3: Fuga.

Helena

"Esto debe ser una pesadilla.

Una tonta y horrible pesadilla."

Después de liberar aquellas palabras, observé las prendas que la enfermera había dejado hacía unos minutos. Me decidí por salir de ese hospital, pero no lo haría esperando a que el doctor Heisenberg me lo permitiera. Tampoco lo haría si alguna otra persona me venía a buscar. Quería irme sola, por mi cuenta. Escaparme.

Me levanté de la cama por primera vez. Mis piernas se tambalearon bastante al recibir todo mi peso después de tanto tiempo, a lo que tuve que sostenerme de la cama y, después de unos segundos de descanso, tomé la torrecilla de prendas.

Caminé lentamente hacia el sanitario que se encontraba justo enfrente de la cama. Me sostuve de esta hasta que logré adaptarme a los pasos y caminar sola. Sentí un leve dolor en las rodillas, aún así, ni eso ni nada me detendría.

Abrí la puerta del sanitario y accedí. Una sensación extraña sacudió mi mente al encontrarme con un espacio tan limpio y brillante, sumando además el típico olor a clínica u hospital que cualquiera reconoce fácilmente. Me acerqué al lavabo y levanté mi cabeza para vislumbrar mi reflejo en el espejo. Mi cabello castaño estaba todo despeinado, como si hubiera pasado por una noche realmente complicada; y en mi rostro teñido de blanco reinaban dos enormes y oscuras ojeras que sembraron en mí una ligera sensación negativa. Mis labios estaban pálidos, tan solo con un toque mínimo de rosa en ellos. Todo lo opuesto a mi cabello ondulado, mi piel tostada y mis labios color caramelo de todos los días.

Me lavé la cara. El agua estaba fría, casi congelada, pero curiosamente no sentí ninguna sensación incómoda al mojarme. Me sequé el rostro con una toalla que había a un lado y volví a observarme en el espejo. Seguía igual, con cara de muerta.

Me vestí cuidadosamente tratando de no perder el equilibrio, sosteniéndome del lavabo. Una vez con todas mis prendas puestas, vi mi reflejo nuevamente. Mi vestimenta estaba conformada por aquella remera negra junto a una chaqueta azul de jean, un pantalón oscuro y unas zapatillas cortas de color negro con cordones blancos. No había peines, así que tuve que pasar mis dedos por mi cabello.

Ya saliendo del sanitario, miré directamente la puerta que indicaba la salida de la habitación y caminé hacia ella, esta vez con un paso mejor. Giré a ver todo el lugar antes de bajar la perilla. Las sábanas desordenadas, las cortinas un poco corridas y el pote de gelatina en el suelo indicaban claramente que alguien debía estar ahí, pero no lo estaría. Suspiré nerviosa y abrí la puerta.

De un instante a otro me encontré en un extenso pasillo cuyas paredes eran del color del cielo. En ambos lados de las mismas se podían apreciar muchas más puertas. Probablemente conducían a otras habitaciones con personas internadas.

Personas que, espero, estén vivas y no muertas.

Nadie pasaba por allí, un enorme milagro para mí y mis posibilidades de escapar. Suspiré, esta vez con un gran alivio, y comencé a caminar con cautela y sin hacer ruido. En mis leves pasos observé unas bancas azules que habían a los costados y unas macetas altas con plantas de interior. Al menos aquel pasillo lucía mejor que el monocromático cuarto en donde me encontraba antes, un decorado no le vendría nada mal. Pero tal resultó que me distraje tanto al ver una de esas plantas, que tropecé por accidente con una señora que iba pasando enfrente.

Sentí como si una parálisis ocupó mi cuerpo en un mero segundo. Me levanté del suelo y me volteé a ver a la mujer caída, para mi suerte tratándose de una simple ancianita en lugar de alguna trabajadora del hospital. Me incliné para ayudarla a levantarse con sumo cuidado y, una vez hecho, me decidí a pedir disculpas, aunque tardé mucho en hacerlo, pues la anciana me "ganó de mano".

—Gracias, pequeña —sonrió una vez que se sacudió sus prendas tras la caída. Al igual que yo antes, vestía con un camisón aqua—. Qué bueno que me has ayudado, no todo el mundo lo haría.

¿Gracias por haberla levantado después de yo misma haberla tirado? Me sentí muy culpable y no quería aceptar aquel agradecimiento, sintiendo un sabor agrio de culpa en la boca.

—Yo la tiré, así que le debería pedir disculpas —respondí.

—Pero no te preocupes, niña. Es más, justo en este momento estaba buscando la ayuda de alguien, ¡y tú quizás podrías hacerlo! —exclamó la mujer con ansias.

Me le quedé mirando durante unos segundos. Quería ayudarla en aquel pedido, aunque a su vez sentía un mal presentimiento de ello. ¿Y si tardaba de más y me descubrían?

