25: Impotencia.

Mundo de los Vivos.

El café recién salido de la cafetera había sido reemplazado por una tetera de porcelana con té hasta la mitad para la familia Seabrooke.

Abraham y Marina eran los primeros en bajar a la mesa, una costumbre que no había cambiado a pesar de los nulos ánimos de salir de la cama. Las mañanas sin la ruidosa presencia de su fallecida hija eran de extrañarse. En los fines de semana dormía hasta muy tarde, saliendo de su habitación a minutos del almuerzo. Sin embargo, en las últimas ocasiones solía despertarse más temprano, bajaba a la cocina y preparaba no solo su desayuno, sino también el del resto de la familia. Café calentito en la cafetera, pan tostado servido en un plato cubierto con una servilleta para que la temperatura ideal no se fuera. Su estación preferida sintonizada en la radio, escuchando a todo volumen aquellas canciones movidas que despertaban a toda la casa. Los trastes de la noche anterior, golpeándose entre sí al ser colocados sobre la mesada mientras ella los lavaba. Los cantos que le dedicaba a su gato, el gordo Mochi, hablándole como si fuera un bebé mientras desayunaba con él.

El silencio que ahora inundaba la cocina era insoportable. Ya no habían ganas de tomar café, mejor se les era esperar menos tiempo para hervir el té. Las tostadas, quemadas por la distracción, ya casi no tenían sabor a pan. Los trastes de la noche seguían acumulados sin lavar bajo el grifo. Si encendían la radio, lo primero en escuchar serían malas noticias. Ni Mochi se había acercado a tomar su platito de leche, prefiriendo dormir a oscuras en el sofá del living.

El matrimonio se sirvió un poco de té en sus pocillos y, agregándole mantequilla y mermelada de ciruela a las tostadas, comenzaron a comer.

-Asaltaron a uno de los compañeros de Helena después del velorio -comentó Abraham a la vez que leía el mensaje de texto que le había enviado uno de sus compañeros de trabajo. Tanto tiempo alejado de las redes sociales y periódicos digitales hicieron que se tardara días en enterarse de la noticia-. ¿Hasta cuando seguiremos con esto?

-Nunca va a parar -le respondió Marina, después de tomar su primer sorbo de té-. Esos malditos jamás se detienen, ni jamás los detendrán.

El vapor de la infusión cubrió sus ojos negros, dándoles calor y una acogedora sensación de no querer alejar su rostro de allí. Se quedó mirando a la pared, en dónde colgaba una foto en la que Addley y su familia sollozaban de emoción después de su graduación de la preparatoria. Helena estaba ahí, sonriendo al lado de su hermano como era de costumbre.

Despegó su mente de aquella distracción al oír como alguno de sus dos hijos bajaba las escaleras. Se trataba de Addley. Sin remera, con un oscuro pantalón corto y descalzo, tal como había dormido, bajaba a desayunar.

-¿Han pensado en llamar al abogado que les ofreció el señor Galinger? -les preguntó a sus padres antes de tomar una tostada.

-Buenos días primero, Addley -le regañó su padre, sin desviar su mirada del teléfono.

El muchacho rodó sus ojos y pasó a buscar su taza en la alacena. Ya no habían buenos días para él.

-Estaremos esperando, pero la tía Carolina contactó con otro abogado y quizás iremos por él -le respondió su madre, después de tomar el segundo sorbo de té-. El estado del señor Galinger no nos da confianza. Muchos por ahí dicen que no sabe lo que dice, ¿cómo nos ponemos asegurar que lo qué le sucedió al caso de su hija sea cierto?

-Necesita un psiquiatra -comentó Abraham, levantando su taza-. La vida lo castigó y ahora anda como vagabundo, dando lástima con la historia de su hija. Quizás nunca se ha cruzado con un abogado en su vida.

Addley se sirvió té y, antes de proceder a subir las escaleras hacia su habitación, dejó su opinión:

-A nosotros también nos pasó, no deberías hacer diferencia.

Entonces Abraham, molesto, elevó su mirada hacia su hijo.

-Pero a nosotros no nos castigó con una hija enferma como la suya. Dime, Addley, ¿cuándo hemos visto a Helena besarse con otra chica? ¿Cuándo? Ese es el castigo que él recibió por no ponerle límites a lo que debía.

Las palabras de su padre hicieron detener a Addley al instante, dejándolo perplejo a pasos de las escaleras.

