Capítulo 1. Apariencia
Eco
¿Hasta cuándo callaremos? Desde aquí una humilde mujer harta de observar como esta sociedad liderada por estúpidos hombres, que solo se preocupan de ellos mismos, nos masacra. No voy a ser más la dueña del silencio. Espero que con estas palabras nos despertemos, luchemos por nuestros derechos.
Sé que el ambiente está nervioso porque se acerca la temporada, que personalmente considero más estúpida del año, de cacería, como me gusta llamarla a mí. Esa en la que todas las familias nobles de Ólympos, intentan encontrar un marido para sus hijas antes de que sea tarde y sea vean abocadas hacia la selección. Antes era todo un prestigio que seleccionaran a las jóvenes para ser aspirantes a formar parte de la orden de cualquiera de los templos. Ahora parece que todo el mundo lo evita. En cualquier caso, ese no es el tema que nos ocupa hoy. Quiero recordaros, hermanas, que no debéis bajar la guardia, ni mirar para otro lado mientras poco a poco desaparecemos. Debemos liberarnos del yugo de los hombres, ser dueñas de nuestro propio destino.
Quisiera poner de manifiesto, un caso que llegó a mis oídos el pasado año, justo durante esta temporada tan odiosa, espero que os sirva de advertencia. Es por ello que os invito a acompañarme en mi relato:
Las primeras luces del día acariciaron el rostro de la joven Eco cuando abrió la ventana. Aunque ya llevaba un rato despierta entrecerró los ojos. Otro día más los colores de la monotonía inundaron la estancia arrastrando suavemente todo a su paso. Como cada día, se levantó lentamente, mientras poco a poco sus movimientos se volvían más rápidos. Se preparó para ir a la biblioteca donde estuvo hasta que de nuevo la noche consumió al día. Todos los días eran el mismo para ella. No levantaba la vista del libro ni hablaba con nadie. Solo descansaba a la hora de comer, se sentaba en un banco en el exterior para comer algo ligero y poco elaborado. Así era su vida.
Hasta que una mañana ocurrió algo que, aunque entonces no lo sabía, sería su ruina. Se dirigió como había hecho la jornada anterior, a la biblioteca, despeinada, con las gafas sucias, pero al menos se había puesto un chándal limpio y ese no estaba roto. Aun así cuando estaba llegando a la biblioteca quiso volverse invisible para que nadie pudiera verla. Normalmente no le importaban las apariencias, no se relacionaba con nadie y no se preocupaba por su aspecto físico. Pero ese día había un grupo de gente en la puerta que hizo que se pusiera más nerviosa de lo habitual. Pasó entre ellos con la cabeza agachada para no llamar la atención. Cuando estiró el brazo para abrir la puerta se encontró con que no había nada allí. Miró hacia arriba para encontrarse con un chico que le sostenía la puerta abierta con una gran sonrisa. De inmediato sintió como le daba un vuelco el corazón, ruborizándose. Quiso decir algo, pero no encontró palabras, así que entró corriendo. Desde ese día, todo cambió.
Todo el tiempo que permaneció en la biblioteca estuvo martirizándose por lo estúpida que había sido al no decirle nada al chico, por haberse atrevido a mirarlo, por que él la hubiese mirado... No pudo concentrarse. A partir de ese momento todo su mundo se volvió una obsesión. Aquel chico empezó a acudir frecuentemente a la biblioteca, por lo que ella lo observaba desde lejos todos los días, cambió su mesa de estudio para poder verlo. Se aprendió sus horarios, y se ajustó a ellos. Incluso se tomaba los mismos descansos que él. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que siempre estaba rodeado de chicas con las tonteaba todo el tiempo. Lo veía como alguien inalcanzable para ella, pero fantaseaba con la idea de que algún día se fijara en ella y pudieran estar juntos.
