El Jardín de Girasoles
El perpetuo silencio se interrumpe de pronto. El canto de una golondrina se escucha a lo lejos, suave como una melodía con la que me quedaría dormido. El viento lo acompaña, y me acaricia los brazos, que se sienten cálidos por el sol naciente en el horizonte. Detrás de él, el cielo infinito que nunca deja de ser azul; ese azul que me da la bienvenida cada vez que vengo al jardín de girasoles.
Me pregunto cuántos habrá. Hace algún tiempo intenté subirme a una colina chata y traté de contarlos. Pero mis ojos no vieron su fin. Parecían interminables, poblando azarosamente el suelo que se pierde y se fusiona en algún punto con el cielo.
He perdido la cuenta de las veces que he venido aquí. Sin embargo nunca me he sentido solo. Siempre están todos ellos, todos los girasoles que me sonríen con su amarillo intenso, mirando la luz de la estrella madre. En ocasiones sueño que vienen conmigo y miramos el atardecer en otros jardines, con otra infinidad de flores de muchos colores.
–¿Por qué sigues viniendo?– me pregunta un cara de niño.
¿No es evidente? Porque pese a que no sé desde cuándo vengo, nunca he dejado de saber porqué. Porque quiero recordar. Porque todos los girasoles guardan esas memorias que se han desvanecido entre las garras del tiempo. Porque ellos nunca olvidan esa bella nostalgia y yo tampoco quiero hacerlo.
Cierro los ojos para disfrutar del viento, para sentir el pasto sobre el que me siento, para absorber el aroma de viejos tiempos. Pasan unos segundos, unos minutos, horas, días o meses, años. No importa. Hasta que esa cálida brisa se debilita, más y más, hasta que no queda nada de ella. Y cuando ya no la siento, sé lo que va a pasar.
No quiero abrir los ojos. Quiero ver siempre el jardín de girasoles aunque tenga los ojos cerrados. Pero incluso al pasar más el tiempo la imagen mental se distorsiona tanto que tengo que mirar lo que hay frente a mí.
–¿Por qué sigues viniendo?– me vuelve a preguntar el cara de niño. Y entonces ya no sé responderle.
El cielo gris me cuestiona, el pasto seco hace siglos se burla de mí, las golondrinas muertas me miran con desdén y...
Y ellos.
Los girasoles marchitos, el inagotable mar de cadáveres que nunca estuvieron conmigo, ni siquiera la primera vez que vine, me hacen saber lo decepcionados que están porque sigo viniendo. ¿Por qué lo hago? ¿En qué momento me pareció que venir a este cementerio me traería paz? ¿Cómo es que acabé aquí en primer lugar?
Entonces recuerdo cuánto detesto este basurero. Quiero olvidar este jardín para siempre, enterrarlo bajo aquella baldosa polvorienta, colocar mil objetos inamovibles encima y nunca volver a saber de él.
Me recuerda la razón porque la que yo mismo desgarré ese azul del cielo, por la que estrangulé a las golondrinas y arranqué cada girasol con tanta rabia que mis manos sangraron.
–¿Por qué sigues viniendo?– me pregunta una última vez el cara de niño.
Y ahora lo sé. Porque vine para asegurarme que cada centímetro de aquel maldito lugar estuviera muerto. Porque nada de su belleza era verdad, era solo una máscara para hacerme venir al jardín en bucle, en un ciclo enfermizo que me destruía un poco a cada segundo.
–Ya no.– le digo. –Ya no estoy.
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