Capítulo 1


¿Alguna vez se han sentido capaces de confiar en alguien con los ojos cerrados? ¿De confiar tanto en esa persona que apostarían millones de dólares a su éxito?

Bueno, yo jamás he tenido esa cantidad de dinero en mi vida, pero sí ese nivel de confianza.

Verán, mi hermano menor es un prodigio. Se saltó cursos en la escuela, siempre fue el número uno en todo, desde que empezó a trabajar ha ido ascendiendo a la velocidad de la luz y... Vaya, que cuando me dijo que tenía un nuevo proyecto y necesitaba un inversor, yo no me lo pensé ni dos veces y le di todos mis ahorros.

«Este chico triunfa en todo», recuerdo que me dije.

Tal vez debí prestarle más atención al hecho de que la compañía millonaria para la que trabaja no quiso arriesgarse con él y le propuso esperar aún algunos años para perfeccionar su idea en ese tiempo.

Pero así soy yo. Lo aposté todo en un épico acto de confianza.

Y quebré. De forma muy épica, por cierto.

De modo que ahora mis finanzas exhiben una grieta más larga que la Fosa de Bartlett y con mi querido, bello y sobre todo humilde salario no la voy a rellenar en ningún momento de los próximos veinte años... O de los próximos cincuenta...

O sea, ¿cómo se supone que rellenas una cuenta que tus padres iniciaron por ti cuando ni siquiera sabías hablar, que tocaste muy pocas veces en tu vida y que luego tú misma empezaste a engrosar con el objetivo de comprarte la casa de tus sueños con todo lo necesario?

Exacto, no lo haces.

Para colmo, le di también la mayor parte de lo que tenía en efectivo cuando vino llorando porque se había quedado en menos cero. Hace menos de dos semanas que cobré y ya no me queda nada. No he pagado el alquiler del apartamento y no quiero ni pensar en las facturas del gas, la electricidad y los planes del teléfono. A duras penas tengo algo para comprar la comida de esta semana.

Damas y caballeros, es un hecho: estoy desesperada por dinero.

Y lo más triste es que mi mejor amiga, aquella a quien quiero con el alma, no ve el más mínimo inconveniente en aprovecharse de mi situación.

Es por ella que estoy aquí ahora, haciendo esto que va en contra de todos mis principios... Y casi le digo que no, pero me hizo una oferta que no puedo darme el lujo de rechazar.

Verán, Sheila es una de esas personas que se encierran en sí mismas cuando tienen algún contratiempo y desde que su último novio resultó ser un hijo-de-su-remamadísima-madre-en-almíbar, no ha vuelto a salir con nadie. De eso hace ya más de un año y, en materia de tiempo, eso es demasiado.

Así que hace una semana la emparejé con un extraño en línea.

Y no se atrevan a juzgarme porque todo el mundo se ha atrevido a conocer a un extraño alguna vez. Los padres de ustedes eran extraños antes de decidir que podían juntarse para preservar la especie.

Además, investigué el perfil a fondo antes de finalmente elegirlo. Es escritor, amante de los gatos, el café y la lluvia, y sus hobbies son leer e ir a la ópera. No le gustan los lugares ruidosos y sus salidas ideales son a museos y al campo.

Sheila es la típica chica Austen que preferiría haber nacido antes de 1820 en Inglaterra. ¿Me van a decir que elegí mal?

Por si fuera poco, el tipo es lo bastante atractivo para verse bien en una foto sin filtros. Tiene un estilo algo aburrido, típico del literato que es, y quizás esconde una barriga incipiente bajo ese suéter de cuello de tortuga, pero aquí nadie es perfecto. Además, con esos ojazos azul marino que tiene (y que espero sinceramente que no sean lentes) y los 180 centímetros que dice tener de... (limpien esas mentes cochinas) altura, es el señor Darcy perfecto.

De modo que desplegué todas mis excepcionales habilidades de estratega y, luego de una sangrienta batalla de parchís en la que aposté mi vestido favorito, logré que Sheila perdiese y, en pago, lo invitase a salir.

Pero caí en desgracia y mi queridísima amiga, cual experta usurera sefardí, llamó en medio de mi crisis con la irresistible propuesta de mantenerme hasta que vuelva a cobrar si, y solo si, la sustituyo en su cita de hoy.

Y ahora pregunto: ¿Qué habrían hecho ustedes?

Yo, desde luego, acepté.

Y ahora estoy aquí, caminando detrás de la maitre de uno de los mejores restaurantes de la ciudad, para encontrarme con Daniel.