Soñaba con hablar con él, buscando cada noche mil excusas para hacerlo. Pero al final solo quedaban en una fantasía que ya no la dejaba ni dormir. Tales eran sus deseos de encontrar una forma de entablar una conversación con él que logró que se hiciera realidad. Pero por supuesto, no fue de ninguna manera como ella esperaba. Estaba subrayando un tema cuando se dio cuenta de que Narciso salía de la estancia. Al estar inmersa en su tarea, no se había percatado, así que se apresuró a coger su bolso y salir. Quizá fuese ese el día en el que por fin pudieran conocerse. Y así fue.
Cuando salió ya no había rastro de Narciso, así que se dirigió al baño. Cuando dobló hacia la derecha en la esquina, se chocó con algo, ya que iba mirando hacia atrás, y casi se cae al suelo. Cuando su vista se alzó descubrió que era Narciso con el que se había chocado. Iba con dos amigos más. Se disculpó con ella, Eco quiso hacer lo mismo, pero las palabras, una vez más se quedaron atascadas en su garganta. Después de tantas semanas, aún no estaban preparadas. Narciso le hizo algunas preguntas en tono de burla, pero Eco ni siquiera podía decir nada. Los amigos del chico comenzaron a reírse de ella, así que él se unió a ellos. Siguieron avanzando por el pasillo, pero ella se quedó allí paralizada.
Pronto lo que había ocurrido se extendió por la zona de estudio. Todos pensaban que era muy rara, que tenía algún problema porque nunca hablaba con nadie. Eco comenzó a sentir una profunda tristeza porque, aunque no pudiera hablar con nadie, sí escuchaba lo que todos decían, sentía como sus miradas se clavaban en ella. Así que no esperó a que se acabara el día. Recogió sus cosas para salir de allí cuanto antes, con un aura de tristeza rodeándola. Llegó a su casa donde cerró todas las ventanas para permanecer a oscuras, acurrucada en la cama con un gran dolor en el pecho. No volvió a salir de allí.
Pero pronto el resto de chicas que tonteaban con Narciso se dieron cuenta de cómo era él, y comprendieron a la pobre Eco. Algunas compañeras de clase, aunque no hubieran hablado mucho con ella, le tenían aprecio, incluso les daba un poco de pena. Al pasar semanas sin verla, algunas de ellas se acercaron a su pequeña casita para saber si le había ocurrido algo. Pero parecía que no vivía nadie allí, y aunque tocaron al timbre varias veces nadie contestó, nadie salió a abrir. La casa comenzó a tener un aspecto fantasmal, ya nadie quería acercarse. Pronto aquello se convirtió en otro capítulo relegado al olvido de la ciudad. Pero en realidad ellas nunca olvidaron.
Cansadas de los desplantes de Narciso hacia todas las mujeres, decidieron vengarse en la fiesta de fin de exámenes. Esta se celebró en una discoteca de las afueras del pueblo, ya que era bastante grande e incluso tenía piscina. Las jóvenes se agruparon para gastarle una broma pesada a Narciso, nadie sabe cuál fue aquella broma. Muchos dicen que fue más allá de una broma, incluso que fue una venganza real, porque no se volvió a saber de Narciso. Fue como si esa noche se lo hubiera tragado la tierra. Algunas voces de la ciudad dicen que se asustó tanto que huyó. Pero también cuentan que en alguno de los juegos en los que participó esa noche, lo ahogaron en la piscina. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió porque todo era muy confuso. Y como todo por aquí, nunca hubo intención de esclarecerlo.
Muchachas de la ciudad, no dejéis a nadie reduciros hasta desaparecer como hicieron con la pobre Eco. Haceros valer por lo que sois, no os minimicéis a un sentimiento por alguien, y menos aún por un hombre que no os valora. Espero que tengáis en cuenta mis palabras durante estos días. Aunque por desgracia, no será el último comunicado que os escriba.
Mis mejores deseos,
La Dama en la Sombra.
La mujer cerró los ojos arrugando el panfleto que había sido mandado a todas las casas de la ciudad. Sabía que aquello no tendría un buen final para aquella que se había atrevido a desafiar a la sociedad. Pero tampoco terminaría bien para ninguna que osara seguirla. Eso era algo que ella había aprendido bien desde pequeña. Sabía que no debía alzar la voz ante los hombres a riesgo de desatar una tormenta que terminaría con su vida. Aunque tenía una vida miserable, la apreciaba. Quería seguir viviendo mientras todo se derrumbaba a su alrededor. Siempre había sido así.
