Capítulo 4. Presagio
Europa
De nuevo hoy es un día para el lamento. Para los hombres no somos más que una moneda de cambio. Nos usan, obtienen de nosotras cuanto quieren y después nos desechan como si fuéramos un mero objeto. Espero que pronto resuenen los vientos del cambio en esta nuestra ciudad. Lo ansío puesto de lo contrario me temo que será nuestro fin.
Jamás hubiera imaginado que aquello pudiera pasarle a ella, sin embargo, alguien se cruzó en su camino para decidir su destino. Quizás si lo hubiera sabido aquella mañana de domingo hubiera preferido seguir entre el abrazo cálido de su familia. Pero no lo supo y no pensaba que tuviera que estar siempre bajo la protección de sus hermanos. Aquel día, anunció a su familia que no pasaría con ellos el día, como solían hacer cada domingo, ya que iría con un par de amigas a la ribera del río para aprovechar el buen tiempo que les estaba brindando la precoz primavera que había caído sobre la ciudad.
Así que se levantó con las primeras luces, se vistió con un vestido blanco y salió por la puerta antes de que nadie se hubiera levantado, por lo que nadie la vio salir por última vez. Se encontró con sus amigas en la plaza del pueblo para ir a comprar algo para comer durante el día, después de aquello se dirigieron hacia el río. Cruzaron el puente dando un paseo por el bosque hasta que decidieron establecerse hacia el norte del río. Había varios grupos de gente de su edad que también querían disfrutar de los primeros rayos del sol del año.
El día estaba siendo maravilloso. Europa tenía un sentimiento de felicidad tan radiante que el entusiasmo que sentía se transmitía en una risa que contagiaba a todos lo que se encontraban a su alrededor. Cuando empezó a caer el sol, la gente comenzó a abandonar el lugar para volver al pueblo. Sin embargo, Europa y sus amigas estaban muy a gusto en compañía de otros chicos, por lo que aún no querían que aquel día se acabara. Por eso decidieron quedarse un rato más. Aunque la madre de Europa le había repetido que regresaran antes de que se fuera el sol, ella desoyó sus consejos. No le daba miedo volver cuando el bosque estuviera oscuro, ya que iba acompañada y estaba cerca de casa. No pensaba que pudiera pasarle nada.
Después de un rato, Europa se dio cuenta de que necesitaba ir al baño con urgencia, así que se separó del grupo, introduciéndose entre la maleza del bosque. Se alejó bastante del río para ocultarse, con tan mala fortuna que no llegó a hacer lo que pretendía. Mientras caminaba con prisa entre el bosque una voz la detuvo. Le sonó conocida, pero no se detuvo, como él le indicaba. En ese momento decidió que era mejor volver con el grupo y volver a casa. Pero no pensó que quizá fuera demasiado tarde. El hombre avanzó hacia ella. Europa se giró lentamente pensando que a lo mejor aquel hombre no era de por allí y se había perdido. Pero cuando lo vio se dio cuenta de que debía salir corriendo, pues aquel hombre era el mayor tirano de la ciudad: Zeus. Sabía que el destino de todos estaba en sus manos. Incluso el suyo. Así que no le quedó otro remedio que echar a correr hacia el río. Pero pronto él la alcanzó. La cogió con fuerza, provocando que todos sus gritos y forcejeos no sirvieran para nada, porque antes de que pudiera darse cuenta todo lo que conocía, lo que quería, todo a lo que aspiraba en la vida, todo absolutamente todo, se desvaneció.
Pero, aunque ella desapareciera aquel día, pronto la zona comenzó a llenarse de voces desesperadas gritando su nombre, pretendiendo que volviera a casa. Pretendiendo saber qué le había pasado. Y así pasaron los días sin que nadie supiera lo que pasó con ella.
Despertó desconcertada, sin saber cuánto tiempo había pasado, en un lugar oscuro. Estaba asustada porque no sabía qué era lo que había pasado, lo único que quería era regresar a casa. Pero no pudo. Pronto el hombre que la había llevado allí entró en aquella oscura sala. Se tomó la libertad de hacer con el cuerpo de Europa lo que quiso, guardando en aquella oscuridad sus actos más perversos. Después la dejó allí en un rincón, asustada, exhausta, dolorida... Acabó con todo su ser. Terminó con su vida.
Allí pasó varios días encerrada, mientras no muy lejos de allí, las voces que la buscaban en el bosque comenzaban a acallarse. Tan solo salían a buscarla sus hermanos y su padre. Llenaron la ciudad de carteles con su cara, pero que pronto eran arrancados, pues había corrido el rumor de que la joven se había escapado de casa por tener mala relación con sus padres, y ya nadie quería encontrarla. Ni siquiera les importaba lo que hubiera podido pasarle, si es que le había pasado algo.