-¿Y si en algún momento la hubieran visto haciéndolo, estarían celebrando su muerte? -preguntó con cierta rabia.

Los padres del chico quedaron en silencio por unos segundos, recién respondiendo cuando su hijo se encontraba por la mitad de la subida.

-Tu hermana nunca fue así. Tenle respeto y deja de compararla -dijo su padre.

Addley se quedó callado y, sin ganas de comenzar una discusión mucho más fuerte, subió hacia el segundo piso. Estaba decidido a visitar a su hermana al cementerio dentro de una hora. Según él, le serviría para distraerse de sus dolores y de las molestias de sus padres.

Tantos temas que mezclaban, tantas incoherencias que pensaban.

La situación de su hija era trágica. Testigos casi no existían, las cámaras de seguridad no pudieron grabar el momento exacto de la muerte. Solo el ataque, cuando el sujeto la capturó entre las sombras y sin darle la oportunidad de defenderse la trasladó a las rastras hacia aquel oscuro callejón.

El sospechoso no había dejado rastro alguno. La única opción que le quedaba a la justicia para identificarlo era analizar las prendas y la mochila de la víctima. Algo que llevaría tiempo, y por ende, más desesperación por parte de la familia.

Por supuesto que también la impotencia era algo que jamás desaparecería.

-Pronto descansaremos en paz, Helena -soltó el muchacho en un susurro frente a la tumba apenas llegó al solitario y triste lugar-. Te lo prometo, aunque también me cueste la vida conseguirlo.

Había pasado por la floristería antes de entrar al cementerio. Dejó un par de rosas blancas junto a las que su madre había dejado la semana pasada. A Helena le encantaban las rosas blancas. Siempre arrancaba algunas del jardín de su vecina a escondidas solo para colocarlas en el florero que tenía en su mesita de luz. Decía que aquella flor era la representación de la delicadeza y de todo lo puro que había en la Tierra.

Addley pasó a mirar los nudillos de sus manos puesto que uno de ellos le acababa de molestar. Estaban heridos, la piel de su alrededor resaltaba por las costras ya secas de las lastimaduras que se había hecho a sí mismo.

Desde el asesinato de su hermana, él no paraba de cuestionarse el porqué sucedió tal cosa. Porqué la vida era tan injusta, porqué la muerte tuvo que llevarse a Helena entre todas las personas del mundo.

¿Por qué le dio un final tan espantoso?

¿Por qué tenía que ser asesinada?

¿Por qué el responsable no aparecía en ningún rincón de la ciudad?

Sus ataques de impotencia regresaron después de casi dos años estando bajo tratamiento. Una de esas noches, hundido entre todas aquellas inexplicables preguntas, se levantó de su cama con su rostro totalmente húmedo a causa de las lágrimas y comenzó a darle puñetazos a la puerta, pensando que así descartaría el dolor que sentía. Sus padres pronto subieron a frenarlo, diciendo que tenían que llevar a tratarlo urgente.

-Seguramente tú me habrías curado de esto -rio el joven, dejando caer sus primeras lágrimas mientras le hablaba a la tumba en dónde descansaba su hermana-. Tú siempre decías que golpearle a la puerta o a la pared es la manera más estúpida que tiene un hombre para descargar su odio. Estabas tanto en lo cierto... Es tan ridículo.

Helena siempre regañaba a su hermano cuando hacía algo que no debía. Estaba seguro de que en ese momento, si ella estuviera ahí, ya hubiera recibido todo un sermón de regaños y bromas sobre la forma en la que él expresaba su impotencia. Solo que, cuando ella vivía, el motivo de esa rabia podía variar desde la traición de un amigo hasta una fuerte discusión con alguien que no tenía razón pero quería llevarse el mundo por delante. Su padre era un claro ejemplo de ello.

Pero ahora... Ahora que le había tocado sufrir más que nunca ante la muerte del ser que más quería en el mundo y tenía que obligarse a aceptar la falta de justicia... ¿Qué le quedaba por hacer? En los últimos días había pensado que romper a piedrazos los vidrios de la comisaría protestando por la atención por parte de los oficiales era la mejor opción para expresarse. Mientras un asesino podía estar escondido quién sabe dónde, ellos reían en sus oficinas mientras tomaban café y se burlaban de lo más ridículo que habían visto en el día.

-Perdón, hermanita, pero ya me perdí... Otra vez -se disculpó, con su mirada húmeda puesta en el epitafio que llevaba escrito el nombre de la muchacha-. No me queda otra opción más que moverme por mi cuenta.