A pesar de todo ella no se había rendido nunca, ni se rendiría. Todo lo hacía por su hija. Debía continuar por ella. Era una maestra de las apariencias, sabía que su futuro pendía de un fino hilo, que estaba muerta en vida, pero aun así se vestía con sus mejores galas y ofrecía la mejor de sus sonrisas a los invitados que llegaban a su casa, donde se iniciaría la temporada aquel año.
Eran tiempos difíciles para ellos, Aurora lo sabía. Pero confiaba en que pronto se recuperarían. Pertenecían a la escasa nobleza que quedaba en Ólympos, no eran los únicos afectados por problemas de dinero. El auge de los pequeños comerciantes les estaba asfixiando económicamente. Sin embargo, ese no era su problema.
Varios toques en la puerta sirvieron para devolverla a su habitación, donde permanecía sentada frente al tocador, esperando a que vinieran a prepararla para el gran evento de aquella tarde.
—Adelante —dijo su voz apagada.
Inmediatamente irrumpieron en la estancia cinco doncellas que con delicadeza le peinaron su larga cabellera para recogerla, adornándola con diferentes tocados dorados, creando formas impensables. Lo hacían siempre con cariño, esmero y delicadeza. Sabían que la señora las echaría sin piedad si le estiraban del pelo o le hacían daño. No trataba muy bien a sus criados, así que si se portaban mal con ella su comportamiento solo empeoraría. Después de varias horas, la vistieron con un exquisito vestido amarillo pastel, perfecto reflejo de la amargura que sentía, cuyos brillantes causaban un millón de destellos. Aurora quedó impresionada por la belleza de aquella prenda. Cada vez los diseños que le compraban eran más espectaculares.
—¿Este también es de Aracne? —preguntó a la doncella encargada de los vestidos.
Ella asintió repetidamente, sin mirar a su señora a los ojos, mientras le arreglaba algunos detalles de la falda. Aurora no solía salir de casa, así que encargaba su vestido a medida. Aracne era la dueña de un taller de alta costura de la ciudad. Tenía un gran talento, así que todas las nobles de la ciudad acudían a ella para tener el vestido más espectacular de la velada. Quien no llevara un diseño suyo, quizás no estuviera invitada al próximo evento.
—Gracias —dijo Aurora.
Las doncellas le dedicaron una reverencia acompañada de una inclinación de cabeza antes de marcharse. Solo quedó una de ellas, que se acercó hacia el tocador para coger una pequeña caja, que guardaba en su interior un colgante de zafiro amarillo que combinaba perfectamente con el vestido, acompañado de unos pendientes similares. Con el permiso de su señora, se los colocó antes de volver a hacerle una reverencia decidida a irse.
—Espera un momento, Bernice —dijo en un susurro. Cogió el trozo de papel arrugado que había dejado en el tocador y se lo tendió—. ¿Qué sabes de esto?
Bernice era la doncella que más años llevaba en su casa. Quizás tuviera la misma edad que Aurora, por lo que tenían una cierta confianza. La mujer cogió el papel que le tendía su señora para comenzar a leer. Pero con solo ver el título ya sabía de que se trataba.
—Mi señora, lo han repartido por todas las casas de la ciudad. Aquí han traído ejemplares para todos. No saben quién puede haber sido...
Aurora le hizo un gesto con la mano para que parase de hablar. Se giró para observar por la ventana cómo los primeros coches comenzaban a llegar hasta su casa.
—Procura que Hipólito no se entere de nada de esto o entrará en cólera. Y que Alexandra tampoco lo lea. No quiero que tenga problemas.
Bernice asintió, volvió a hacer una reverencia y antes de desaparecer añadió:
—Así será, mi señora. Procuraré que sus deseos se cumplan.
