Aspiraciones de Protagonista
—Gracias, buena tarde.— dije rápidamente, dirigiéndome al chófer.
Las botas cafés y desgastadas resonaron en la superficie metálica de las escaleras del autobús mientras daba largos pasos hasta alcanzar el suelo de concreto. De inmediato, la brisa de polvo que dejó el camión al acelerar hizo volar mis cabellos, que acariciaron mis mejillas. Levanté la mirada, hacia la avenida. Los coches iban y venían, dejando una estela de gravilla y hojas secas tras de sí. El hombre que vendía golosinas junto a la ostentosa tienda de ropa frente a la que me bajaba del colectivo todos los días ofrecía alegremente su mercancía.
El cordón de mi mochila se había entrelazado con el cable de mis audífonos, que seguían conectados a mis oídos desde hacía una hora. Solté un soplido y caminé con pesadez hasta la pequeña banquita donde solía sentarme a esperar a mi padre y dejé caer mis tres maletas. Mi cabeza sucumbió al cansancio, recargándose contra el respaldo de la banquita. Mi mirada se perdió unos segundos en el cielo, oscuro. Ya serían más de las siete de la noche. Aquel día había pasado más de doce horas en el instituto, entre clases, sesiones de estudio, proyectos inconclusos y almuerzos fugaces.
Mi mirada se despegó del cielo hasta que la música fue interrumpida por mi tono de llamada. Era mi padre.
—Hola, cielo. Ya estoy aquí.— oí su voz a través del teléfono.
—Hola, papá. Ya voy.
Me levanté y crucé los pocos metros que me separaban de la puerta del pequeño coche azul cielo que mi padre había comprado con sus ahorros de vida hacía un par de años. Oír la voz de mis padres era una peculiar motivación mía, pues eran lo más preciado que había en mi vida. Ambos vivos, sanos y con un gran amor para darme. Me senté en la parte trasera, junto a la ventana, dejando caer todas mis cosas de nuevo.
—¿Cómo te fue hoy en la escuela?— preguntó.
—Creo que me fue muy bien en el examen de literatura.— respondí alegre.
Vi su sonrisa orgullosa a través del retrovisor, lo que me hizo sentir mejor. Mis padres trabajaban arduamente para darme una vida tranquila, cómoda y feliz. Una vida perfecta y rutinaria. Mi mundo era como una bola de cristal enorme en la que yo estaba metida. Una bola etérea en la que nunca pasaba nada malo, en la que todos los días eran prácticamente indistinguibles uno del otro, a excepción de unos cuantos.
Sin embargo, lo interesante de mi día a día estaba dentro de mi mente. Siempre había sido una obsesa de la ficción: libros, películas, series, videojuegos, historietas. Amaba las historias: desde las fantásticas con grandes luchas y héroes inolvidables, hasta las que narraban la rutina mundana. Y no sólo las historias en un papel o en una pantalla. Me fascinaba escuchar y especular sobre las historias de otras personas. Las vidas de los grandes autores y científicos. Las vidas de las personas a mi alrededor. Recuerdo que me había metido en algunos problemillas por eso. Escuchaba historias fascinantes y emocionantes sobre amoríos, peleas, hipocresías, discusiones, reconciliaciones y eventos repentinos mientras caminaba entre un montón de gente de una clase a otra. Mientras me recostaba en el pasto durante mis ratos libres a solas, o mientras miraba la ventana del autobús perdida en mis pensamientos, con canciones que me sabía de memoria en los audífonos. Amaba las historias porque siempre habían tenido algo que me capturaba una y otra vez. Siempre había algo nuevo en el futuro. Un romance, un descubrimiento, una lucha... algo inesperado.
Mi mente se pasaba divagando mucho tiempo, imaginando mis propias historias. Es por eso que me gustaba escribir. Plasmar todas esas historias en palabras, donde yo me sentía poderosa, como la diosa de todo un universo. Imaginando que me convertía en superheroína, o que resolvía un caso muy complicado. Imaginando que encontraba al amor de mi vida, como en esos libros que me capturaban a las dos de la mañana, bajo las cobijas, con lágrimas en los ojos.
Sin embargo... todo se quedaba ahí. En mi imaginación, en el papel, en la pantalla de mi viejo celular, en las palabras de mis amigos, de mis padres. Mis ojos, que se habían deslizado por tantas historias, eran los más inexpertos. Nunca me convertía en superheroína, ni resolvía ningún caso, ni encontraba al amor de mi vida. Nunca estuve en ningún amorío, ni en ninguna discusión, ni en ninguna lucha épica.
Era como un personaje secundario con aspiraciones de protagonista.
Pero no he perdido las esperanzas. Después de todo, muchos protagonistas inician con una vida aburrida y sin imaginarse que una gran historia les espera. Quizá, sólo quizá, ese sea mi caso.
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