamos, él estaba más emocionado que nunca. Las horas siguientes están borrosas en mi memoria, hay trozos de nosotros bebiendo más, o su sonrisa, pero llega un punto en el que tengo una sensación de molestia, de mucha furia, y no sé porqué. Lo siguiente que recuerdo con claridad es despertar en el suelo, rodeada de vidrios rotos y charcos gigantescos de sangre. La policía estaba ya en el cuarto cuando desperté. Pero ninguno parecía verme, ni querer interrogarme sobre nada.
—¿Conclusión? — oí que dijo uno.
—Suicidio es lo más probable. — le respondió el otro.
—¿Hay información de quién era este chico?
Balbuceó mientras checaba su teléfono. —Sólo encontramos reportes de medicación por esquizofrenia, pero nada más.
¿Esquizofrenia? Qué manera más humillante de llamar a nuestra amistad.
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