Finalmente, Zeus volvió a aparecer, devolviéndola a la vida. Le dio una vida diferente, que ella no le pidió en ningún momento. Le dio un nombre nuevo y hasta la casó en secreto con un empresario de prestigio, que nunca estaba en casa. Se mudó a una casa gigantesca a las afueras de la ciudad, que se convirtió en su prisión. Europa se convirtió en un cuerpo que podía respirar, pero sus sentimientos habían muerto. Nunca dejó de querer volver a encontrarse con su familia.
A los meses de estar viviendo en aquella casa, tuvo un hijo que no quería. Pero se aferró a su cuidado como lo único que le importaba en aquella nueva vida, pues con él era con el único que podía compartir tiempo y se convirtió en su única familia. En aquella prisión, pasó el resto de su vida, mientras ni ella ni su familia dejaron de intentar encontrarse.
Supongo que este caso os sonará. Nadie sabía qué le pasó a la joven Europa. Excepto yo, que al saberlo no he dudado en escribir su historia. Espero que seáis conscientes de que la próxima puedes ser tú, tu hija, tu hermana, tu amiga. No desmerezcáis mis palabras. Actuemos contra este tirano, incendiemos las calles si hace falta, pero que no caiga ni una más.Mis mejores deseos,
La Dama en la Sombra.
Se crio viendo como su madre lloraba frente a su tocador, mientras sus doncellas le arreglaban los cabellos dorados y perfumaban su cuello terso. Ella se escondía para que no la viese, pero siempre supo que estaba ahí; viéndola caer. Tal vez eso fue lo que quiso enseñarle: que, aunque la caída parezca infinita siempre puedes levantarte. Se crio también, tras los despechos de su madre a los criados, después de sus interminables horas de llanto. Nunca le gustó que les tratara así de mal. Ellos no tenían la culpa del dolor que la acongojaba. Pero, aun así, eso le enseñó que debía tratar bien a los demás. Pues ella no sabía cómo hablaban a sus espaldas. Se crio entre riquezas, lujo y ostentación. Le hicieron creer que ella tenía todo en la palma de su mano, que podría llegar adonde quisiera porque pertenecía al estante más alto de toda la sociedad.
Sin embargo, todo cuanto le dijeron fue falso. Le llenaron la cabeza de pájaros, de mentiras mal construidas. Ellos ya tenían un futuro planeado, hecho a su medida. Quiso creer que podría eludirlo, pero no era así. Aunque nadie sabe cuál es la magnitud de su historia, ella tampoco lo sabía y jamás lo hubiera alcanzado a comprender si hubieran intentado explicárselo. Hay cosas que solo se entienden con hechos, con datos; con la historia. Y esta es la suya, la de Alexandra Stavros.
Corrían tiempos difíciles en Ólympos, pero ella no lo sabía. Las mujeres se dedicaban a otras cosas, siendo siempre desplazadas. Además, a su padre no le hacía gracia que se mantuviera informada de lo que pasaba en el exterior, así que la llegada de esos folletos lo había vuelto más histérico que de costumbre. Los criados sospechaban que quizás temía que algún día llegara uno que hablara de él, lo que supondría su ruina total. Pero aquel día, fue el día en el que construyeron su futuro con solo una sonrisa en un lugar inadecuado, con la persona errónea. Su destino cambió con solo un roce; el roce de las manos más execrables que había conocido el mundo.
Era un bello día de final de la primavera, se acercaba el momento de la selección de las órdenes de los templos, y eso tenía histéricas a las madres de hijas casaderas. Su caso, no era una excepción. Los criados corrían de un lado a otro llenando de vida la gran casa. De nuevo su padre intentaba obtener un buen lugar en la sociedad celebrando otro baile. Aunque eran tiempos inestables, su derroche era más grande que cualquier adversidad. Corría por el claustro cruzándose con algunas sirvientas, tenía que ir a que la bañaran y arreglaran para la fiesta, así que llegó a sus aposentos con la respiración entrecortada. Cerró la puerta avanzando hasta sus doncellas que ya la esperaban con todo preparado.
—Buenas tardes —saludó.
—Buenas tardes, señorita Alexandra —contestaron todas al unísono.
Eran cinco, algo mayores que ella, pero no demasiado. Intentaba siempre tratarlas con respeto, pues sabía que ellas lo daban todo por su familia.
—Por aquí, señorita —le indicó una.
Asintió siguiendo a la muchacha que le abría la puerta del baño. Aspiró el aroma perfumado que había impregnado el ambiente de la estancia solo iluminada por la tenue luz de algunas velas. Se fijó en que la bañera estaba llena de pétalos de rosas mientras le despojaban de sus ropajes, preparaban el jabón y las toallas. Después la metieron en la bañera, lavándole todo el cuerpo con sumo cuidado, dejando que cada poro de su piel se abriese al placer de aquel momento de relación en silencio. Cuando terminaron, la secaron antes de regresar a su habitación donde se apresuraron a aprisionar su vientre dentro de un corsé. Desde muy pequeña se había acostumbrado a que su cuerpo quedase oprimido. Había sufrido todo tipo de incomodidades, así que ya no le molestaba nada.