«Alto, Helena. No puedes hacer eso».

—Usted diga, y lo haré. —Asentí finalmente.

—¡Perfecto! —celebró ella—. Verás, resulta que hace unos minutos salí de mi habitación para buscar a una enfermera y pedirle un vaso de agua, pero dejé mis lentes sobre mi mesa de luz y ahora no puedo ver nada de nada. ¿Me ayudarías a dar con mi cuarto?

Cualquier otro se lo hubiera negado, huyendo rápido para evitar súplicas, no obstante, yo decidí ayudarla. Tomé a la anciana del brazo y con cuidado avancé unos pasos.

—¿En qué número de habitación estaba usted? —pregunté.

—Sesenta y cinco —respondió.

Inserté mi vista en el número de la puerta más cercana que tenía: cincuenta y ocho. No había ido tan lejos.

—¿Y qué sucedió con su vaso de agua? ¿Lo irá a buscar? —le di charla mientras pasaba por el frente de la habitación cincuenta y nueve.

—Es que también me olvidé de otra cosa —me dijo, a la vez que daba sus lentos y pesados pasos—. La enfermera me había llevado mi vaso de agua hacía rato, pero yo no lo había visto. ¡Mi memoria está de malas hoy!

Pasando por el frente de la habitación sesenta y uno por un lado y la sesenta y dos por el otro, reí simpática ante las acciones de la mujer.

—¡Estoy viendo su habitación! —declaré al apenas ver una puerta entreabierta enfrente nuestro, quedando última en la pared del extremo.

Agradecí en mi mente el haber pasado desapercibidas de los trabajadores del hospital y entramos con lentitud a la habitación sesenta y cinco. Más que claro me quedó que la mujer se había levantado directamente hacia la salida sin fijarse en nada más. Las sábanas estaban revueltas en el suelo y el control remoto de un televisor había ido a dar casi en la puerta.

«Al menos tenía algo con que entretenerse».

También me percaté de los lentes de la mujer y el vaso con agua lleno sobre la mesa de luz. ¡Definitivamente era su habitación!

—Mil gracias, dulce niña —me agradeció mientras se sentaba en la camilla y acomodaba las sábanas blancas que arrastraban el suelo—. Quizás si otra persona hubiera sido la que se tropezó conmigo, solo hubiera seguido con su camino dejándome en el suelo.

Ayudé a la mujer a acostarse, con suma delicadeza de no hacerle daño.

—No tiene que agradecerme, señora. Después de todo, hice lo que tenía que hacer —le respondí una vez que apoyó su cabeza sobre la almhoada—. ¿Se encuentra bien ahora?

—Por supuesto que sí, querida. No he tenido otra molestia más que mis descuidos. De verdad te agradezco que me hayas ayudado con todo esto —volvió a agradecer—. Ahora solo esperaré hasta que mi hija, Cecillia, venga a retirarme de aquí para poder regresar a mi casa, aunque se está tardando mucho en llegar.

La señora realmente era una ternura, pero lo último que dijo captó mi atención de manera fugaz. Mi curiosidad despertó.

—¿Por qué lo dice? —le pregunté así nada más, sin pensar en una posible consecuencia.

—Es que estoy aquí desde el martes y no he tenido novedades de mi familia. Ni siquiera una visita. Quizás deba pedir el teléfono más tarde para llamarles. Me preocupa que no se hayan enterado de mi internación —explicó la abuela, expresando entonces un poco de angustia.

Y he ahí la consecuencia en la que no pensé. En ese momento me sentí terriblemente identificada con la popular frase «la curiosidad mató al gato». El molesto temblor con el que me había levantado de la cama retomó en mi cuerpo tras haber escuchado las palabras de la anciana y, al percibir su preocupación, emociones como la tristeza y el temor se fusionaron en mi mente.

Me entristeció su soledad, pero temí que se debiera a algo horrible. Algo de lo que no dudé en sospechar.

—¿Y qué le sucedió a usted antes de ser internada aquí? —decidí indagar, armándome de valor para oír la respuesta. Por un instante pensé que parecía una chismosa, pero por suerte la abuelita no le dio esa interpretación a mis preguntas.

—Como me gustaría recordarlo con claridad, mi niña... —Suspiró ella—. Solo recuerdo haber estado en mi casa, precisamente ordenando mi habitación, y de pronto caí al suelo. Con el golpe cerré los ojos, me desmayé y me encontré aquí cuando desperté.

En menos de un segundo sentí el veloz paseo de un escalofrío sobre mi piel, lo cual acabó con el temblor. Quedé congelada como una escultura de hielo. Basándome en el «diagnóstico» del doctor que me atendió, era probable que esa dulce y amable abuelita había muerto. Aunque claro que eso dependía de la verdad detrás de ese «diagnóstico». Todavía no podía —ni quería— creer que fuera cierto. Tenía que retomar mi camino a casa para verificar esa supuesta realidad. No me quedaba de otra.

