La Línea Amarilla
El viento se coló por debajo de mi vestido, refrescando la piel recién depilada de mis muslos. Mis ojos estaban fijos en las vías de los vagones del metro que estaba esperando, y mis manos sostenían la vieja chaqueta de mezclilla que llevaba seguido a la universidad porque combinaba con casi cualquier conjunto de ropa que eligiese. En uno de mis oídos se reproducía una canción con la que estaba obsesionada desde hacía días; en el otro, el susurro del viento contaminado de la Ciudad de México, el bullicio lejano de la gente y los coches, y mis propios pasos, que se dirigían hacia la zona exclusiva para mujeres.
Pero no le prestaba atención a nada de eso. Mi mente estaba ensimismada en las páginas imaginarias del libro de cálculo integral del que no me había despegado la noche anterior. Como cada cierto tiempo, un examen próximo invadía mi rutina, haciéndome volver al libro como una abeja que regresa a la misma flor para polinizarla. Había resuelto el problemario en su mayoría, a excepción de dos problemas. Una hora había transcurrido mientras yo miraba el papel rebuscando en mi cabeza una forma de resolverlos. Pasó otro par de horas mientras recorría los rincones de internet esperando ver una pista de la respuesta. Luego una cantidad indefinida de tiempo mientras intentaba comunicarme con quien aún no hubiese sucumbido ante la tentación del sueño. Finalmente, mientras las pocas estrellas visibles comenzaban a desvanecerse en el alba, me preguntaba si la dichosa pareja de enunciados tenía solución.
Hasta aquel momento, en la hora pico matutina, nada de lo que había hecho había dado frutos. Mis pensamientos se interrumpieron con la violenta aparición de los vagones anaranjados, que pasaron fugaces frente a mis narices. Me sobresalté al percatarme de lo cerca que estaba de la línea amarilla de seguridad y por primera vez en horas mi mente pudo centrarse en algo que no fueran los enunciados. Los latidos de mi corazón estaban desbocados por el susto, y cuando sonó el pitido que indicaba que las puertas estaban por cerrarse, se aceleraron más, haciéndome brincar hacia el interior del vagón. En cuanto el metro comenzó a moverse busqué un asiento libre con la mirada, sin éxito. Eché vistazos rápidos hacia las mujeres de mi alrededor, nerviosa por la idea de que hubiesen notado mi peligrosa imprudencia, pero ninguna parecía prestarme atención. Noté que mis manos estaban temblorosas y sudorosas cuando tomé uno de los tubos para sostenerme. Miré el vidrio opacado por años de rayaduras de la ventana frente a mí en un intento de calmarme. La línea B estaba construida de tal forma que podía apreciarse la ciudad desde una cierta altura: los edificios bañados por los primeros rayos de sol, el cielo despejado y el aire fresco que contrarrestaba el típico bochorno de la aglomeración del gentío me brindaron unos minutos de paz. Sería bueno que dejara de pensar en los problemas, pensé, quizá podría preguntarle al profesor acerca de ellos después del examen. Si es que no eran parte de él. ¿Qué iba a hacer si lo eran? Mi imaginación empezó a armar escenarios en los que el par imposible venía como preguntas en el examen. ¿Y si eran los que más peso tenían? O peor, ¿y si el examen tuviera sólo dos preguntas que resultaran ser aquellas? Quizá Mateo, el chico inteligente de la clase, ya me había contestado los mensajes preguntando si él los había podido resolver. Tomé con el brazo izquierdo el tubo y en cuanto quise extender el derecho para alcanzar mi bolsillo frontal y tomar mi celular, me percaté de que ahora había cinco mujeres tan cerca de mí que no podía alcanzar mi móvil. ¿En qué momento el vagón se había llenado tanto? Me había ensimismado tanto otra vez que a este ritmo iba a pasarme de Guerrero, donde tenía que hacer el trasbordo. Miré con desesperación la etiqueta en la parte superior que indicaba el orden de las estaciones para ver cuántas estaciones faltaban cuando el metro hizo su siguiente parada. Lagunilla, aún faltaban dos estaciones para mi destino. Suspiré aliviada, tenía que relajarme, al menos en lo que llegaba a la universidad. El cubrebocas comenzaba a asfixiarme, sobre todo porque ya no había esas corrientes de aire refrescantes. Poco antes de Guerrero, noté que una chica con el cabello teñido de azul me miraba fijamente. Los segundos que transcurrieron hasta la siguiente estación los pasé preguntándome porqué estaba mirándome. ¿Tenía algo en la cara o en la ropa? En cuanto las puertas se abrieron en Guerrero, me abrí paso de manera algo brusca entre la gente, saliendo finalmente del vagón. Apresuré el paso dirigiéndome a la línea 3, mientras por fin podía revisar mis mensajes, esperando ver el número de Mateo en las notificaciones. Nada. Sólo un mensaje de mi madre preguntando cómo iba. Le respondí mientras llegaba al lugar de espera. Poco antes de volver a guardar mi móvil, la hora me provocó un escalofrío: 8:47. El examen era 9:20. No había estudiado tanto para llegar tarde. Esperé ansiosamente el transporte, sintiendo como mi respiración se aceleraba y el calor de mis exhalaciones se acumulaba dentro de la tela del cubrebocas haciéndome sudar.