No es la primera vez que vengo y, aunque prefiero sitios menos elegantes, tengo que reconocer que todo aquí es precioso. El buen gusto se derrama de las arañas doradas que cuelgan a intervalos del techo, abarcando los muebles y el piso de mármol, tan encerado que casi distingo mi reflejo en él. Todo es de un blanco inmaculado, desde las paredes hasta los manteles de las mesas y las cortinas que velan los ventanales que dan al jardín. El toque de color recae en la vajilla decorada francesa, la cubertería dorada y los pequeños ramos de rosas rojas que adornan las mesas.

Cuando llego a la nuestra, ya Daniel está allí. Se pone de pie al darse cuenta de que soy yo su cita y me ayuda a sentarme. Al parecer no está decepcionado, pues su sonrisa, en lugar de vacilar, se ensancha, e incluso añade un hoyuelo al conjunto.

—¿Te hice esperar mucho? —pregunto y él, por supuesto, lo niega. Sin embargo, sus ojos tienen un brillo delator detrás de las gafas cuadradas; está aliviado de que no le diera plantón.

Nos quedamos unos segundos más sonriendo como idiotas y mirándonos. Yo me limito a confirmar que no mintió sobre su altura y que no, no se ve para nada sedentario debajo de ese traje. Va mucho más arreglado que yo, con una raya al lado en el pelo negro que solo puede ser calificada de impecable y una barba de dos días que reafirma su estilo intelectual. Él, por su parte, tiene más que observar. A diferencia suya, yo no colgué una foto de perfil en la página de citas y dudo que mi amiga le haya dado alguna pista sobre su apariencia, así que es la primera vez que me ve... O bueno, que ve a Sheila.

Su escrutinio es respetuoso; sus ojos se mueven de mi cabello rubio recogido al tono incierto de mis pupilas y se detienen, probablemente analizando cuál color es el que ven, antes de seguir un poco más abajo, hacia el vestido blanco sin adornos y con poco escote. Sin embargo, no van más allá del nivel de mis hombros.

—¿Feliz de que no sea una señora de sesenta con muchos gatos? —bromeo.

—Esto de las citas a ciegas debería ser reconocido como deporte de riesgo.

Nos reímos y los siguientes minutos pasan con lo que llamo "la charla de los nervios": salud, trabajos, el clima... Trato de mantenerlo todo muy general. Quiero que la cita sea agradable para él, que es una víctima inocente del antirromanticismo de Sheila, pero no quiero que se emocione demasiado; de acá salimos siendo solo amigos.

Ha pedido para nosotros un vino muy ligero, ideal para abrir el apetito y de paso crear un poco de confianza. Tomo pequeños sorbos cada vez que la conversación parece a punto de morir, dando tiempo a que a alguno de los dos se le ocurra un nuevo tema.

Se puede decir que sobrevivimos a la primera etapa de la cita con solo heridas menores. Por lo menos no hay suspiros de alivio cuando el mesero se presenta a dejar los menús.

Creo que, si seguimos así, puedo llegar al final de la noche y declarar que fue una velada agradable.

—Oh, olvidé preguntarte cómo están tus gatos. —Levanto la vista de la carta en mi mano y procuro que mis cejas no se frunzan en confusión.

¿Gatos? ¿Qué gatos, si Sheila no soporta a los animales con pelo?

—Eeerr... Ahí, ya sabes... —respondo, decidida a jugar sobre seguro.

—Sí, es difícil cuando se enferman. —Asiente con convicción y yo procuro que ni el más mínimo músculo de mi cara se mueva.

¿Qué demonios le dijo Sheila? Sé que chatearon un poco el día que lo invitó a salir, pero ella me dijo que no le dio mucha cuerda con el pretexto de que prefería las conversaciones en persona, que solo acordaron la cita y no volvieron a hablarse excepto por un par de mensajes para confirmar.

—Es que empiezan siendo solo mascotas, pero al final se convierten en hijos. —Me aseguro de poner mi mejor cara de pena y elevo una plegaria para que no me pregunte qué enfermedad tienen.

—¿Probaste con las vitaminas que te dije? Si no mejoran, puedo darte el número de un buen veterinario. Uno no debe confiarse con estas cosas, te lo digo por experiencia. —Su expresión deriva peligrosamente hacia la tristeza, haciendo saltar mis alarmas. No quiero terminar hablando de traumas con mascotas de la infancia.

—No te preocupes; ya encontré un buen veterinario y dice que no es tan grave como se ve. Tengo esperanzas. —Lo corono con una sonrisa que tal vez sea demasiado amplia, pero, ¿qué importa? Aquí lo importante es huir de la depresión.