—Señorita Alexandra, hemos podido adquirir un nuevo vestido, de los últimos que quedaban de Aracne. Es de una magnífica seda.
Alexandra asintió dejando que le mostraran el vestido blanco con bordados rosas, con una sonrisa en los labios. Le encantaba tener vestidos nuevos, y era una pena que la mejor diseñadora de la ciudad hubiera acabado así. Ya no quedaban muchos vestidos suyos que comprar, y aunque sus discípulas intentaban imitar su estilo, no era lo mismo.
—Es precioso —convino.
Aunque había visto a su madre y as u padre, mantener un frío trato con el servicio, a ella no le parecía que viera que ser así, por lo que a veces se tomaba la libertad de eximirse de esa frialdad que tanto distaba de su personalidad.
—Cuando lo lleve usted lo será aún más.
Le dedicó una sonrisa más amplia. Nunca supo si todos aquellos halagos que le hacían eran simplemente para complacerla o porque realmente creían que era así. Sin embargo, Alexandra no sabía qué oscuras intenciones había tras aquel vestido tan inocente. Le pusieron las joyas más brillantes que tenía, antes de subirse a unos zapatos de un color perla precioso que encajaba con el vestido. Cuando la maquillaron y estuvo lista la despidieron.
—Que se divierta, señorita.
—Que tenga usted una agradable noche.
—Gracias, retírense a descansar hasta que vuelva —les contestó ella.
Asintieron tímidamente, saliendo de la habitación después de ella, cerraron la puerta con llave y se perdieron en el extremo opuesto del pasillo. Comenzó a andar, pero escuchó alboroto en el piso de abajo, por lo que se asomó al patio interior para darse cuenta de que la fiesta había comenzado. Así que salió disparada hasta llegar a las escaleras que bajó apresuradamente. Cuando llegó al piso inferior, una figura la interceptó. Era uno de los hombres al servicio de su padre.
—Señorita Alexandra, su padre precisa su presencia en su despacho —le informó.
Alexandra miró a su alrededor confundida, como si esas palabras no fueran con ella.
—¿Ahora? —preguntó sorprendida.
El hombre asintió, así que la joven lo siguió por el pasillo hasta el despacho de su padre. Una vez en la puerta, la dejó sola. La joven respiró hondo, aunque no sabía a qué se enfrentaba todavía. Tocó la madera con los nudillos, a lo que la voz de su padre respondió nerviosamente:
—Adelante.
Alexandra abrió la puerta, aún alcanzo a ver como Hipólito guardaba algo con brusquedad en uno de los cajones de su pesada mesa de roble. Cruzaron una mirada seria, antes de que le indicara con una mano que se sentara. Hipólito tenía sobre la mesa un vaso de whisky, así que se lo llevó a los labios para tomar un trago mientras miraba por la ventana recostándose sobre su silla durante unos segundos que a su hija se le hicieron eternos. Entonces se incorporó, quedando erguido en la silla, clavando sus ojos en los de ella.
—Te vas a casar —soltó sin más.
La joven abrió la boca sorprendida ante tal sentencia. No esperaba que eso sucediera tan pronto. Pero sabía que sus padres preferían casarla a que tuviera que pasar por la selección para servir a uno de los templos de la ciudad durante toda su vida. Tiempo atrás eso hubiera sido todo un honor, pero ya no quedaba fe en los corazones de nadie.
—¿Qué? Pero si yo no... —logró decir titubeando.
Hipólito aireó su mano para interrumpir a su hija. Poco importaba lo que ella tuviera que decir ante sus decisiones. Ella era un bien para él, para el que tenía que encontrar una rentabilidad.
—Alexandra, ya hemos hablado de esto. Así que no me contradigas. Ya sabes de sobra cómo funcionamos aquí. Se hará lo que yo diga. Además, será todo un honor para ti, porque podrás llevar una buena vida, me ayudarás a mí. Verás, con todo esto..., estamos pasando por una..., como decirlo..., una mala época, ya sabes. Pero si te casas con quien yo elija, podríamos solucionarlo. Y tú quieres solucionarlo, ¿no es así?
La joven Alexandra no sabía en realidad qué contestar, así que movida por la manipulación de su progenitor asintió indecisa.
—Así me gusta, porque he organizado toda esta fiesta para hacer el compromiso oficial. Así que nos vemos en el salón.
Hipólito volvió a tomar otro trago, acabando con todo el contenido del vaso. Lo dejó sobre la mesa dando un golpear que resonó por toda la estancia, haciendo a Alexandra despertar de aquella pesadilla. Se levantó dirigiéndose hacia la puerta asintiendo, intentando procesar lo que estaba a punto de suceder.