Aurora no volvió a mirar a Bernice. Suspiró intentando dejar todo el dolor que sentía en el aire de aquella estancia, como siempre hacía. Después se armó con una máscara que impedía ver más allá de su sonrisa para salir de la habitación. Se reunió con su marido Hipólito en el vestíbulo donde habían acordado recibir a los invitados. Hipólito quería dar una sensación de unidad y tranquilidad, en su familia que nunca había sido real. Pues cuando todos se dieran la vuelta volvería a convertirse en el monstruo que nunca había dejado de ser.
Aurora se casó con él hacia treinta y cuatro años. Tenía tan solo dieciocho años, pero su padre creyó que era mejor casarse que ser sacerdotisa de cualquiera de los cinco templos. Desde que su madre, Anastasia, había muerto, su padre se había vuelto un hombre ermitaño y cascarrabias, que no creía en nada más que en sí mismo. Así que, cuando apareció Hipólito, vio en él toda una oportunidad, ya que pertenecía a una de las mejores familias de toda la ciudad. Sin embargo, aquel enlace se convirtió para la joven Aurora en una tortura de la que jamás podría escapar.
Hipólito quería un heredero para todo su imperio, así que acudía a su alcoba todas las noches con la esperanza de engendrarlo. Pero no fue tan fácil. Su marido era quince años mayor que ella y apenas tenía modales, no le importaba golpearla, gritarle o cualquier otra cosa que se le ocurriera. Aunque ante la gente hacía ver que era feliz con su vida, su realidad era más bien otra. Conforme el tiempo avanzaba, sin un hijo que heredara tanto sus bienes como los múltiples negocios familiares que poseía, su desesperación aumentaba volviéndose en contra de Aurora, incapaz de dar a luz a un hijo, incluso fue calificada por diferentes médicos como estéril, marcada en la sociedad como una inútil, y sobre todo repudiada por Hipólito. Pero entonces, cuando ya se habían dado por vencidos, Aurora quedó embarazada. Sentía que aquello era lo único que podría hacer en la vida. Deseaba con todas sus fuerzas que fuera una niña, porque de lo contrario su hijo sería apartado de ella desde una temprana edad. Si fuera una niña, aunque seguramente sería desdichada como ella, al menos podrían estar juntas. Eso era todo lo que deseaba. Y esa fue su pequeña venganza con su marido, quien cuando nació la pequeña Alexandra estalló en cólera contra su mujer.
—¡Una niña! ¡No nos servirá para nada! —estuvo gritando durante todo el día—¡Seguro que la idiota de mi mujer lo ha hecho adrede!
Esa fue la única victoria de Aurora. En toda su vida, que había sido manejada como si de un títere se tratase, primero por su padre, después por su marido. Como si ella fuera un bien más que les pertenecía. Eso era lo que pronto también pensó Hipólito de su propia hija. Aunque aún era pronto, ya pensaba a quién se la regalaría para aumentar su fortuna, lo que para él supondría también una pérdida importante de dinero. Aurora no se pronunciaba al respecto. No podía hacerlo. Solo esperaba que con el tiempo la sociedad cambiase y con ella el destino de su hija.
Aurora se reunió con Hipólito en el vestíbulo como habían acordado, se hicieron una reverencia en señal de un respeto que no se profesaban. Su marido la esperaba mirando su reloj de bolsillo, con un traje de tonos grises y negros, casi parecía expresar la maldad que lo corroía con aquellas ropas tan oscuras como su propia alma. Se quedaron mirando al frente, dando la espalda a su ostentoso hogar, mientras esperaban a sus invitados.
—¿Dónde está Alexandra, querida? —preguntó Hipólito entre dientes sin dejar de mirar al frente.
—Enseguida vendrá, no te preocupes.
Una joven con un largo vestido blanco de tul que emitía algunos destellos rosas apareció entonces en el patio interior que la pareja tenía detrás. Su larga melena ondulada, se entrelazaba con un lazo de color amarillo y verde, que también brillaba con la luz. Su colorido vestuario era sin duda el reflejo de su personalidad aún inmadura en busca de su primer amor, algo que siempre había caracterizado la juventud. Así se unió a sus padres para recibir a los asistentes a aquella cena, que ya estaban llegando.