Y funciona. Demasiado bien.

—¡Genial! ¿Cómo se llama? Tal vez lo conozca.

El menú sale volando de mi mano.

—¡Yo lo recojo! —exclamo con más entusiasmo del que debería, saltando del asiento. Si la depresión viene, que nos lleve con todo y cena; no vuelvo a hablar sobre la mejoría de esos gatos imaginarios. No existen y ya los odio.

De regreso a la mesa, me catapulto hacia un tema menos peligroso:

—¿Así que te gusta la ópera? ¿Cuál es tu favorita?

—Eemm... —Se pasa una mano por el pelo repeinado y sonríe, encantador—. Es que me gustan todas. Es difícil tener una única favorita.

En sus mejillas ha comenzado a instalarse un leve rubor que alimenta mi curiosidad. ¿Cuál será esa ópera y por qué parece que se avergüenza de que le guste?

—Oh, vamos —insisto con una sonrisa—, debe haber alguna que nunca te pierdas.

—Bueno... —El rubor aumenta y tengo que morderme el interior de la mejilla para no reír—. Supongo que Giselle.

Bueno, eso no es para nada vegonzoso, aunque sí se me hace un poco extraño; nunca había oído hablar de una Giselle cantada.

—¿Hay ópera de Giselle? Creía que era solo un ballet.

Juraría que el rubor se ha hecho todavía más fuerte, pero la llegada del mesero nos distrae.

—Un arroz imperial...

—¡Espera! —Miro a Daniel, confusa por la alarma en su rostro. Creía que habíamos acordado saltarnos los entrantes—. No quieres pedir eso; tiene carne.

—Ah. —Sigo sin entender por qué lo dice como si eso fuera el fin del mundo.

—Tráiganos dos risottos de setas veganos y de postre, helado de especias, por favor.

Entre mi convicción de que esta cita debe ser un éxito sí o sí y que me ha dejado realmente confundida, no protesto ni hago nada por cambiar la orden mientras el mesero toma nota y rellena nuestras copas de vino. Cuando se marcha recuerdo fugazmente que Daniel decía ser vegano en su perfil. Lo que no entiendo es en qué momento yo me volví vegana también.

Dejo de mirar la espalda del mesero y regreso mi atención a él, encontrándome con que parece estar muy orgulloso de sí mismo y su capacidad para hacer pedidos.

—Nunca has probado arroz imperial, ¿verdad? —Me sonríe.

—Tiene un nombre interesante —respondo, esforzándome para que el nivel de sarcasmo y cualquier otro tipo de veneno en mi voz se mantenga en números negativos.

—Ya lo creo... Por cierto, es increíble conocer a alguien como tú. —Enarco una ceja, pero me limito a darle un sorbo a mi copa. No sé si es un simple halago o lo dice por algo en específico, pero ya lo de los gatos me enseñó a estar calladita—. Cuando dijiste que eres vegana involuntaria casi no me lo creo. ¿La alergia a todas las carnes es de nacimiento o la fuiste adquiriendo mientras crecías?

No escupas el vino. Beca, por lo que más quieras. NO. ESCUPAS. EL. VINO.

Al final no lo escupo. Me atraganto.

Adiós a la elegancia, a la clase, a todo. Luchar por mi vida es más importante.

Toso y toso y toso hasta que siento que se me va a salir un pulmón, pero no mejora. Echo la silla hacia atrás, derribando las copas, y mi cuerpo se inclina por voluntad propia hacia el suelo en busca de una posición que envíe algo que no sea vino a mis vías aéreas. Siento que la nariz me gotea, uniéndose a las lágrimas que no me dejan ver, y fugazmente soy consciente de la gente revolucionándose a mi alrededor. Me parece que creen que estoy teniendo un ataque cardíaco.

Daniel golpea mi espalda, presa del pánico, y la cantidad creciente de zapatos negros alrededor mío me indica que el personal del restaurante ha venido a ayudarme. Me traen agua, servilletas, pastillas, un inhalador y alguien grita algo sobre llamar a una ambulancia.

De algún modo logro arrancarle a mi garganta un «¡No!» estrangulado y escapo así de la vergüenza de tener camilleros trabajando sobre mí por algo tan tonto como que un trago de vino se me vaya por el camino viejo.

