Capítulo 2
Cuando piensan en la cita perfecta, ¿qué les viene a la mente?
Segura estoy de que piensan en mesas con velas, rosas, luz de luna o un atardecer, tal vez el mar al fondo de la escena...
Antes yo también creía que debía ser así. Ahora... Ahora solo me dejo llevar y abrazo lo que sea que venga. La perfección no está hecha para mí, en caso de que aún no se hayan dado cuenta. Yo meto la pata hasta Hong Kong siempre que puedo, y prueba suficiente son la vez que empujé al mar sin querer a mi cita desde un muelle y aquella otra vez en que por error le prendí fuego a unas codornices en pétalos de rosa que eran el plato principal.
Por eso me alegro de que Daniel cumpla su palabra y me lleve a algo tan sencillo como una cafetería.
Es de esos locales pequeños con paredes de colores cálidos y un toldo a rayas en el exterior. Tiene apenas cinco mesas para cuatro y un mostrador con vidriera, que oculta la entrada a la cocina mientras alegra la vista con una colorida exposición de postres. Resulta acogedor y su menú no podría ser menos pretencioso ni aunque lo intentase, lleno como está de recetas locales.
—Entonces... —comienza él luego de que la mesera se marcha con nuestro pedido, no sin antes dedicarle una mirada curiosa a la ropa que llevamos—. Dijiste que te gustan los deportes extremos. ¿Esa es tu sección en la revista?
Pues no, la perfección definitivamente no es lo suyo tampoco; ha elegido justo uno de los temas que menos me gustan: mi ilusión frustrada. Puedo sentir cómo mi cara compone un mohín mientras respondo:
—La verdad es que no. Aunque me gustaría, claro, pero las cosas no son tan fáciles.
—No me digas que te tienen como asistente sirviendo café. —Lo dice sonriendo, bromeando con ese cliché que cualquiera pensaría que se quedó en el siglo pasado, pero en su tono hay un ápice de duda. Y no es para menos. Dijo que trabaja con las historias de vida de las personas; me imagino que alguna cosa habrá escuchado por ahí.
—No tanto así —lo tranquilizo—, pero me tienen encasillada en temas como gimnasia femenina, nado sincronizado y patinaje artístico... Que no es que no me guste; son deportes preciosos, pero no me apasionan.
—¿Y los deportes extremos, sí?
Hay algo en su sonrisa cuando hace esa pregunta que provoca que un calorcillo se encienda en mis mejillas. Tal vez sea mi imaginación y no hay ningún doble sentido en su pregunta, pero no puedo dejar de pensar en que mencionó que uno de sus hobbies son precisamente los deportes extremos.
Asiento para él y su sonrisa se hace más ancha, lo que me indica que tal vez no me estoy equivocando tanto.
—Hablaste en general —digo—, pero, ¿cuál es el que practicas tú?
Mi pregunta enciende un brillo pícaro en sus ojos.
—¿Cuál crees que es? —Me reta, arrellanándose en su silla.
Lo observo, una sonrisa ladeada dibujándose lentamente en mis labios. Queda poco en él del sobrio intelectual que conocí hace un par de horas.
La ausencia de gafas le ha quitado seriedad a su rostro y hace que ese hoyuelo se lleve todo el protagonismo cuando sonríe. Su pelo, que en realidad es castaño y solo lucía más oscuro por la absurda cantidad de cera que confesó haber usado para someterlo, sale ahora disparado en todas direcciones como si acabase de bajarse de un descapotable. Sin el saco y con la camisa arremangada hasta los codos, tiene un estilo algo desaliñado, pero de algún modo se ve bien... Se ve más que bien.
Con el traje puesto, solo podía adivinar que no había ninguna barriga cervecera escondida por ahí, pero ahora... Los músculos definidos que tengo frente a mí hablan de algo que va más allá de una simple afición a la patineta o al surf durante las vacaciones. Este tipo de verdad se esfuerza con el deporte y mientras más lo observo, más fácil se me hace imaginarlo lanzándose en paracaídas o escalando un precipicio o...
—¿Sabes nadar? —pregunto en un intento de descartar opciones.
—Sí, pero nada de lanzarse desde acantilados para mí.
Estrecho mis ojos hacia él, pensando.
—¿Ciudad o montaña?
—¿Y quitarte la diversión de adivinarlo?
Involuntariamente frunzo los labios, mordiendo el interior de mis mejillas. Me lo está poniendo difícil y yo adoro los retos.
—Solo respóndeme una última cosa... —Me gustaría tener un pequeño tambor a la mano para acentuar esta pausa dramática. A él le divierte mi cara.