Las mujeres se acercaban a Aurora y Alexandra para comentar los últimos eventos acontecidos en la alta sociedad, mientras que Hipólito recibía a los hombres para contentarlos y que siguieran invirtiendo en sus negocios. A pesar de pertenecer a la nobleza, Hipólito era dueño de varias empresas de importación de telas y fabricación de zapatos, pero en realidad tenía muchos más negocios en la sombra. Aunque solo unos pocos conocían cuáles eran estos. Así que cuando entre los invitados apareció un hombre de pelo negro como la noche igual de impecable que su traje, sosteniéndose sobre un bastón, la vista de Aurora se posó inevitablemente en él. Todos en la ciudad conocían a aquel hombre, no precisamente por su buena reputación. Era la primera vez que Aurora compartía el mismo aire que él, pero súbitamente sintió que la atmósfera cambiaba.
—¿Os ha llegado también ese estúpido panfleto? —comentó la marquesa Evangeline indignada.
Inmediatamente Aurora volvió a la conversación que estaba teniendo lugar dentro del círculo que se había formado en el patio contiguo al vestíbulo. Agradeció que en ese momento Alexandra estuviera con Cassandra Demetriou y sus seis hermanas. Aunque intuía que aquello sería el tema por excelencia del día, y no podría ocultárselo mucho más ni a su hija, ni por desgracia a su marido.
—Una completa desgracia... —lamentó la duquesa Basha.
Aurora miró a las nobles que la rodeaban, no quería seguir hablando de aquello. Era un tema peligroso para ellas, debían enterrarlo y no podían permitir que volviera a salir a la luz nada como aquello. Seguir en silencio mientras las estaban matando era lo que les permitía seguir vivas, a su parecer.
—Mujeres, creo que deberíamos dejar ese tema atrás si no queremos molestar a los hombres. Es mejor que no se corra la voz, y que nuestras jóvenes no se enteren —se atrevió a decir con un hilo de voz.
Las miradas de aquellas mujeres se posaron en ella con desaprobación, sin embargo, la entendían más de lo que querían admitir. Ellas mismas querían haberlo ocultado a sus maridos por miedo a represalias, ¿y si pensaban que lo habían escrito ellas? Eso podía ser su fin. Aunque por el momento la cosa estaba calmada, ya que no le habían dado mucha importancia. Se burlaban de quien fuera que lo hubiera escrito, tachándola de una mujer amargada, sin aficiones y lo más importante, sin un buen marido.
Justo en ese momento Aurora vio algo que llamó su atención. No le gustó absolutamente nada. Alexandra se había alejado del grupo de muchachas con el que estaba para hablar con un extraño. Aquel hombre era bastante más mayor que su hija, algo que no podía permitir. Si Hipólito se enteraba habría consecuencias.
—Si me disculpáis, debo saludar a otros invitados.
https://youtu.be/Lnvobi3ctsE
Con una reverencia Aurora se alejó de las personas que probablemente la entendían más de lo que ella creía, que había en esa sala. Se acercó sigilosamente, atravesando la multitud, hacia la silla en la que Alexandra hablaba con ese misterioso hombre. Permaneció a una distancia prudencial, fingiendo que arreglaba unos adornos para intentar escuchar la conversación que se cernía un poco más allá. Así fue cómo escuchó entre risas como el hombre le decía:
—Perdone, señorita, por lo de antes, de verdad. Iba entretenido con mis cosas. Debía haber tenido más cuidado, no me hubiera perdonado mancharla. Permítame decirle que lleva un vestido magnífico. Es usted sin duda la dama más bella del lugar.
Alexandra le contestó con una tímida risa acompañada de un rápido parpadeo y una inclinación de cabeza. Enseguida sus mejillas se ruborizaron, ya que no estaba acostumbrada a tales halagos. Aunque Aurora sabía lo que pretendía aquel hombre.
—¿Es usted la hija de don Hipólito? —preguntó con curiosidad.