Cuando llegó al salón todas las miradas se posaron en ella. No estaba acostumbrada a tanto protagonismo, aunque llevaba toda la vida entre brillos, lujos y alta sociedad. Eso no la abrumaba. Se vio reflejada en las copas de champán rebosantes que había muy bien dispuestas en una mesa. Estaba espléndida. La voz de su padre en la oreja la trajo de vuelta a la realidad.
—Es la hora, Alexandra.
Avanzaron juntos por la estancia, usando la joven el brazo de su padre para darse impulso. Cuando de entre la multitud mayoritariamente ataviada de violeta, apareció el hombre cuyo destino quedaría ligado para toda la eternidad si nadie osaba impedirlo. Una vez llegaron al centro de la sala, Alexandra dio un dubitativo paso al frente para encontrarse con Héctor, que se arrodilló ante ella, con las miradas de todos los asistentes en el evento posadas en ellos. Del bolsillo de su chaqueta extrajo una pequeña cajita envenenada en colores amarillos y violetas, que abrió al tiempo que dirigía hacia ella, mostrando un precioso, pero modesto anillo.
—Alexandra, no puedo soportarlo más. Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Quiero que te cases conmigo —dijo sin titubear.
La joven quedó paralizada por aquel momento. Aunque apenas se conocían, el tiempo que habían pasado juntos había sido para ella maravilloso, pues Héctor había usado todos sus encantos para que cuando llegara ese momento, Alexandra deseara con todo su ser aceptar la proposición. Pero lejos de eso, no supo cómo reaccionar, pues era algo para lo que no la habían preparado. Además, recordó el consejo de su madre: que se mantuviera alejada de aquel hombre, que no le traería nada bueno.
Sin embargo, tenía un deber para con su familia. Sabía que debía casarse con alguien al final de aquella temporada, o quizás fuera elegida para ser sacerdotisa de uno de los templos, algo que ni ella ni sus padres deseaban. Así que en sus labios apareció poco a poco una tímida sonrisa, mientras volvía a sentir el brazo de su padre, entre sus manos.
—¿Te casarás con Héctor? —preguntó su padre.
—Si, claro que sí. Por supuesto. Nada me gustaría más —contestó asintiendo fervorosamente.
Inmediatamente se separó de Hipólito, para dejar que Héctor la tomara de la mano para colocarle el anillo en el dedo anular, firmando así su compromiso. El gentío comenzó a aplaudir y a vitorear a la nueva pareja que sonreía contenta desde el centro de la sala. Pero tras los aplausos de alguien, había en realidad el gran pesar y el llanto de una madre, por perder a su hija de repente, en silencio, de forma irreversible.
La música inundó de nuevo la estancia, invitando a los asistentes a iniciar el baile. Los ahora prometidos se tomaron de la mano para bailar la primera canción.
—Me alegro de que hayas aceptado mi proposición —dijo él.
—Por supuesto, no podía ser de otra manera —contestó ella.
Ambos quedaron conversando, felices de haber llevado a cabo ese compromiso, mientras Aurora los observaba desde un rincón intentando mantener la compostura. Cerca de ella, se encontraba Cassandra, la mejor amiga de Alexandra, que estaba deseando que terminara el baile para correr a felicitarla, y quizás permanecer el resto de la fiesta juntas, como siempre hacían. En ese momento, un hombre se acercó a ella, pero siguió mirando como su amiga bailaba con su prometido, sin intención de hacerle caso. Ella solo tenía ojos para una persona. El hombre se acercó más, carraspeó para intentar llamar su atención, pero ni aun así Cassandra le dirigió la mirada.
—¿No bailas? —dijo al final él.
Cassandra no se molestó tampoco en ese momento en girarse para mirar a su interlocutor. Al contrario que su amiga, ella estaba harta de aquellas fiestas. Le gustaba asistir, por supuesto. Pasar la velada entre amigas, con comida deliciosa y bailar le encantaba. Pero odiaba los buitres que intentaban cazarla como un trofeo.
—¿Alguien te ha dado permiso para hablar conmigo? —contestó.
El hombre se rio ante aquella contestación de la joven, aunque no había sido ninguna broma.
—¿También hay que pedir permiso para eso?
—Por supuesto.
Cassandra se volvió entonces para mirarlo y dedicarle una sonrisa carente de simpatía.
—Entonces te dejaré que converses con las paredes.
Ambos hicieron una inclinación de cabeza a modo de despedida.
—Gracias. Muy amable por tu parte —añadió ella.
Él se alejó, pero no se había dado por vencido. Cassandra observó perpleja como se acercaba a su padre, que se encontraba rodeado de otros nobles, para hablar con él entre cuchicheos. Antes de que quisiera darse cuenta, había vuelto con una sonrisa de satisfacción entre los labios.
—He obtenido la aprobación de tu padre para hablar y bailar contigo —le informó él.
—Lo quiero por escrito —le contestó con desdén.
El hombre extrajo un pedazo de papel firmado, para tendérselo. Cassandra se lo arrebató de las manos, lo leyó rápidamente antes de arrugarlo. Para ella no significaba nada.
