La jaula de vidrio
Pobrecillo...
Ya he perdido la cuenta de cuánto tiempo lleva allí, tras el grueso vidrio que nunca parece desgastarse por el tiempo.
Todas las mañanas lo veo, cuando se le ilumina la cara con la primera luz del alba que entra por el tragaluz. Lo veo con agujeros negros debajo de los ojos. La expresión cansada e indiferente basta para saber qué tan harto está de su vida.
A veces está allí, tras el vidrio, mirándome fijamente, perdido en sus pensamientos. A veces no. No sé dónde está cuando no mira al vidrio, quizá perdido entre las infinitas sombras que invaden el espacio un par de metros más allá. Esas sombras, todos estos años... estoy seguro de que ya habrá olvidado lo que es un año. Creo que hasta yo ya lo olvidé. Tal vez yo lo haya olvidado un poco más que él.
Al menos su cueva es bastante grande. Y no está solo.
A él es el que veo la mayoría de las veces, pero a veces veo una cara diferente: de piel más morena, con ojos más grandes o con el cabello más claro. En mi memoria hay vestigios de los finos rasgos de una mujer hace mucho tiempo. Sólo la vi una vez. Quizá logró escapar. No hay manera de saberlo.
Pero aunque llevo cuidándolos tanto tiempo, ninguno ha hecho algo distinto, por más diferentes que sean. Vienen, me miran un rato, mientras yo les sostengo la mirada, o doy vueltas alrededor de su jaula. Luego se pierden entre las sombras eternas y puede que vuelvan, o no.
Hoy has venido tú. A ti nunca te había visto. Tienes apariencia de ser nuevo por aquí.
Me estás mirando. No me sorprende. Todos lo hacen. A veces pienso, ¿por qué? ¿nunca se han visto entre ustedes? ¿o es que soy el único ser humano que les permiten ver? No lo sé, yo sólo hago mi trabajo.
Tus ojos son oscuros... como todo lo demás. Rara vez entra algo con color claro aquí. Pero hay una diferencia... espera... casi la he visto...
Emoción.
¿Estoy soñando? No sé cuánto ha pasado desde la última vez que vi unos ojos con expresión alguna. Pero no puedo ver más. Sé que sientes algo, pero no sé qué. Déjame pensar... bajo tus ojos no hay bolsas oscuras, ni arrugas...
Pero te vas antes de que termine de verte.
Te pierdes entre la oscuridad. Me pregunto cómo todos ustedes entran y salen de allí. También me pregunto si volverás, o te tragarán las sombras como a muchos otros. Me he olvidado de eso al poco rato.
Me haces sonreír al ver que sí vuelves, junto con el único que ha venido a pararse en el minúsculo punto iluminado desde que comenzaron los días aquí. Él parece acabado y malhumorado, como quien parece condenado al fracaso. Tú... pareces todo lo contrario.
Ambos, con sus ropas deshilachadas y descuidadas, le dan vueltas al vidrio, como si intentaran encontrar un extremo que no existe.
He creído que se han vuelto a perder en la oscuridad, cuando vuelven al centro del vidrio.
Lo miras, y él te mira, pero no es una mirada decaída y muerta como las de los demás. Hay una emoción en ella, y tampoco logro saber qué es.
Entonces hacen algo que nunca nadie había hecho.
Comienzan a acercarse al vidrio, más y más, cada vez más rápido. Instintivamente me hago hacia atrás, sin quitarles la vista de encima. Siento mi respiración acelerarse, como los ventiladores cuando están a su máxima potencia.
Y cuando llegan al vidrio, lo tocan, primero sintiendo su textura, lisa, hermética, inmutable. Pero una fracción de segundo después, tú empiezas a golpearlo, con toda tu fuerza, con tu poca fuerza, pero es suficiente para hacer sonar un ritmo sordo, apagado que se va haciendo más y más intenso. Luego él se te une, y ambos comienzan a golpear con tanta voracidad, que veo como la piel de su cara se pone roja, sus manos sangran. Llega un punto en el que tú desistes, al ver al enorme y grueso vidrio ignorar sus agresiones.
Él sigue golpeando, con los ojos irritados y tan concentrado en lo que hace que no ha notado que la sangre ha bañado sus brazos por completo.
Pobrecillos. Pero yo no puedo hacer nada por ustedes, yo sólo soy un trabajador.
Lo detienes. Lo tomas de los hombros y forcejeas un momento con él para alejarlo del vidrio. Me echas una última mirada. Y logro determinar la emoción en ella. No es la que esperaba. ¿Lástima?
Te vas, él también, se internan en las sombras, y yo me preparo para alejarme del vidrio, cuando otra cosa inusual pasa. De repente todo se ilumina, como el tragaluz, todo se hace blanco y yo tengo que cerrar los ojos.
Pasa un tiempo, segundos, minutos, quizá horas, no lo sé. Luego puedo abrir los ojos y ver a mi alrededor. Y me doy cuenta de algo. Algo que cambia por completo la razón por la que he estado aquí tanto tiempo. ¿Ustedes fueron los que me observaron todo el tiempo? ¿No era yo quien los cuidaba? ¿Era por eso que se perdían en las sombras y a veces no volvían?
Por primera vez, escucho que alguien habla con claridad.
—Escuché que por fin está listo.— te dicen. Tú no has quitado tu mirada de lástima.
—La jaula va a tardar en abrirse. Estuvo cincuenta y ocho años cerrada.— respondes.
En efecto, el vidrio no tiene fin, no tiene extremos. Está cerrado. Y yo estoy en el centro.
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