5: Almhara.
Helena
El interior de mi escuela no presentaba cambio alguno, al menos a simple vista. Las paredes blancas lucían impecables como siempre, al igual que las baldosas marrones y las láminas de eventos especiales como el club de básquetbol, las competencias mensuales de ajedrez y la banda de rock del colegio que decoraban la galería. Esta era la primera parte que podías apreciar cuando accedías a la escuela.
Avancé lentamente. No se veía a nadie, absolutamente a nadie. Era normal que fuera así cuando se trataba de un horario en el que se dictaban clases, pero nunca antes me había encontrado con tanto silencio en el colegio. Solo escuché algunas voces de profesores y de jóvenes a lo lejos, probablemente con sus tareas. No obstante, hubo algo que captó mi atención en un único instante. Algo así como un chispazo. A un costado de la galería principal solían colgar las fotografías grupales de los graduados de todos los años. Según mi memoria, había un total de quince cuadros con los graduados desde el año 2001 hasta el 2016. Sin embargo, ahora aquella pared lucía distinta. Únicamente habían fotos de los años 2003, 2005, 2008 y desde el 2010 en adelante. No solo eso, también noté un dato curioso que se presentaba en ellos: las fotos de cada alumno. Por lo general, en cada año se graduaban aproximadamente veinte chicos, pero ahora en esos años, raramente, lograban terminar cuatro o cinco.
Y como una muy justa coincidencia, de esas extrañas que suceden de vez en cuando pero nos invaden de inseguridades, inserté mi visión en la foto de un muchacho, graduado del 2016, el cual me pareció especial. Su nombre era Martín Canses y solo leer su nombre me provocó una sensación difícil de digerir. Recordé que aquel chico asistía a tercer año cuando yo recién comenzaba la secundaria, hacía tres años atrás, hasta que sufrió un terrible accidente automovilístico una noche tras una fiesta. Después de unas semanas en coma, había muerto.
Abrí bien los ojos y sentí, una vez más como tantas veces había sentido esa mañana, mi piel congelarse en un mísero segundo. Ese muchacho había muerto hacía tres años, pero aun así logró guardarse el año pasado. Entonces mi mente se centró en una inigualable idea: estaba muerta.
Sentí una desesperación enorme. Deseé encontrarme con alguien que me pudiera decir la verdad. Con tan solo una persona que al oírme me tratara como si estuviera loca y que me confirmara que todo aquello era producto de una ridícula pesadilla.
Me negaba a aceptar que las palabras del doctor fueran certeras.
Jamás iba a aceptar todas esas malditas extrañezas.
Continué paralizada durante varios segundos, aterrorizada como un niño extraviado en un lugar al que nunca antes había ido, hasta que una nueva coincidencia me hizo regresar de lleno a la realidad.
«Como esas coincidencias que el destino parece enviarte a propósito».
—Parece que eres nueva aquí —escuché una firme y masculina voz justo atrás de mí.
El miedo se apoderó de mi conciencia por esa repentina aparición. La sensación se agravó todavía más cuando me giré a ver al propietario de aquella voz. Se trataba de un muchacho bastante alto, cuya mirada se encontraba centrada únicamente en mí. La distancia entre los dos apenas era representada por algunos centímetros.
¿Hacía cuánto que estaba ese sujeto ahí? Parecía haber aparecido de manera silenciosa y yo, de bien distraída que andaba, no me había percatado. Entonces decidí verlo con suma atención. Definitivamente se lo veía mucho más alto que yo, con su edad rondando entre los veinte y veinticinco años, atractivo a simple vista. El tinte verde de su cabello lacio se mezclaba con las raíces negras que revelaban su color natural. Además, sus intensos ojos café lograron conectarse con los míos en un milésimo de tiempo.
—Sí, veo que eres nueva —repitió—. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?
Pero resultaba que yo me había quedado pasmada durante unos cuantos segundos, mirándolo a los ojos a medida que eliminaba de mi mente lo que fuera que sucedió antes de su aparición. Me sentí enormemente confundida...