—Mi padre no dicta lo que yo hago. Deja de molestarme si no quieres que haga que te echen.
Él se echó a reír ante la mirada extrañada de Cassandra. Si hubiera sabido quién era aquel hombre, hubiera comprendido qué era lo que le hacía tanta gracia. Pero entonces entre el gentío vio a la persona que había estado esperando durante toda la noche.
—Oh, ahí está —dijo para sí misma.
Se alejó del hombre que pretendía que le permitiera un baile, para dirigirse a un criado que portaba una bandeja con copas haciendo equilibrios sobre una mano. Era Corban, se conocían desde pequeños cuando jugaban entre los pasillos, alejados de las fiestas de los mayores. Cassandra sentía un gran cariño por él, que iba mucho más allá de la amistad. Pero ella sabía que nunca podrían estar juntos, pues era hijo de criados. Su relación nunca sería aprobada, y para estar con él tendría que renunciar a todo. Algo a lo que no sabía si estaba dispuesta.
—Cassandra, ¿cómo estás? —dijo sorprendido de verla.
La chica suspiró poniendo los ojos en blanco, añadiendo algo de dramatismo a sus palabras.
—Mal hasta que te he visto. Un lunático estaba intentando bailar conmigo. ¡Incluso se lo ha pedido por escrito a mi padre! ¿Qué clase de loco hace eso? —hizo un gesto con la mano, intentando recobrar la compostura que había perdido y añadió—: Es igual, estaba reservándome para ti. ¿Nos vemos cuando acabes?
Corban la miró apenado, bajó la mirada al suelo. No podía soportarlo. Sacudió la cabeza con un gran pesar atenazándole el corazón.
—Lo siento, Cassandra. Ya sabes que no debo relacionarme con los invitados.
Cassandra abrió la boca para contestar, pero en ese preciso momento, alguien la tomó del brazo para alejarla de él. Se giró para ver quién era quien osaba arrastrarla lejos del único hombre por el que sentía interés, para descubrir a su madre, Cora Demetriou.
—Deja a los empleados hacer su trabajo. Quiero presentarte a el duque Xander, el hijo de Basha...
Antes de que pudiera darse cuenta se encontraba de nuevo junto al hombre que había pedido por escrito permiso a su padre para poder hablar y bailar con ella aquella noche. Puso los ojos en blanco, girándose hacia su madre poniendo aún más de manifiesto su carácter indomable. Sus padres tenían claro que no sería tan fácil encontrarle un marido a ella, como había sido para su amiga Alexandra.
—Oh, ya he conocido a el duque Xander, madre. Y no quiere tener absolutamente nada que ver con él.
Cora hizo caso omiso a las bruscas palabras de su hija, la agarró fuerte por el brazo mientras le dedicaba una sonrisa a Xander.
—De veras lo siento, Xander. Ya conoces a estas jóvenes de hoy en día...—dijo a modo de disculpa.
Sin decir una palabra, el duque se marchó para disgusto de Cora, que creía que su hija no tenía solución. Solo quería que fuera simpática con él, si le había gustado podrían arreglar el compromiso antes de que terminara la temporada. A ella tampoco le gustaba aquello, pero era mejor casarse bien, con un duque, que como la pobre Alexandra que había aceptado un compromiso nefasto, a su parecer. Igualmente, Cora tenía otras cinco hijas que podía emparejar con el duque Xander, así que, si a Cassandra no le interesaba, ya haría lo posible para que otra de sus hijas fuera la afortunada.
—¿Qué pasa, Cassandra? —preguntó entre susurros—. Corre y habla con él, no queremos ofenderle. Nos interesa a todos mantener la relación con su familia, por nuestros negocios, nuestra reputación, el dinero...
Cassandra la miró perpleja, antes de que pudiera añadir algo más, se fue dejándola con la palabra en la boca, refunfuñando para sí misma.
—Estamos en pleno sigo veintiuno, y aún parece que estemos en la edad media...
No fue la última vez que Cora se acercó a ella intentando que correspondiera a las atenciones que le había dado el duque. Pero ella intentó eludirlas tanto como pudo. Siguió buscando a Corban con la mirada, deseosa de volver a hablar con él. A veces sus ojos se encontraban, se sonreían y no había más que decir.
Cuando la velada llegaba a su fin, Cassandra pudo acercarse a su amiga Alexandra por fin para felicitarla. No la habían dejado respirar en toda la noche. Todos los asistentes querían darle la enhorabuena, aunque en realidad todas esas felicitaciones eran falsas. Todos sabían la mala posición en la que estaba su familia, por lo que pensaban que Hipólito había regalado a su hija al primero que había pasado. Héctor no pertenecía ni siquiera a la nobleza. Era un mero comerciante, al que últimamente le estaban yendo bien los negocios. O eso era lo que decían, porque nadie sabía a qué se dedicaba.
