4: Cambios.
Helena
El cielo se contemplaba de un delicado y vivaz color turquesa, el sol brillaba como nunca lo había visto y solo una brisa cálida ambientaba el día. Eran las diez con cincuenta y dos minutos de la mañana, según el reloj del parque principal.
Vida tranquila en la ciudad. Una jornada que aparentaba ser normal.
Claro... "Aparentaba" ser normal.
En medio del camino a casa, mi atención se percató fugazmente de algo muy peculiar. "Muy mucho", como digo a veces. Pues había pasado por una calle que recordaba de memoria y que adoraba debido a una razón en especial: una fantástica tienda de ropa, cuyas paredes rosadas combinaban perfecto con el estilo cute de sus prendas, y era allí en donde trabajaba mi hermana Rebbecca. ¿El inconveniente? Para mi asombro, en lugar de encontrarse la tienda, en aquel mismo edificio me topé con una vieja oficina de correos.
El comercio repleto de vestidos bonitos y camisetas con estampas coloridas ahora era eso, una simple y desordenada oficina de correos.
Las baldosas pálidas y resbalosas que la tienda tenía habían sido cambiadas por unos cerámicos de color ocre, sucios como si no los hubieran barrido en meses. Las paredes, de un delicado tono rosado, habían cambiado por un triste color blanco con algunos revoques mal hechos. Los exhibidores pintados de blanco, con un toque majestuoso aparentando ser propios de una princesa, parecían haberse convertido por arte de magia en viejos escritorios.
No pude evitar preocuparme. Solía pasar por aquella tienda para visitar a mi hermana después de clases, pero esa mañana los planes me habían fallado. Traté de recordar, pegada al ventanal del correo, si Rebbecca me había comentado algo acerca del cierre o de una mudanza que la tienda tendría, pero no recordé nada, ni una sola palabra sobre ello.
Sacudí lentamente mi cabeza y decidí retomar mi camino a casa, tanto confundida como alterada, lo que me llevó a darme cuenta de otra cosa. Al lado de la tienda de mi hermana había una Clínica Dental bastante elegante. Sin embargo, ahora allí se encontraba una casa de paredes negras y que en su entrada tenía unos viejos canteros repletos de flores.
Lo primero que se me ocurrió era que me había equivocado de calle, pero no era cierto. La calle Roseland era la misma donde solía entrar para visitar a Rebbecca, y era en dónde estaba parada en ese momento, mirando a mi alrededor y quedando cada vez más embrollada.
Ciertos comercios que recordaba de memoria habían sido cambiados por otros, algunos inclusive por construcciones, como si los hubieran derivado de la noche a la mañana para hacer uno nuevo.
Cerré mis ojos con fuerzas y los volví a abrir. Eso no era un sueño, era la realidad. Una confusa realidad.
Sin más en qué pensar continué con mi caminata de regreso a casa, pero a medida que más me acercaba, fui notando cada vez más cambios concentrados en las calles que yo más conocía de la ciudad. Dentro de la calle Hetwood, en donde se ubicaba mi domicilio, noté como un almacén al que siempre me mandaban a comprar había sido sustituido por la habitación de un curandero. Entonces pensé que mi suerte se había vuelto extraña y maldita.
La angustia retornó en mí después de notar ese cambio en la tienda de Rebbecca, pero aquella solo había sido la punta del iceberg. El darme cuenta de tantos cambios me hacía entrar dentro de un nudo de pensamientos confusos y horribles. A cada paso, en mi mente resonaba la voz del doctor Heisenberg con su declaración tan impactante. Algo que creí que era mentira. O que podría serlo.
"Fuiste asesinada."
Fue entonces cuando levanté mi vista después de darme cuenta de que la llevé centrada en el suelo durante unos minutos, vaya a saber por cuántos. En la acera de enfrente se ubicaba mi casa. Mi hermosa casa, de tamaño mediano, de paredes pintadas de turquesa y con sus rejas y portones negros.
Crucé la calle con los nervios rondando por mi mente, formando una mezcla de preguntas y respuestas que, si me ponía a analizar con profundidad, me pondrían la piel de gallina. Creía que mi familia sería la prueba exacta acerca de mi supuesta muerte o de mi supuesta vida. Si mi familia estaba en casa, era porque aquello del homicidio había sido un chiste de mal gusto y que despertar en ese hospital había sucedido después de un simple desmayo. No obstante, me llevé una ingrata sorpresa al ver un enorme candado dorado que cerraba, junto a una cadena pesada, el portón de la casa.
¿Qué rayos era eso?
Jamás mi familia cerraba la reja de tal manera, excepto cuando viajábamos en vacaciones de verano, pero ahora era plena temporada de clases y de trabajo. Además, ¿cómo podrían haberse ido sin mí? Sonaba extrañamente ridículo, pero...
¿Y si yo soy la que se fue sin mi familia?
¿Y si yo soy la extrañamente ridícula aquí?
Sentí como si en un segundo me hubieran disparado directo al corazón. Me torné pálida e instantáneamente comencé a morderme los labios. ¿Y si era verdad? ¿Y si estaba muerta?
«Tan solo piénsalo, Helena. Despertar en un hospital, la tremenda noticia del doctor, la viejita cuyos familiares no iban a visitar, los cambios repentinos en tu ciudad y ahora tu casa cerrada bajo un candado de exagerado peso y tamaño. ¿Qué más podría pasarte?».
Empecé a caminar nerviosa de un lado al otro por la acera de mi casa, con la vista al suelo y mis manos ahora sobre mi cabeza. Preocupada, asustada, desesperada. Algo tenía que existir para demostrarme que aquello era una mentira o una broma, algo que podría estar de mi lado. Alguna prueba, algún amigo que me encontrara, algún conocido. Y en ese instante fue donde mi mente marcó la más rápida idea que se me habría ocurrido en un momento como ese: ir a mi escuela.
Tal vez allí estaban mis amigos o algún compañero al que podría preguntarle. Aquella era la última prueba que se me ocurría para confirmar si estaba viva o muerta.
Sin más observé por última vez aquel candado, al portón que era imposible de cruzar debido a la seguridad y a mi casa, mi bonita casa a la cual no podía entrar. Aparté a mi ojos de todo y me centré en un único destino: mi secundaria.
Todo aquello, en mi mente, era un recto y largo camino para mí. Yo me encontraba justo en la mitad. En el lado derecho estaba el lado positivo, ocupado por un pequeño porcentaje, donde habitaban los pensamientos que decían que estaba viva y que todo rondaba normal, que ese lugar era la ciudad donde había crecido y que lo del doctor era toda una farsa. Mientras que del lado izquierdo se encontraba el lado negativo: aquellos pensamientos que decían que estaba muerta y que tenía que aceptarlo, como los cambios que había notado en el camino y mi casa tan cerrada sin rastros de mi familia.
Pensé en ese camino mental mientras daba ligeros pasos sobre la acera, hasta que en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de que mi escuela estaba justo enfrente. Mi distracción me había hecho olvidar la distancia tan corta entre mi casa y la secundaria.
Corrí hacia la entrada y me quedé observando a mi alrededor al subir el primer escalón. El colegio se veía igual desde afuera, pues el patio delantero lucía igual de cuidado que siempre, mientras que la blanca puerta de acceso seguía reluciente como lo era habitualmente. Entonces, sin duda alguna, entré.
Pero nunca imaginé lo que me iba a encontrar ahí dentro.
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