—En realidad no soy nueva —fue mi contestación. Lo único que se me ocurrió—. De hecho soy estudiante de cuarto año.
El muchacho pareció dudar ante lo que dije.
—¿En serio? Jamás te había visto por aquí —respondió—. ¿Puedes decirme tu nombre y apellido?
Logré ver de reojo que sostenía en su mano derecha una libreta de tapa azul que en letras blancas titulaba la palabra Registro. Enseguida pensé que se trataba de un nuevo secretario.
—Helena Sabrina Seabrooke —respondí.
Cuando manifesté mis nombres y mi apellido, él abrió la libreta y se dedicó a leer hoja tras hoja, tratando de dar con los datos correspondientes en una muy corta búsqueda.
—No, no veo tu nombre en ninguna parte —anunció mientras contrajo las tapas del objeto en un único movimiento—. Solo tenemos a una alumna registrada en cuarto año y su nombre es Valer-
Reconocí como su voz se detuvo al encontrarme pálida, reacción que tuve al escuchar aquellas palabras. De un instante a otro colocó su mano izquierda sobre uno de mis hombros, haciendo que volviera a adentrarme en la realidad. Elevé mi cabeza lentamente para observarlo.
—Tranquila, yo te inscribiré en tu curso —indicó—. Mi nombre es Alexander y soy el nuevo secretario del colegio.
Ni bien lo escuché, una serie de incógnitas arribaron a mi mente.
«¿Inscribirse?»
«¿Era normal que me inscribiera en la escuela otra vez?»
«¿Por qué habría solo una alumna en todo mi curso?»
«¿Acaso aquello sería una nueva pieza para este extraño rompecabezas?»
—Se nota que eres nueva por aquí —Alexander soltó su mano de mi hombro y volvió a hablar—. Y no me refiero a ser nueva aquí en la escuela. Me refiero a ser nueva en este mundo.
«Este mundo», maldición.
—De seguro todavía no “caes” en la situación. Mira, yo te lo explicaré, después de todo me toca hacerlo desde que trabajo aquí... —suspiró—. Pero primero vayamos a la secretaría. Es mejor hablarlo en un lugar más... Privado.
«Privado. ¿Qué mierda quería decir con eso?».
Acepté la propuesta aún pensativa en cada una de sus palabras. Me refregué los ojos y comencé a seguirlo hacia su oficina, caminando por un extenso pasillo repleto de casilleros cerrados, bancas y entradas que dirigían a varias aulas. Allí noté que era distinto a lo que acostumbraba apreciar habitualmente. Todo era silencioso. Tan solo podía dar oídos con las voces de algunos profesores y una que otra voz proveniente de algún alumno. El ambiente era tranquilo e impecable.
Alexander sacó unas llaves del bolsillo delantero de su pantalón al llegar a la secretaría. Con ellas logró abrir la puerta, dejándome pasar primero. Cuando entré, noté que la oficina no había cambiado en lo absoluto. Pude reconocer los clásicos muebles repletos de ficheros y de papeles, un par de sillas frente a un escritorio con un portátil y algunas plantas y decoraciones escolares. Alexander se sentó a encender la computadora y me invitó a tomar asiento frente a él. Yo aún me encontraba nerviosa.
—Muy bien. Te tenía que explicar, ¿verdad? —preguntó apenas me acomodé en una de las sillas.
—Eso creo —respondí, confundida—. A decir verdad, no entiendo nada de lo que me está pasando. De a ratos pienso que estoy viva y que es solo un día anormal. Después pienso que esto es más bien una ridícula pesadilla, pero luego empiezo a creer cada vez más que en realidad estoy...
Muerta.
El joven soltó una leve risita y se acomodó para atenderme de frente. Seguido, dio inicio a su explicación:
—Verás, como seguramente te has dado cuenta, has notado que unas cuantas cosas ahora son diferentes a como acostumbrabas verlas, ¿no es así?
Se me fue imposible evitar asombrarme al escuchar como había atinado sobresaliente a mi situación.
—¡Sí! ¡Es así! He notado algunos cambios en la ciudad, aquí en la escuela, y... En mi hogar.