Cassandra aprovechó para dar un abrazo a su amiga. Ella sí se alegraba de verdad, porque veía que Héctor en el poco tiempo que habían estado juntos, la había hecho feliz, y eso era lo que a ella le importaba. Parecía un buen hombre, que quería cuidarla, protegerla y darle lo mejor que hubiera en el mundo.
—Enhorabuena por tu compromiso, Alexandra. Espero que seas feliz en tu nueva vida. Pero por favor no te olvides de mí.
Alexandra no pudo evitar reírse, devolvió el abrazo a su amiga, aún más fuerte. Sabía que desde ese momento su vida sería diferente, pero no pensaba dejar atrás a la que había sido su compañera en todos aquellos años.
—Jamás, Cassandra —le prometió.
Allí se quedaron hasta que la familia de Cassandra decidió volver a casa. Se despidieron de nuevo con un abrazo, como si fuera la última vez que fueran a verse. Sus destinos estaban a punto de cambiar, parecía que lo intuían. Cassandra se fue, dejando a Alexandra sentada en un escalón, maravillada por todo lo que estaba a punto de llegar.
Al día siguiente, tenía un dolor de cabeza terrible. Los recuerdos de la noche anterior la asaltaron con fuerza. Pensaba que todo había sido perfecto. Después de que su amiga se fuera, estuvo un rato más con Héctor, que había pasado el resto del evento con su padre, ultimando los detalles de su compromiso. No había tiempo que perder. El mundo parecía haberse esfumado, solo quedaban ellos dos bailando al son de sus risas. En aquel escalón alejado de los criados que limpiaban los deshechos de la fiesta, continuaron charlando. Le encantaba estar a su lado, conversar con él. Pensaba que era divertido, y sobre todo culto.
Héctor ejercía sobre la joven un gran poder de atracción. Ella nunca se había sentido así. Su risa hacía que se estirara la comisura de sus labios, provocándole una estúpida sonrisa que no podía esconder. Su voz hacía corretear algo pesado en su estómago. Su tacto le quemaba, le hacía cosquillas, le estremecía, le dejaba sin aliento. Se sentía más viva que nunca.
Abrió los ojos para que la luz del sol la deslumbrara, teniendo que volver a cerrarlos inmediatamente. Los ojos verdes de él acudieron radiantes a su mente. Quiso disfrutar de ellos durante un largo rato, pero tocaron a la puerta, haciendo que todo se desvaneciera. Segundos después la puerta se abrió, entrando sus doncellas que venían a prepararla.
La bañaron como siempre, ungiendo su cuerpo con el más exquisito jabón, con todo el cuidado que sabían, como si estuvieran tocando la piel de un rey. Cuando hubieron acabado, volvieron a la habitación donde sobre la cama se encontraba un exquisito vestido blanco. Aurora estaba allí de pie, contemplándolo con los ojos llenos de lágrimas. Hizo un gesto a las doncellas para que las dejaran solas inmediatamente, y así hicieron. Aurora se dirigió a su hija, le acarició la mejilla antes de abrazarla. Una vez entre sus brazos, rompió a llorar con desconsuelo.
—Lo siento, Alexandra. Lo siento —repetía entre lágrimas.
Alexandra extrañada por el comportamiento de su madre, le pasó la mano por la espalda en un intento de tranquilizarla sin éxito.
—¿Por qué? ¿Qué sientes? Esto es lo que queríais para mí. Además, Héctor y yo estamos muy enamorados. No hay por qué preocuparse.
Aurora se separó de su hija, sin una palabra más la ayudó a vestirse con su vestido de novia radiante, antes de acompañarla hasta la entrada de casa. Allí la dejó en brazos de su padre, para que la llevara hasta el altar del templo de Rea, en el que contraería matrimonio con Héctor. En aquel momento, perdió a su hija para siempre.
Se alejó de ella cogida del brazo de Hipólito para desfilar por el altar. Allí se la entregó a aquel hombre desconocido, para siempre. El tiempo parecía haber dejado de correr, cuando Aurora se dio cuenta de que estaba apretando los puños, conteniendo la respiración.
—Sí, quiero —afirmó él.
En ese momento se dio cuenta de lo radiante que estaba Alexandra, feliz de verdad por el futuro que le aguardaba. Pero aun así, la amargura embargaba a su madre, que bien sabía que aquella burbuja de felicidad no tardaría en quebrarse sin remedio.
—Sí, quiero —dijo ella.
Ya no había vuelta atrás. Con esas palabras pronunciadas por los labios de la joven, que aún retumbaban en las altísimas paredes del templo, se acabó todo. Esa noche, y todas las siguientes, Aurora lloró sin cesar la pérdida de su única hija, de lo que más quería en el mundo; su tesoro.
No muy lejos de allí, Aetos y Cora Demetriou acompañados de cinco de sus hijas, estaban sentados en el gran salón de su casa, esperando a su sexta hija: Cassandra. Después un rato, Cassandra entró y los miró extrañada de verlos allí a todos juntos en silencio.