Cuando los vagones llegaron, entré empujando de nuevo a las mujeres a mi alrededor. Me quedé tan cerca de las puertas que temía que no pudiesen cerrar por mi mochila entre ellas. El tiempo hasta Copilco lo pasé revisando constantemente la hora, cambiando las canciones de rock que no hacían más que alterarme y buscando soluciones a escenarios imaginarios en los que de manera inevitable aparecían los problemas sin resolver.
A las 9:13:48, el metro llegó a Copilco, la última estación antes de llegar a la universidad. Si corría lo suficientemente rápido llegaría 9:25 a la facultad. Tendría tres horas para el examen, tal vez cinco minutos no me afectarían mucho. Cuando el vagón salió de la oscuridad de los túneles y la luz matutina iluminó de nuevo mis alrededores, la esperanza de llegar antes de las 9:25 renació. A las 9:15:12 recibí un mensaje de Mateo. "Hola, perdón, estaba dormido. Sí, los pude resolver, ¿ya llegaste a la facultad? Si quieres puedo verte en el salón y te explico rápido cómo se hacían" respondió. Una ola de felicidad me invadió, finalmente podría resolverlos, pasar el examen, pasar la materia, graduarme y trabajar para no morirme de hambre. Levanté la cabeza un segundo hacia las ventanas para ver si ya habíamos llegado y la sonrisa escondida por la mascarilla se desvaneció. ¿Por qué estaba viendo casi el mismo paisaje de antes? ¿El vagón se había detenido? ¿O acaso yo me había perdido en mis pensamientos de nuevo? ¡No, ya me había pasado de la estación! Espera, ¿cómo me iba a pasar si Universidad era la última estación de la línea 3? Miré a mi alrededor. Ahora había menos gente. ¿En qué momento se abrieron las puertas? ¿O es que el vagón ya iba de regreso a Indios Verdes? Giraba la cabeza frenéticamente de un lado a otro, atrayendo algunas miradas curiosas y extrañadas. Una cara conocida me miraba desde el otro lado del vagón. ¿Mateo? Pero este era el vagón de mujeres. ¿No que él ya estaba en la facultad? ¿Qué hora era? 9:19:21. Miré de nuevo la ventana. ¡¿Por qué diablos habíamos avanzado tan poco?! El problema uno regresó a mi mente: "Si la distancia que recorre un cuerpo entre dos puntos A y B se determina tras cada paso como 1n donde n es un número natural mayor a 1: 2, 3, 4..., ¿por qué el cuerpo nunca alcanza el punto B?" ¡Claro! Porque la distancia al punto B se va reduciendo infinitamente pero nunca es igual a cero. Nunca llega. Ya lo tenía. Estaba sencillo, ¿por qué me había costado tanto trabajo? Miré la ventana de nuevo. El vagón había avanzado menos esta vez, pese a que se sentía la velocidad usual. Había algo raro. Miré fijamente el paisaje, ¿qué estaba sucediendo? Entonces pude ver cómo todo fuera del vagón se movía cada vez menos, como si estuviésemos frenando. Pero podía escuchar el sonido de los rieles, los motores, el movimiento. Mis ojos veían como el vagón frenaba y frenaba pero nunca se detenía por completo, y mis oídos escuchaban el movimiento normal. ¿Me había vuelto loca? ¿A nadie le parecía extraño esto? Miré a la gente por enésima vez. Había menos ahora. Mateo ya no estaba, ¿me lo había imaginado? Me sobresalté al darme cuenta de que ahora todos me estaban mirando. Aterrorizada corrí hacia las puertas, tenía que salir como fuera, aunque el metro estuviera en movimiento. Golpeé las puertas, no se movían, grité pidiendo ayuda, nadie respondió, la gente comenzó a acercarse a mí. ¿Qué hora era? ¡¿Cómo que 23:59:59?! ¡¿Por qué el reloj se había detenido ahí?! ¡¿Y la luz del día?! ¡¿Por qué ahora todo estaba oscuro?! ¡La gente me está mirando, me quieren hacer algo, me voy a morir!
Entonces un último pensamiento cruzó mi mente. ¿Realmente me detuve antes de cruzar la línea amarilla al principio?
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