Alexander miró la computadora por unos segundos y luego volvió a mirarme. Desorientada, confundida, indecisa, con unos cuantos pensamientos extraños.
—Bueno, ahí tienes todas las pistas necesarias —declaró, centrando su serena mirada en mis ojos—. Déjame decirte que, lamentablemente, estás muerta.
Entonces sentí una dolorosa sensación en mi interior, como un filoso cuchillo atravesando mi espalda, apuñalándome en el corazón. Una de mis teorías era cierta. Estaba muerta y aquello no era un sueño, ni un día fuera de lo normal.
Estaba muerta y no había marcha atrás.
—Sé que es bastante difícil de comprender esto, y más aún cuando eres muy reciente aquí —comentó Alexander sin dejar de mirarme, apoyando sus manos sobre el escritorio—. Pero tranquila, todos hemos pasado por eso. ¿Y sabes qué? Yo también estoy muerto.
Pestañeé un par de veces para luego contemplarlo. Se había puesto a teclear en la computadora.
—Todo ser vivo que se encuentra dentro de este mundo, dejó de existir en el mundo en el que habitaba antes —explicó, despegando su vista de la pantalla para entonces mirarme a mí—. Al lugar en el que vivíamos antes de morir lo podríamos llamar como "el mundo de los vivos" o "la tierra de los vivientes", mientras que al mundo en donde nos encontramos ahora lo podemos llamar simplemente por su nombre:
Almhara.
Resalté aquella peculiar palabra dentro de mi conciencia, el nombre que se le había asignado a tan rara y confusa tierra. Almhara, el mundo de los muertos.
—Entiendo —me animé a tomar la palabra y, asimismo, quitarme las dudas—. Pero, dime, ¿por qué este mundo es idéntico al que vivía antes? ¿Acaso esta es la vida después de la muerte?
—Digamos que esto, en sí, es como una vida después de la muerte —objetó Alexander—. Cada uno puede hacer lo que se le antoje, tal y como sucede cuando está vivo. La diferencia está en que uno se mantiene en la misma edad en la que falleció, además de que todo organismo pasa a ser completamente estéril —explicó—. Aun así, existe algo que todos tenemos que tener en cuenta al arribar aquí:
"Una vez que mueres en este mundo, ya no hay vuelta atrás."
—¿Morir en este mundo? —inquirí, quedando completamente embobada. Morir estando muerta se me hacía un disparate.
—Estamos muertos, pero aun así podemos morir de nuevo, y cuando eso sucede, dejamos de existir totalmente. No vamos a parar a otro mundo. Se dice que caemos en un agujero negro durante toda la eternidad —alegó él—. Aunque nadie sabe qué es lo que sucede realmente. Solo existen teorías.
Tras su explicación me puse a pensar. Confundida, extrañada. Almhara era un lugar que me resultaba así, confuso, extraño, pero con una pizca mágica que me resultaba, en cierto modo, interesante. No era magia en sí, yo no sabía muy bien que era. Había "algo" que me decía muy despacio al oído que aquel mundo era interesante y curioso.
—Me recuerda a las personas vivas cuando creen que al morir suceden cosas místicas —mencioné después de tanto silencio—. Jamás imaginé que existe un mundo idéntico al nuestro. Siempre he creído en aquello de "el cielo y el infierno".
—¿Hablas de los típicos comentarios religiosos? ¿Los que dicen que la gente de bien arriba al cielo y las personas de mal descienden al infierno? —cuestionó Alexander antes de chasquear con la lengua—. Pst, eso no es así. En este mundo hay gente buena y mala por igual, exactamente como en el mundo de los vivos... —suspiró—. Puedes pasearte por todas partes y estar rodeada de gente buena y gente mala sin ni siquiera darte cuenta. Aquí no hay un cielo ni un infierno, el lugar es exactamente igual para todos.
«Gente buena y gente mala por igual».
Almhara parecía ser tan, pero tan idéntico a mi antiguo mundo.