Dicho esto las lágrimas comenzaron a recorrer por su rostro, haciendo que, de rodillas, llorara pensando en todo lo que había hecho y lo que iba a hacer; lo que sucedería y sería de él si tan solo Helena estuviera ahí, cuidándolo, escuchándolo, riendo como siempre.

De regreso a casa decidió tomar el bus local, ocupando el asiento del fondo con tal de sentirse mejor en soledad, escuchando música en sus audífonos. Pensó en sus planes, pensó en mil cosas, hasta que una muchacha no muy mayor a él lo terminó distrayendo por accidente.

-No me gustan los asientos del costado. Lo lamento -se disculpó ella cuando lo vio abrir los ojos con susto.

Cuando reaccionó que no se encontraba solo, y que el repentino tacto que sintió de un instante al otro se debía a esa chica, Addley se quitó los audífonos y le intentó dedicar una sonrisa.

-No te preocupes, a mí tampoco me gusta mucho -reveló.

La joven le sonrió. Era más bajita que él, quizás por una o dos cabezas. Tenía un lacio cabello azabache que, estando sentada, le llegaba por debajo de la cintura, junto a una tez morocha y un par de ojos tan oscuros que parecían ser negros.

-Un momento... Tú eres el chico Seabrooke de la universidad, ¿no? -le consultó ella al percatarse de la identidad del chico con quién se había sentado. Incluso llegó hasta sorprenderse, sintiendo una sensación de culpa abordar en su pecho por haber quebrantado su soledad.

Una soledad que en momentos de duelo adquiría sentido, pero para Addley no parecía ser así. No en esa ocasión.

-Ese soy yo -asintió él, tratando de mantener el mejor de sus ánimos, el cual, claramente, era bastante decayente-. Me llamo Addley.

La morena arqueó muy lentamente sus labios y le dedicó una mirada de suma calidez.

-Lamento mucho lo que sucedió con tu hermana, Addley -expresó ella, átona-. El pueblo está contigo y tu familia. Toda la universidad ha dejado el mensaje de la movilización que harán para pedir justicia esta tarde. Espero que puedan conseguir lo que necesitan.

El muchacho suspiró profundo y, desvaneciendo la sonrisa que intentaba mantener, asintió lentamente.

-Es lo único que espero, aunque a decir verdad, todas esas movilizaciones que se convocan cuando sucede una tragedia... No sirven de nada -respiró profundo, queriendo evitar el pasaje a las lágrimas-. Pero, también siendo sincero, agradezco mucho el apoyo de la gente en cuanto a esto.

Todavía transmitiendo un aire de triste armonía, la chica apoyó su cabeza bruscamente contra el tapiz del asiento.

-La justicia nunca hace nada bien, seamos sinceros. Lo único que nos queda como pueblo es exigir lo que merecemos. Estas cosas no pueden seguir pasando -expresó, empezando a demostrar rabia con cada palabra.

Addley se la quedó viendo, repitiendo en su mente las palabras de la joven. Tenía tanta tazón. Una lástima que la oportunidad de que triunfara el bien fuera inexistente.

-Yo... Perdón por venir a interrumpir tu espacio -se disculpó ella de repente, acto que confundió al muchacho. Addley no se había dado cuenta de que, perdido en sus pensamientos, su visión se había congelado en los ojos negros de la hablante-. No sabía que eras tú, y de verdad necesitas tiempo para ti mismo.

Con un sentimiento de culpabilidad terrible, creyendo que había hecho sentir fatal al pobre joven, la pelinegra intentó levantarse del asiento. No obstante, Addley alcanzó a tomarla de la muñeca, haciendo que ella bajara a mirarlo de inmediato. La mirada del joven transmitía dolor. Entonces también se dio cuenta de las heridas en los nudillos del mismo.

-No te vayas -le pidió él, a lo que ella se sentó nuevamente-. Yo... No me siento bien, pero un poco de compañía no me viene para nada mal. Si no te molesta...

Comprendiendo el estado del castaño, ella aceptó el pedido, dibujando una adorable media luna en su rostro.

-Sé cómo se siente. Estoy acostumbrada a lidiar con este tipo de pérdidas -manifestó en un suave tono de voz-. Me quedaré contigo hasta que me pidas lo contrario. Mi nombre es Tori.

Tranquilo por haber remediado el problema, él suspiró suavemente.

-Gusto en conocerte, Tori. Y gracias por quedarte.

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