Si esto es un ápice de lo que sienten los asmáticos cuando están "apretados", no se lo deseo a nadie. Acabo más roja que las rosas del centro de mesa, con dos chicas del personal abanicándome frenéticamente mientras un muy asustado Daniel intenta que acepte algo del improvisado botiquín que han montado a mis pies. Tengo el pelo hecho un nido de urracas y una mancha de vino en el vestido que sé que no se va a quitar. Puedo sentir el maquillaje corrido por las lágrimas y me resulta extraño que no haya ningún graciosillo enfocándome con la cámara de su teléfono.

Tan pronto queda claro que no hay peligro de que vaya a ahogarme con mi propia saliva u otra cosa por el estilo, Daniel pide la cuenta, algo que agradezco porque después de esta vergüenza lo que menos quiero es mostrar mi cara por aquí otra vez.

Esbozo una sonrisa muy torcida para rechazar las últimas atenciones de los trabajadores, que intentan en vano convencerme de continuar con la cena, y salimos juntos de ahí.

El primer par de cuadras soy yo quien guía y el silencio entre nosotros es incómodo.

¿Cómo ha podido salir todo tan mal? Y no es solo por el show que monté, sino por todo lo otro: mi engaño, las mentiras ridículas de Sheila..., ¡el hecho de que ni siquiera cenó!

Quería darle una cita agradable y en vez de eso... ¡Ajgh, soy un desastre!

Y lo peor es saber que cuando por fin reúna el valor para mirarle a la cara, lo único que veré será su preocupación por mí. Le he arruinado la velada y no se ha quejado ni un solo segundo. Más bien me está acompañando a casa sin una pizca de reproche en su actitud, cuando tenía todo el derecho a despedirse de mí en la puerta del restaurante y pasar lo que le queda de la noche de una forma mucho más agradable que andando detrás de una gruñona que apesta a vino.

No merece esto.

No merece que le mienta de este modo, por algo tan tonto.

Me detengo y él me imita. Cuando lo encaro, tiene una sonrisa alentadora esperándome. Sé que es involuntario, pero no está haciendo nada por ponérmelo más fácil.

Respiro profundo antes de empezar:

—Daniel, hay algo que deberías saber... La chica que te escribió hace una semana no era yo; fue mi mejor amiga, obligada por mí. Hoy me convenció de cambiar lugares con ella. No me llamo Sheila, sino Rebeca. No soy restauradora, ni tengo gatos, ni soy alérgica a las carnes. De hecho, soy muy carnívora. Me gradué de periodismo y trabajo para una revista deportiva; amo todo lo que tenga que ver con viajar y los deportes extremos... No pensé mentir así, pero... —Las palabras se me traban y su silencio no ayuda. No quiero ni verle la cara; me imagino lo molesto que estará—. Lo único que quería era que tuvieras una buena cita, porque tú no tienes culpa de las idioteces que hacemos Sheila y yo, pero es que soy un desastre... En serio, perdóname, por favor, y si quieres conocer a la verdadera Sheila, te juro que puedo hacer que pase.

Me atrevo a mirarlo y, para mi sorpresa, está sonriendo. Mucho.

De hecho, me observa como si fuese un niño y yo, el regalo más grande bajo el árbol de Navidad.

—Eerr... ¿Estás bien?

Lo veo quitarse las gafas y mandarlas a volar. Despeina su cabello hasta eliminar la raya y junta las manos suplicantes hacia mí.

—¿Me creerías si te digo que acabas de arreglar mi noche?

—¿Qué?

—Yo también mentí, Rebeca. En realidad soy realizador de documentales. Voy por ahí con mi equipo filmando historias de vida o cualquier otra cosa que creamos que pueda ser interesante. No voy a la ópera. De hecho, una vez lo intenté; tuve una cita en un gran teatro y fue horrible. Odio los gatos y tampoco soy vegano. Hago deportes extremos y veo anime; si digo que he leído diez novelas en toda mi vida, estoy exagerando. Solo puse esas cosas porque creí que así sería más fácil conocer a alguien con los pies sobre la tierra, que quiera...

No termina la idea y se ve algo avergonzado de lo que casi llega a decir, pero no importa porque yo a duras penas logro aguantar la risa y las carcajadas no tardan en salir. Él me mira unos segundos con sorpresa y termina uniéndoseme. No puedo creer que la noche diera este giro.

Al final, cuando la necesidad de respirar se hace más fuerte que nosotros y por fin las risas cesan, él me ofrece una mano.

—Hola, mi nombre es Daniel. Si no tienes nada que hacer ahora y no es mucha molestia, me gustaría invitarte a cenar. No será elegante, pero sí sincero, lo prometo. Creo que eres justo la persona que quería conocer.

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