—Usted dirá, mademoiselle.
—¿Cuál ha sido el lugar más arriesgado en que has filmado un documental?
Mi pregunta lo desconcierta un poco y lo deja analizando, pero por lo visto no nota la trampa o no le da importancia.
—Los Montes Ayma. Se me ocurrió que muy poca gente habla sobre los pueblos que hay allá arriba y sus costumbres. Lo presenté en el Festival de Cine Lumière de hace dos años y me llevé el gran premio.
—¿En serio? —Eso es impresionante. El Lumière es uno de los festivales más importantes que tenemos aquí; atrae a cineastas de todo el continente—. ¡Felicidades! No puedo creer que lo hayas logrado tan joven. ¡Tienes que enseñarme ese documental!
—Claro, cuando quieras —responde, pero se ve algo avergonzado. Supongo que es de esa gente exitosa a la que no le gusta llamar la atención.
Es algo bueno que la mesera regrese justo ahora con nuestro pedido, pues todos los comentarios que se me estaban ocurriendo giraban alrededor de su premio. Nos concentramos en nuestros platos: una empanada rellena con carne y queso para mí y patacón de cerdo, jamón y queso para él. Mi estómago agradece la atención que le estoy dando y por los próximos minutos no hacemos más que disfrutar de nuestra cena improvisada.
—Oye, ¿ya te rendiste o vas a adivinar? —pregunta Daniel luego de un rato, recordándome que estábamos en medio de un reto antes de que me pusiera toda fangirl sobre su trabajo.
Estrecho mis ojos hacia él, fingiendo que aún no sé lo que voy a responder mientras trago.
—Mmmm... Me la pusiste difícil —digo y doy un sorbo a mi refresco antes de dedicarle mi mejor sonrisa triunfadora—, pero no lo suficiente.
—¿En serio?
—Muy en serio... Lo tuyo es la escalada en roca.
Me río de su cara de asombro. ¿En verdad creyó que no lo iba a adivinar?
—¿Cómo lo supiste?
—Ah, ah. Una dama nunca revela sus secretos.
Veo en sus ojos que manipula la idea de sobornarme con alguna cosa y escapo hacia el baño antes de que pueda hacerme caer en la tentación.
En medio de la seguridad de los azulejos blancos, reviso mi aspecto. Daniel no ha hecho ningún comentario y hubo un par de ocasiones en que podría jurar que vi fascinación en su mirada, pero lo cierto es que la mujer del espejo parece una loca.
—¡Misericordia! ¡Con razón esa mesera me veía raro!
Pensé que había hecho un trabajo decente arreglando mi cabello con las manos, pero parece más que nunca un pajonal. Ya sabía que tendría las ojeras acentuadas por todo el maquillaje corrido, mas no esperaba que en mi ojo derecho el delineador se hubiese corrido también por encima, emborronándose con la sombra hasta dar la impresión de que alguien me dio el puñetazo de mi vida.
Arranco un buen bulto de papel higiénico y voy mojándolo en el lavabo para limpiar todo el desastre. Me toma tiempo, pero logro eliminar el aspecto de caso social con problemas intrafamiliares. Incluso consigo un par de tirabuzones muy coquetos en las sienes.
La chica en el espejo tiene una sonrisa que brilla y se ve muy pulcra con el pelo recogido hacia atrás y el rostro libre de maquillaje. Satisfecha, giro la llave del lavamanos.
La giro. Y siento cómo topa, pero sigue saliendo agua.
Okey, taquicardia, no empieces todavía. Rebeca, concéntrate.
Miro bien la llave. Incluso me inclino para verla de cerca. Es de las normalitas; no debería haber ningún problema. Tal vez le di para el lado contrario sin darme cuenta.
Repasemos todo de nuevo. Izquierda: abre. Derecha: cierra.
Lo pruebo con el lavabo contiguo y todo correcto. Lo intento de nuevo en el mío y no hay nada de correcto en la forma en que el chorro crece en vez de disminuir.
Vale, tal vez el plomero que montó esta llave se creía payaso de circo y la puso al revés. Probemos para el lado contrario.
El chorro empieza a agarrar presión.
—¡Ay, Padre!
Es oficial. Estoy en pánico. Rompí la llave y no tengo ni un medio partido por la mitad para pagarla.