—Espero de todo corazón que su familia llegue pronto a visitarla —deseé mientras me dirigía lentamente hacia la puerta de la habitación, decidida a continuar con mi fuga—. Hasta luego, señora. Fue un gusto haberla conocido.

—Muchas gracias, mi reina —agradeció ella desde su cama, volviendo a dibujar aquella dulce sonrisa que, en esa ocasión, me generó todavía más tristeza—. Espero verte pronto.

Antes de bajar el picaporte, levanté mi mano para despedirla desde la distancia.

—Igual yo —finalicé, intentando fingir una sonrisa.

La tristeza y el temor que me había generado su historia me derribó al oscuro pozo del desánimo otra vez. Cerré la puerta cautelosamente, encontrándome otra vez en el pasillo del hospital. Casi de inmediato observé hacia la derecha. De casualidad, a unos pasos en diagonal, se encontraba un ascensor. Sacudí un poco la cabeza, pestañeé un par de veces para distraerme y continué con mi plan.

Nadie pasaba por el pasillo, pocas voces se lograban escuchar. Agradecí el tener un lado bueno para esta situación, presionando el botón que indicaba el número cero, lo cual era igual a la planta baja del establecimiento. Yo ya estaba acostumbrada a bajar y subir por ascensores bastante seguido, pero lo que no era costumbre era el marearme dentro de ellos al moverse. Esta vez fue así, por lo que tuve que sostenerme fuerte de los barandales de metal para no caerme. Deseé que dentro de esa caja no hubieran cámaras, a lo que me puse a buscar alguna mientras seguía bajando vaya a saber yo cuántos pisos. No había nada. En menos de diez segundos llegué al piso indicado y las puertas se abrieron lentamente para mostrarme una sala de espera.

Di unos pasos y observé el lugar que me rodeaba. Solo distinguí a personas normales, es decir, personas que no parecían haber muerto. Todas estaban sentadas en unas bancas negras esperando sus turnos. La mayoría poseía un celular en sus manos, otras cuidaban a pequeños niños, otras miraban al televisor que estaba colgado en la pared. Cerca de este logré ver un cartel de Salida que colgaba del techo, este mismo para mi suerte tenía una flecha que guiaba hacia la derecha.

Comencé a caminar a dicha dirección mientras observaba curiosa las distintas escenas que encontraba en mi camino: secretarias con decenas de papeles encima, un par de doctores que corrían por los pasillos y más pacientes en espera. Me dio mucho temor de que alguien me reconociera y saliera a mi acecho. ¿Pero qué se podía esperar al ver a una jovencita vestida como lo habitual? Pues, nada. Nadie, a pesar de verme de reojo, supo de quién se trataba. Nadie supo que aquella chica era una paciente que se estaba dando a la fuga.

Llegué a la puerta de salida y observé muy bien hacia afuera antes de abrirla. El día se veía soleado. En la calle y en la acera encontré a personas caminando o conversando con otras, detenidas a un costado. Los nervios volvieron a cubrir mi cuerpo nuevamente, hasta que suspiré decidida y abrí la puerta para salir.

Nada de sonidos alarmantes. Nada de cosas propias de otro universo. Caminé unos pasos, bajando los escalones de la entrada del hospital con cuidado, mientras veía a mi alrededor. Personas que estaban allí afuera, algunas normales y otras preocupadas, esperando algo o a alguien. La única sorpresa que me pude llevar fue el no ver autos o motocicletas en la calle, ni ningún otro medio de transporte a excepción de un par de bicicletas.

Llegué a la acera y di un vistazo general. A mi derecha había una esquina vacía. A mi izquierda, un extenso camino para llegar a la otra esquina, donde se encontraba una farmacia. Miré enfrente. Había un kiosko pintado de negro.

Y allí fue en donde sentí que mi alma intentó saltar de mi cuerpo.

Reconocí todo aquello. Esa parte de esa calle, el kiosko, la esquina, el hospital...

Era mi ciudad. Estaba en mi ciudad.

¡Mi increíble y bonita ciudad!

—Lo sabía, ¡sabía que eso era una mentira! —susurré instantáneamente, mientras que en mi rostro se formaba una extensa sonrisa de felicidad.

Dejé de lado los nervios, pues ahora una alegría enorme reinaba en mi cuerpo. ¡Estaba viva! O al menos eso creía.

«Si estaba muerta, ¿entonces qué hacía en la ciudad en dónde había nacido y crecido?»

Crucé la calle por la senda peatonal, llegando a la acera del kiosko, y giré a la derecha para comenzar el camino a mi hogar. Estaba segura de que iba a llegar a casa y sería recibida por mamá, quien a esas alturas debía estar planeando el almuerzo. Después de todo aquella era la ciudad en la que vivía.

Porque a pesar de todo, no existe nada como el hogar ni la familia.

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