21 de noviembre
La niña siempre se sentaba bajo el mismo árbol, que estaba muerto ya desde hacía mucho tiempo. A pesar de la corta edad que tenía, la niña era muy consciente de lo que pasaba en el mundo.
Unos cuarenta años atrás, la población mundial había alcanzado los once mil millones, muy por encima del límite máximo considerado décadas antes. La justicia, la moral y el altruismo ya no tenían lugar en el mundo, pues quien osara actuar ayudando a los demás, terminaba con su propia vida. Había quienes juntaban riqueza suficiente para darse todas las comodidades que imaginaban. Otros tenían que hacer locuras para sobrevivir. Y la gran mayoría perecía en el camino. Aquellos que tenían el poder decían buscar la manera de detener el sufrimiento y la muerte masiva, pero la realidad era que no había mucho que pudieran hacer para sostener a los ríos de gente que pedían comida, vestimenta y refugio.
Entonces fue cuando llegó la Gran Propuesta. Era eficaz y tan radical que era seguro que resolvería todos los problemas de la humanidad. No había tiempo para discutirla, ni preguntarse si era correcta, o si había una mejor solución. Más que una decisión unánime, por órdenes incuestionables, las autoridades del mundo cooperaron con parte de sus recursos para poner en marcha el mecanismo que salvaría a la especie humana. Se centraron en lo que las personas consideraban bello, natural y fantástico, para que nadie se diera cuenta de que iba a ser su sentencia de muerte. Famosos botánicos fueron forzados a trabajar con biólogos, médicos, genetistas y químicos para alterar flores que nacían en las calles, y animales de compañía. Cuando realizaran sus procesos naturales, liberarían un compuesto tóxico, sólo para los humanos.
Pocos fueron los que fallecieron en los primeros dos años, parecía tan natural, que nadie se imaginó lo que les esperaba, ni siquiera los científicos que lideraron la fabricación del compuesto. Un día, mientras la gente miraba fascinada como el cielo se oscurecía a plena mañana, debido a la luna que eclipsaba al sol, las flores, las aves, caninos, felinos y roedores infectados soltaron la mayor cantidad de tóxico desde que empezaron a hacerlo. Ese día, un 21 de noviembre, mucha gente vivió sus últimos instantes mirando aquel extraordinario espectáculo. Esos fueron los que tuvieron suerte. A partir de esa mañana de otoño, moriría más del noventa por ciento de la población mundial entre agonías, largas esperas y dolores profundos.
Hoy se cumplían treinta y ocho años desde ese día.
Aún así, con diez mil millones de personas menos, los recursos eran casi nulos. Ya no había leyes ni orden. El mundo se había convertido en una gran prisión en donde lo único que quedaba era el deseo de sobrevivir.
Pese a los terribles peligros que había en el exterior, la niña miraba al horizonte tranquila. Miraba su planeta destruido y podrido por última vez.
Hija de dos altos puestos en la única organización espacial que quedaba, la niña estaba a punto de irse, junto con sus padres, veinte personas más y sus respectivas familias, en un largo viaje sin retorno. Partirían hacia Gliese 163c, lo cual les llevaría unos 55 años. Gliese 163c era el mejor candidato de un planeta parecido a la Tierra, a 48.9 años luz de distancia. Desde que sucedió la gran matanza del 21 de noviembre, un equipo que sobrevivió a la tragedia y sus descendientes se habían dedicado desesperadamente a la investigación y la experimentación, hasta que lograron una hazaña que hubiera merecido una celebración mundial en otras condiciones: alcanzar el 99.8% de la velocidad de la luz, apenas envejeciendo diez años al llegar a Gliese 163c.
La niña se la pasaba todo el tiempo afuera con su vieja máscara de gas y la muñeca del vestido rosa desgastado. A pesar de todo, no estaba asustada. Al contrario, estaba emocionada. Vería tantas cosas en aquel viaje legendario. El primer viaje interestelar. Tres días después, estaba dentro de la enorme nave, pegada a un asiento entre sus padres, que le sostenían las manos para que no se sintiera tan nerviosa. La niña pensó por última vez en su peluche de pingüino y en su lámpara de genio que se habían quedado en la casa. Quizá algún otro niño los encontraría y jugaría con ellos.
Con el corazón desbocado, oyó la explosión que hacían los cohetes al despegar. Una fuerza muy superior a ella la hundió más en su asiento y sintió como la gran estructura se elevaba. La emoción que sentía era indescriptible. El rugido del cohete ahogó sus minúsculos gritos, el verdadero despegue se sentía mil veces peor que los entrenamientos.
Y así, las cuarenta y seis personas dentro se sumergieron en la negrura del infinito mar de estrellas, dejando todo atrás, absolutamente todo, para comenzar de nuevo. Para darse una segunda oportunidad.
Sólo transcurrieron diez años para los tripulantes de la nave. Pero la niña, ahora una adolescente de dieciséis años, no había perdido la costumbre de sentarse, mirar al horizonte y dejar que sus pensamientos dieran rienda suelta. Excepto que la nave no tenía ventanas. Así que su ventana eran viejos vídeos de una Tierra bella y rebosante de vida, que se sabía de memoria por haberlos visto desde que comenzó su viaje. Un día, mientras ella hacía lo anterior, se anunció que casi llegaban a Gliese, en cuatro días lo harían. Durante ese tiempo, la nave estuvo de fiesta. Realmente habían tenido éxito. Era increíble. No había otra palabra.
Pero cuando se aproximaron lo suficiente, lograron ver pequeños trozos de algo orbitando el planeta. Satélites artificiales. ¿Gliese estaba habitado? ¿Será que además de hacer el primer viaje interestelar, también habían descubierto la vida extraterrestre inteligente?
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