Aurora estaba segura de que aquello no era ninguna coincidencia, que había buscado cualquier excusa para tropezarse con ella y poder así estar toda la noche hablando. Quizás hasta le concediera un baile. ¡Cuánto atrevimiento! No podía permitir aquello, pero tampoco podía hacer nada al respecto. Quizás hubiera sido su propio marido quien lo había enviado, si era así, no podía intervenir.
—Alexandra Stavros, encantada de conocerlo. ¿Y usted es?
De pronto le tomó la mano para depositar un suave beso. A Aurora le dio un vuelco el corazón, no podía ver aquello. Ninguna de los dos sabía quién era aquel hombre.
—El placer es mío, mi querida Alexandra —añadió con una inclinación de cabeza—. Permítame que me presente; soy Héctor Drivas.
Jamás habían escuchado ese nombre. Aurora buscó con la mirada a Hipólito, aunque no era de su incumbencia, ya que ella no elegía a los invitados, pero empezaba a dudar si ese hombre estaba invitado o había acudido allí para hacerse ver entre la alta sociedad. Desde luego su nombre no pertenecía a la realeza.
—Señorita Alexandra, la estoy entreteniendo demasiado, no quisiera causarle ningún problema. Espero volver a verla. Quizás, ¿me podría conceder un baile más tarde? —se atrevió a preguntar.
Alexandra asintió dejando que le besara de nuevo la mano antes de hacerle una reverencia para perderse entre la multitud. En ese momento Aurora aprovechó para avanzar hasta a ella con la intención de advertirla, pero no lo logró ya que se anunció que la cena estaba lista en el comedor, así que la muchedumbre se dirigió hacia las escaleras como una marea que las separó antes de que llegaran a unirse.
Aurora subió las escaleras preocupada, para dirigirse con el resto de los invitados hacia el comedor. Aquella sala era la cuna de la ostentación de aquella familia, el sinónimo del lujo. Una gran mesa con patas de oro se extendía en el centro de la estancia, sobre ella una infinidad de platos y bandejas de oro con alimentos en abundancia, además de los grandes sillones adornados también con oro. Rodeando la habitación, en las paredes había grandes espejos, y sobre la mesa unas enormes lámparas que brillaban emitiendo unos preciosos destellos de todos los colores.
Hipólito se sentó en un extremo de la mesa, junto a él se sentó aquel hombre que había llamado la atención de Aurora al principio de la velada. Así dejaba claro todas sus intenciones con él, a partir de ahora la relación de su familia con aquel personaje sería el tema de conversación de las damas y caballeros de Ólympos. Sus destinos quedaban así ligados. Mientras Aurora tomaba asiento junto a otras mujeres, la vista de aquel hombre se posó en ella provocándole un escalofrío que trató de disimular colocándose la servilleta sobre el regazo. Sabía que ese hombre era el mal personificado, si estaba cerca de su familia, estarían perdidos. Le llamaban El Honrado, pero todo el mundo sabía que aquel hombre de honradez solo tenía el nombre.
Aurora buscó con la mirada a su hija, la tranquilizó ver que permanecía con su amiga Cassandra, lejos de aquel Héctor. Esperaba evitar que el baile que le había propuesto tuviera lugar. Así que pasó la velada sin apenas probar bocado, vigilante a los movimientos de Alexandra y el hombre que la pretendía. Las mujeres que la rodeaban mantenían una conversación animada sobre el comienzo de la temporada. Un entusiasmo que ella no compartía, pero dado que siempre era una persona muy taciturna, no trataron de introducirla en la conversación, ni notaron nada raro. Todo en ella, era apariencia, guardar la compostura.
Cuando la música comenzó a sonar Aurora se disculpó por abandonar la conversación de nuevo para ir en busca una vez más de su hija. Alexandra avanzaba impulsada por el brazo de Cassandra hacia el gran salón de baile, en la sala contigua al comedor. Por el momento las jóvenes se acercaron a unas sillas para conversar entre ellas, pero antes de que Aurora pudiera alcanzarlas apareció Hipólito.
—¡Alexandra! —exclamó con urgencia—. Señorita Demetriou, ¿por qué no le concede un baile a alguno de los muchachos de esta sala y deja que Alexandra respire un poco? Así ninguna de las dos encontrará un marido esta temporada.