—¿Qué pasa? ¿Se ha muerto alguien? —preguntó inmediatamente.
—No, Cassandra. No se ha muerto nadie —contestó Aetos, su padre, con calma.
Falana, la hermana más pequeña, se levantó del sofá gritando y señalando a su madre:
—¡Mamá le ha dicho al duque Xander que comerías hoy con él!
Cora la fulminó con la mirada, provocando que Falana sonriera maliciosamente mientras ocupaba de nuevo su asiento. Cora alzó las manos, pidiendo con este gesto, calma a su hija Cassandra, cuyo rostro había comenzado a enrojecer por la ira.
—Un momento, por favor. Déjame que te explique —se giró a su otra hija para susurrarle—: ¡Bocazas!
Pera Cassandra no quiso darle ninguna tregua a su madre. No iba a consentir que hicieran lo que quisieran con ella. No iba a ser una moneda de cambio para su familia. Ella no.
—¿Qué? ¿Puedes explicármelo? Ya sabes lo que opino de esto.
Aetos puso una mano en el brazo de su mujer, para evitar que hiciera cualquier comentario desafortunado que solo empeoraría la situación. Gracias a la calma que él imponía lograban sobrellevar cualquier altercado que surgiera en la casa. Debía de reconocer, que en su casa eran las mujeres y su torrente de vida, quien tomaban las decisiones.
—Cassandra, no te alteres, por favor. Queríamos decírtelo.
—¿Qué? ¿Pero esto desde cuándo lo sabéis? —preguntó Cassandra perpleja.
Sus hermanas mayores, Astrid y Brontë, fueron quien ahora concretaron los detalles. Parecía que ella era la última en enterarse, a pesar de ser la protagonista.
—Desde la fiesta anterior a la de los Stavros —dijo Astrid, la más mayor.
—Anoche durante el baile mamá lo concretó todo —añadió Brontë.
—Pero lo habíamos acordado entre todos durante la semana pasada —siguió diciendo Astrid.
Para Cassandra fue la gota que colmó el vaso. No entendía por qué tenían tanto afán en que se interesara por el duque. Si ellas estaban tan interesadas, entonces que fueran ellas las obligadas a mantener una relación con él.
—¡Ah! ¡Es genial ser la última en enterarse de cosas que afectan a mi propia vida! ¿No creéis? Muchas gracias por vuestro interés —estalló.
Todas guardaron silencio ante el estallido de ira de Cassandra, que se paseaba de un lado a otro de la sala. Se quedaron mirando a su padre, que era el único que podía dirigir la situación justo hacia el lugar que querían llegar.
—Cassandra, escúchame. Andamos mal de dinero. Sabes que esto puede ser bueno para todos.
La joven se quedó paralizada al escuchar aquellas palabras en la boca de su padre. No creía que eso fuera posible. Pero ¿y qué había del resto de sus hermanas? Astrid y Brontë eran mayores que ella, y no se habían casado aún. Habían tenido suerte de no haber sido seleccionadas como sacerdotisas de ningún templo cuando cumplieron la mayoría de edad, y desde ese momento habían descuidado sus obligaciones con la familia. Creía que era responsabilidad de sus hermanas, no propia. Sin embargo, ella no sabía que el duque Xander, solo había depositado el interés romántico en ella, debido a que era la más bella de todas las hermanas. Además, su falta de interés en él no hacía más que avivar su deseo.
—Por favor, Cassandra. Queremos ir a la universidad —añadió su hermana Dorinda.
—Necesitamos una carta de recomendación, que él nos puede conseguir —siguió Elina.
En ese preciso instante el sonido del timbre llegó a sus oídos provocando que todas las hermanas se levantaran de un brinco. Llegaron corriendo hasta la puerta, donde se peleaban por abrir como si fuera un premio. Mientras tanto, Cassandra se giró una vez más hacia sus padres para hacerlos entrar en razón.
—Me niego a hacer esto. ¿Sois conscientes de lo que me estáis haciendo? Esto ya ha llegado al límite.
—Por favor, Cassandra. No te cierres —suplicó Cora.
—Dale una oportunidad —le pidió Aetos.
Entonces las hermanas regresaron, dejándole paso al duque Xander, mirándolo con admiración.
—Mirad quién ha llegado —anunció Falana.
Cassandra paseó su mirada por todos los reunidos en aquella sala, antes de rendirse. Salió con el duque de allí con mala gana. Una vez estuvieron en la calle, se giró y le advirtió:
—Solo hago esto por mi familia. Que te quede claro.
Xander asintió intentando encajar aquel golpe. Desde que había visto a Cassandra no se la había podido quitar de la cabeza, pero si seguía sin mostrar interés alguno en él, tendría que darse por vencido. Era un duque, no tenía tiempo que perder.