«Oh, Helena. ¿Acaso crees que será fácil lidiar con él, a pesar de lo similar que se parezca a tu vida? Ni lo pienses».
—Casi es el mediodía —comentó Alexander mientras desbloqueaba la pantalla de su teléfono para, aparentemente, revisar la hora—. Mi jornada ha terminado.
—¿Te tienes que ir de la escuela? —le interrogué en el mismo instante, saliendo rápidamente de mis pensamientos y ubicándome en aquel joven amigable que había conocido y que no quería dejar ir por el momento. Sin mi familia ni mis amigos aquí, sentí que él sería mi única confianza en este mundo, al menos hasta que encontrara qué hacer. Realmente no sabía a dónde ir.
—Claro. Es hora de que el secretario vuelva a casa —respondió él, levantándose de su asiento y tomando en sus manos una chaqueta liviana de color negro que había dejado en el espaldar de su silla.
Volví a preocuparme. Creo que esa fue la centésima vez que lo hacía en el día. Pensé en dos cosas. Una, que parecía no poder pasar un miserable minuto sin preocupaciones; y la otra, que si Alexander se iba, me quedaría sola.
—Si no te molesta... ¿Te gustaría almorzar conmigo? —me propuso el muchacho, tan repentinamente que me dio la impresión de que leyó mis pensamientos.
Sonreí un poco. Por lo menos iba a pasar un momento más con aquel muchacho que me había explicado toda la verdad al notar que no me sentía bien y que no dudó en revelarme lo cierto aunque fuese algo bastante duro. Quizás hasta podía orientarme en lo que seguía después.
-—Me encantaría —asentí mientras me levantaba de la silla—. Muchísimas gracias, y no solo por esto. También por haberme explicado todo acerca de este mundo.
Alexander me sonrió agradablemente y se dirigió a la puerta de la oficina, la abrió y me hizo señas para que yo saliera primero y así pudiera cerrar la secretaría bajo llave.
—No hay de qué, Helena —expresó al sacar la llave de la cerradura—. Es algo que me toca hacer desde que trabajo en este lugar, debes saber que no eres la única que llega por respuestas al colegio.
—¿En serio? —indagué mientras comenzaba a seguirlo—. Creí ser la única idiota en creer que la escuela tendría alguna solución a este problema.
—Pero si tuviste una solución, ¿no es así? —remarcó él, viéndome con sus ojos chocolatosos y dedicándome su sonrisa—. No hay de qué, te lo digo otra vez.
Al llegar a la galería principal, Alexander se dirigió a la oficina del director para entregarle las llaves de la secretaría conmigo a su lado. El directivo no dudó en saludarme, haciéndome pasar adelante. Era un hombre bastante grande, arrugado y canoso, parecía haberle entregado su vida y ahora su muerte a la escuela. Los diplomas y las fotos colgadas en la oficina no parecieron decirme lo contrario.
—Solo pasa mañana por aquí antes de entrar a clases y podré confirmarte una vez que tus datos estén cargados en el sistema —me informó antes de despedirse de ambos—. Hasta mañana, señorita Helena, y descansa bien, Alexander.
—Hasta mañana, señor director —me despedí simpática mientras salía de la oficina detrás de Alexander—. Y muchas gracias.
Después de cerrar la puerta de la oficina, me coloqué al lado de mi peliverde y simpático compañero, quién me había estado esperando durante unos instantes. Regresamos a la galería y después salimos del establecimiento, dejando resonar fuerte la puerta de salida al esta resbalarse de mi mano.
Sin embargo, durante aquel trayecto entre la dirección y la salida, había notado algo raro, una extraña sensación que recorrió un frío en mi espalda. Sentí como si alguien nos estuviera mirando, y no me equivocaba. Mientras cerraba la puerta, pude percibir que a unos pasos de la oficina del director nos observaba una joven encapuchada, cuyo rostro no alcanzaba a vislumbrar del todo bien, afirmada de espaldas contra la pared.
—¿Sucede algo, Helena? —me consultó Alexander antes de que volviera a verlo. Creí que sintió lo mismo que yo.
Y realmente esperé que así fuera.
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