Solo con cruzarse con la mirada severa de su padre, Alexandra se irguió borrando la sonrisa que había en su rostro. Cassandra la miró apenadamente mientras asentía alejándose, dejándola sola a merced de los buitres. Aurora sabía muy bien que no podrían volver a hablar aquella noche. Pero igual que había aparecido, Hipólito se fue en busca de algún hombre que quisiera embaucar para alguno de sus negocios. Su mujer lo notó esa noche particularmente alborotado. En el momento en el que vio perderse la inconfundible calva del centro de su cabeza entre la gente, otra figura apareció junto a la joven.
—¿Me concede este baile? —dijo una voz cercana a ella.
Alexandra no pudo evitar sobresaltarse al escuchar esa voz tan cerca de ella. A Aurora tampoco le gustó esa cercanía. Aquel hombre se estaba tomando demasiadas confianzas. El hombre dio un paso hacia atrás con una pequeña risa cayéndole de la boca.
—Perdón, no quería asustarla.
La joven sonrió asintiendo, inmediatamente tomó la mano que el hombre había extendido previamente. Sus mejillas volvían a estar sonrojadas, no le gustaba nada aquella sensación.
—Está bien. Soy una estúpida, ¿no cree? —respondió ella sumándose a la risa de él, ya extinguida
Así Aurora vio como se colgaba firmemente de su brazo para mezclarse entre la gran multitud que bailaba en el centro del salón.
—No, no lo creo. De hecho, seguro que tiene unas capacidades increíbles que aún no ha descubierto.
Sin previo aviso puso una mano en su cintura, lo que provocó que tanto Aurora, como la propia Alexandra posaron su vista en ese acto. La joven dejó reposar tímidamente una mano sobre su hombro, al tiempo que la otra se abrazaba con la suya. En ese momento, deseó no llevar guantes para sentir su piel sobre la suya.
—¿Ha viajado fuera de Ólympos, señorita?
Alexandra volvió a mirarlo. Se dio cuenta de que usaba aquel tema para evitar que se sintiera incómoda, lo cual agradeció. Mordió escasamente su labio inferior, mientras comenzaban a balancearse al son de la música como dos cisnes empujados por las olas del lago.
—Lamentablemente no. Ya sabe que es muy difícil salir de esta región. Una pena, no conozco mucho de lo que hay más allá.
Aunque su padre siempre estaba en constante movimiento, en busca de hacer más riqueza no solían viajar. En realidad, nadie de aquella ciudad lo hacía. Su mundo era simplemente aquella ciudad. Por lo que le sorprendió la mirada de Héctor al escuchar sus palabras.
—Qué pena. Hay preciosos lugares mucho más allá de estas fronteras, pero sé las dificultades que conlleva para ustedes dejar esta ciudad. Aunque quizá algún día la lleve a visitar lugares repletos de arte. Podríamos pasear juntos por todo el mundo.
Alexandra se rio. Nunca había soñado con hacer nada de eso. Sonaba absurdo, pero a la vez era tentador, así que decidió seguir su juego. Sería más divertido que continuar por las líneas convencionales y pomposas.
—Oh, me encantaría ir con usted a recorrer el mundo. Seguro que es un estupendo guía.
—Sería increíble pasear con usted bajo la luz de la luna, viendo los asombrosos monumentos que hay por el mundo y que no se puede ni imaginar. Confiaría en que pudiéramos volver una y otra vez a esos momentos.
—¿Y qué le parecería conocer al alcalde de Ólympos? Por aquí también hay cosas interesantes que hacer, ¿sabe?
—¿Conoce a Zeus?
—¡No! —exclamó echándose a reír.
Lo cierto era que no conocía personalmente al alcalde, pero había estado en varios actos con él. Era como si fuera el rey de Ólympos, a veces se dejaba ver por aquel tipo de bailes, aunque era bastante difícil. Siempre había mejores fiestas a las que acudir. Héctor se echó a reír con ella, pero de una manera más discreta, provocando que guardara un poco más las apariencias, recordando donde estaba en realidad, cuál era su lugar.