—Claro. ¿Por qué si no? Ya sé que no te caigo bien. Y no sé muy bien por qué. No sabes nada de mí. No me has dado una oportunidad.
Cassandra se rio haciendo un gesto con las manos que les abarcaba a ellos dos.
—Entonces, ¿qué es esto? No me gustas solo porque eres otro más de los que se han interesado por mí por mi belleza. Y sinceramente, este mundo en el que nos desenvolvemos los dos no me gusta. Lo único que cuenta son las apariencias, el dinero y el poder. No todo es eso.
Xander arqueó las cejas sorprendido, no esperaba que Cassandra tuviera esos pensamientos. En realidad, pensaba que le encantaba vivir en aquel mundo.
—Dime entonces de qué vivirías si no tuvieras dinero. Porque para tu información, sea cual sea el mundo en el que vivas, el dinero es lo que mueve todo.
Cassandra le lanzó una mirada desafiante después de encogerse de hombros. En realidad, se sentía superior a él, aunque sabía que no lo era en absoluto.
—Ya encontraría la forma de hacerlo —respondió.
Pero no fue solo Xander el que se sorprendió aquel día. También Cassandra, al conversar más con él lo encontró interesante. Sin embargo, ella sabía que su corazón ya tenía dueño. Aun así, no fue el único día que quedaron, pues pronto se convirtió en una costumbre. El duque la solía recoger por algunas tardes para pasear por la ciudad e ir a merendar a alguna cafetería. Su familia asistía entusiasmada al florecer de esa relación. La joven, había empezado a disfrutar de la compañía del duque, pero intuía que jamás podría ver un futuro con él, más allá de la amistad.
—No irás a decir que no te agrada mi compañía —le solía decir el duque Xander cuando le provocaba una carcajada a Cassandra.
Ella lo miraba con desdén, sin poder ocultar aun así su sonrisa. Lo cierto es que había descubierto que Xander era divertido, además de interesante. Sabía mucho, y le gustaba que se lo enseñara todo, saciando su curiosidad sus ganas de saber.
—Querido duque, no se lo tenga usted tan creído —contestaba ella a menudo.
Se negaba a sucumbir a sus encantos, así que se encontraban en un vaivén mientras Cassandra aprovechaba las noches para escaparse a visitar a su querido Corban entre las sombras al sur de la ciudad.
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—Cassandra, esto es peligroso. No debes hacerlo más —le decía él cada vez que ella aparecía en su casa.
Sin embargo, cuando se enteró de los planes que tenía la familia de la joven con el duque, tomó la decisión de que no debían volver a verse. Se alejó de ella, intentando que el espacio que se creaba entre ellos enfriara el deseo de la joven, sin remedio.
—Por favor, Corban. Escapémonos juntos —le suplicaba ella volviendo a acercarse.
El chico negó con la cabeza, dando un paso hacia atrás. Cassandra lo agarró de la camisa, intentando retenerlo. Pero no se puede retener eternamente a alguien que en realidad no desea permanecer contigo.
—Debes olvidarte de mí. Sabes que es imposible —le dijo apartando las manos suaves de ella de su sucia ropa.
Cassandra no estaba acostumbrada a tener que rogar por algo o por alguien. Estaba acostumbrada a que se lo dieran todo. Así que recogió toda la dignidad que le quedaba y se marchó de allí, sin haber obtenido ni una muestra de cariño con el que tantos momentos había compartido. En realidad, nunca la había conseguido. Quizá por eso seguía intentándolo. Antes de irse para no volver, se giró una vez más para mirarlo a los ojos en la tenebrosidad de la noche, iluminados solo por los rayos de luna que se adentraban por la única ventana de la habitación.
—Te arrepentirás, Corban. Nadie va a quererte como yo.
Ya se había ido cuando escuchó el susurro leve de él, lo suficientemente fuerte para que llegara a sus oídos.
—Tú no me quieres. Tan solo soy un capricho.
El corazón de Cassandra se encogió un poco. Le dolía que dudara de sus sentimientos, pero nada más podía hacer. Hay quienes no saben reconocer lo que es el amor, ni sus formas, ni todas sus consecuencias.
Mientras tanto, la tensión en la ciudad no dejaba de acrecentarse, con la muerte de Dafne, de Eco, así como con la desaparición de Aracne y Europa. Algunas mujeres se habían enfrentado a sus maridos, y algunas hasta habían salido a las calles a manifestarse por sus derechos. No faltaban, además, los que querían aprovecharse de la situación para hacer negocio, por lo que intentaban que la mecha prendiera más rápido. La ciudad estaba sucumbiendo al caos teñido de pañuelos violetas.
Una de aquellas tardes en las que Xander y Cassandra habían quedado, los sorprendió el estruendo de los estallidos que se iniciaron por toda la ciudad. No sabían qué había pasado, ni quién había sido. Cruzaron una mirada en la que refulgió el presagio de una guerra, en la que no sabían contra qué ni quién tendrían que luchar.
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