Hora de barajar tus opciones, Rebeca. Vamos a los hechos: La llave está rota. Si fue o no tu culpa es algo que no puedes quedarte a investigar porque (a) no hay testigos que te exoneren y (b) si se halla la más mínima prueba en tu contra (y como prueba basta y sobra el que se rompiera después de que le pasaras esa mano llena de mala suerte) vas a tener que pagar un montón de plata que no tienes, mi querer. Mostrar la cara e intentar dar lástima mientras rezas porque ese lavamanos ya tuviera problemas antes de que tú llegaras no efectúa. Conclusión: hay que irse.
Miro el suelo de los tres cubículos detrás de mí solo para cerciorarme de que en verdad soy la única aquí y doy un paso hacia la puerta. Justo en el momento en que el agua decide salir con más presión que nunca y empieza a salpicar el piso de baldosas.
—¡No, no, no! ¡Cálmate, cálmate!
Pero ella hace de todo menos calmarse. El corazón me da un vuelco cuando la llave inicia un performance de "El Exorcista" donde da vueltas bruscas e intermitentes mientras sisea y echa chorritos por la parte de arriba igual que una de esas regaderas de jardín.
El sonido creciente de un pitido, como una olla de presión a punto de explotar, es todo lo que necesito para salir disparada por la puerta.
Tardo un par de segundos en recordar que aquí afuera todavía no se sabe nada de la llave poseída y que debo actuar normal para que nadie lo note antes de que pueda huir. Controlo mis pasos y logro regresar a la mesa con un aire lo bastante tranquilo para que Daniel enarque una ceja hacia mí.
—Rebeca, pareces el gato que acaba de comerse el canario.
Yo solo observo su plato vacío y el mío, donde todavía queda un cuarto de empanada. Es una lástima no tener tiempo para disfrutarla como se merece.
Dos bocados. Eso es todo lo que me lleva hacerla desaparecer.
—Pide la cuenta —ordeno, cubriéndome la boca con la mano para que ninguna migaja escape—. Ahora.
Daniel me mira alarmado y sus ojos viajan al pasillo detrás de mí. Vaya, parece que ya me va conociendo.
Obligo a mis mandíbulas a apresurarse y echo mano del refresco en mi vaso para ayudarme a tragar.
—Creo que rompí un lavamanos —suelto en un mitad jadeo mitad susurro—. Tenemos que irnos antes de que explote.
—¡¿Explotar?! —Se le va un gallo, con lo que consigue llamar la atención del personal.
Daniel reacciona de inmediato. Saca unos cuantos billetes y los pisa con su plato mientras los dos nos levantamos, recogiendo con torpeza nuestras cosas.
—Disculpen, es que ya no aguantamos las ganas —les suelta a las meseras, que observan atónitas cómo prácticamente salimos corriendo de ahí.
No aminoramos el paso sino hasta doblar en la esquina al final de la cuadra, donde el lateral gris de un edificio nos da la sensación de seguridad.
—¿"Ya no aguantamos las ganas"? ¿En serio? —jadeo hacia él.
—¿Era mejor decirles que rompimos sus tuberías y no pensamos pagarlas?
Me le quedo mirando unos instantes y lo siguiente que sé es que ambos estallamos en carcajadas. Reímos y reímos y llega un punto en que empieza a doler, pero aun así no podemos parar. Parecemos dos locos, sujetándonos las barrigas mientras la risa nos obliga a inclinarnos hacia el suelo.
Terminamos sofocados y llorosos y, no sé él, pero yo siento que nunca me había divertido tanto con una de mis "citas - desastre". Es increíble que Daniel siga aquí y no haya huido ante tanta locura.
Él me mira unos segundos con algo que, si tuviera que apostar, diría que es ternura, y cuando da un paso más cerca no me aparto.
—¿Siempre es así contigo? —pregunta en voz baja.
—Si respondo que sí, ¿saldrás corriendo?
Finge pensarlo y los movimientos que hace con su boca atrapan mi mirada. Tiene los labios carnosos, no al punto de resultar femeninos, pero sí lo suficiente para ser una tentación. Lo suficiente para hacerme dar un paso al frente y eliminar lo que nos queda a ambos de espacio personal.
Fugazmente recuerdo que mi intención para esta noche era que no nos volviéramos a ver nunca y de inmediato desecho la idea. El tipo que tengo delante, el verdadero Daniel que estoy conociendo, vale la pena que invierta más de una cita. Puedo sentirlo, y no hablo del calor en mi bajo vientre, sino de algo más profundo, como en los huesos o eso que la gente llama instinto.
—¿Y bien? —susurro y mi aliento se entremezcla con el suyo cuando se inclina hacia mí—. ¿Correrás o no?
Cuando sonríe, lo hace encima de mis labios.
—Correré, pero no será para alejarme de ti.
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