—Entonces será un placer tomar cartas en el asunto para que lo conozcamos personalmente. Aunque también me gustaría conocer a una tal Afrodita, dicen que su belleza es extraordinaria. Pero apuesto a que nada comparada con la vuestra, mi querida Alexandra.
A la joven le dio un vuelco el corazón cuando escuchó su nombre pronunciado en los labios de aquel hombre que apenas acababa de conocer, que le hacía tantas promesas y cumplidos. Su afirmación tomó forma en su mente, entendiendo finalmente su significado, así que inevitablemente se ruborizó, pero decidió que no debía afectarle.
—Oh, Héctor. No sea usted exagerado. Afrodita es realmente bella. Todos lo saben, pero además de bella es una mujer muy interesante. Estarías encantado de conocerla. Una lástima que hoy no haya podido acudir. Seguro que no me hubieras pedido el baile a mí.
—Por favor, no se subestime —contestó el mirándola con una intensidad abrumadora a los ojos.
Así continuaron compartiendo planes para un futuro conjunto, que de verdad deseaban cumplir. Al menos Alexandra estaba empezando a ansiarlo con toda su alma. Por primera vez en su vida, estaba sintiendo que quería hacer algo con ella, que quería compartirla con alguien. Con alguien con quien ella eligiera, con quien le había hecho sentir un cosquilleo incesante en el estómago por primera vez. Una lástima que en su vida nunca tendría ni voz ni voto. Y su madre observando todo desde la lejanía, sin necesidad de escuchar supo lo que allí estaba ocurriendo en el momento que sus miradas se cruzaron. Estaban perdidas.
Los invitados comenzaron a desaparecer hasta que solo quedaron los anfitriones y la familia más allegada a ellos, los Demetriou, que no tardaron mucho más en despedirse para volver a su casa, que estaba cerca de la plaza principal de la ciudad. Así Aurora aprovechó para retirarse a su habitación harta de fingir. Sabía que, por suerte, Hipólito no acudiría esa noche a sus aposentos. Así que después de desvestirse con la ayuda de sus doncellas, tomó un baño caliente con aroma de rosas antes de que le cepillaran su inmensa melena y la vistieran para dormir. Antes de que su doncella de confianza la abandonara hasta el nuevo día hizo llamar a su hija, Alexandra.
Unos minutos después la joven apareció vestida con su ropa para dormir, resguardándose del frío con una larga bata de seda rosa tan dulce como ella. Aurora la invitó a pasar inmediatamente.
—Siéntate aquí, hija —le pidió indicándole que se sentara junto a ella en la cama.
Alexandra avanzó segura pero cuando se sentó junto a ella y vio la mirada cansada de su madre temió que hubiera hecho algo malo.
—¿Conocías a ese Héctor, hija mía? —susurró sin andarse con rodeos.
La joven abrió la boca para contestar, sintió entonces el profundo pesar que experimentaba su madre. Jamás lo había hecho, pero en ese momento sintió toda la amargura junto al dolor de su corazón en el suyo como si fuera propio. Así que calló, la dejó hablar.
—No sé quién es. Ni de dónde viene. Me temo que es un farsante. Solo te voy a pedir una cosa. Debes comprender que eres una privilegiada, que muchos hombres se acercaran a ti por tu posición. Pero no te dejes engatusar por ninguno. Al final solo quien elija tu padre para ti será quien sea tu marido. Debes comprender eso si no quieres poner tu vida en peligro. ¿Entiendes, hija mía?
Aurora cogió del brazo a su hija, apretándole para que sintiera la importancia de sus palabras. Pero ella ya lo estaba sintiendo.
—Lo sé, mamá. No te preocupes, sé cuál es mi lugar.
Aurora asintió, dio un fugaz beso a su hija en la mejilla para inmediatamente después dejarse caer en la cama. Alexandra supo que la conversación había terminado, así que volvió a su habitación. Ambas sabían muy bien cuál era el precio de guardar las apariencias. No todo el mundo podía soportar su peso.
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