20: Dolores.
Mundo de los Vivos.
La familia Seabrooke acudió al cementerio después de dos días tras el entierro de su querida Helena. El dolor seguía presente al igual que las incógnitas y la esperanza por conseguir pronto el paradero del asesino. Esperanza que fue disminuyendo en algunos miembros de la familia al contemplar cómo se seguía buscando sin mérito por la ciudad. Las novedades eran nulas.
Sin embargo, tanto Rebbecca como Addley presentían el manejo de la situación. Ella ya lo había visto muy de cerca una vez, cuando años antes un compañero de su clase había sido asesinado también. La justicia nunca encerró al culpable, teniéndolo como cualquier persona por las calles bajo el temor de todos hasta el día en el que partió a otra ciudad, más que probable para seguir haciendo el mal.
Con unas cuantas lágrimas cayendo sobre la lápida de la joven, cada miembro de la familia le dejó una rosa blanca en conjunto a otras flores todavía frescas, dejadas ahí por otros amigos y familiares.
Estaban a punto de darse la vuelta y regresar a casa en cuanto escucharon a un hombre toser repetidamente, como si se estuviera quedando sin respiración. Con mucho susto ante el repentino sonido, la familia buscó con la vista al dueño de la tos hasta que lo encontraron. Parecía estar a punto de caerse por el ataque de asma que le había dado. Los dos hermanos y sus padres fueron a donde él y le preguntaron si necesitaba ayuda. Para aquel entonces, el hombre ya se había calmado gracias a su aire comprimido.
-Estoy bien. Gracias por acercarse -respondió después de recibir la atención de la familia.
El hombre, a simple vista, les pareció destruido. Su cabello pelirrojo se encontraba tan reseco, que dejaba la impresión de que no se lo cuidaba en lo absoluto, al igual que su larga barba y un par de ojos verdes que simplemente ya no radiaban ninguna emoción. Él estaba ahí, enfrente de una lápida. Sin derramar una sola lágrima, sin dejar nada.
Abraham leyó el nombre puesto en la estatuilla de aquella lápida. Luego pasó a leer las fechas de nacimiento y partida de la persona. Se trataba de alguien muy joven que había nacido en el año 1995 y que había fallecido en el 2011. Alguien con apenas diecisiete años de edad.
-Conocemos su dolor -comentó Abraham con un suspiro después de darse cuenta de que el hombre se había quedado a ver aquella lápida.
-Por supuesto... -entonces suspiró él, pestañeando un par de veces, intentando que al menos una lágrima cayera por su rostro-. Ella era mi pequeñita.
La voz del hombre se expresó con mucha pena y dolor. El dolor de una enorme pérdida como el de una hija.
Rebbecca se había dado cuenta de quién era aquel señor ni bien reconoció el nombre y el apellido de la estatuilla. Su mirada se convirtió en una de desprecio al recordar la figura en vida de aquella muchacha.
-Mi Evgenie se marchó hace seis años, pero el dolor perdura como si fuese hoy -añadió el señor. Después estiró su brazo hacia la lápida y apoyó sobre ella su arruinada mano-. Lamento mucho la pérdida de su hija también. Leí la noticia estos últimos días en el periódico, también los vi cuándo la enterraron. Yo... Vengo seguido a visitar a mi pequeña.
La señora Marina suspiró y trató de sonreírle al hombre por un segundo. Lo mismo intentó hacer Abraham y por último Addley, quien seguía sintiendo más rabia que tristeza. Todo el tiempo lo demostraba a partir de sus puños cerrados y marcados con lastimaduras que se había hecho al golpear la pared de su cuarto reiteradas veces, preguntándose a los gritos por qué había sucedido eso. Por qué a Helena, por qué no a él.
-Yo conocí a su hija -confesó Rebbecca de un instante a otro, para la sorpresa de su familia y del señor-. Fuimos compañeras en la secundaria. Lo lamento mucho.
Pero a pesar de haber hablado, la mirada de la joven se había quedado insertada sobre aquella lápida y sus labios no fueron arqueados hacia ninguna dirección. Estaba seria. Pues, después de decir aquellas palabras, su mente recordó uno de los tantos recuerdos relacionados con esa muchacha cuyos restos descansaban ahora debajo de la tierra.
Recordó cuando una vez ella y sus amigas rieron a escondidas tras tomar el cuaderno de la profesora con todos los datos de cada alumno. En una de las páginas alguien había escrito algo a un lado del nombre de esa chica.
Galinger, Evgenie Solange, "la come vaginas".
Su mente recordó tanto ese momento, que hasta llegó a escuchar en lo más profundo de su memoria las risas de los demás cuando uno de sus compañeros leyó en voz alta los apodos que les había puesto a cada uno de los integrantes de la clase.
Pero, entre tantos, el de aquella chica había causado más risa y a la vez más asco. En especial a Rebbecca. Todavía le seguía causando la misma sensación de solo leer su nombre en aquella lápida.
Y es que según ella, tenía sentido en llamarla así. Incluso llegó a lamentarse el día en el que la escuela se vistió de luto tras su repentina muerte. Pero no se lamentó por su trágica pérdida, sino por el simple hecho de ya no tenerla sentada a un lado de la ventana para burlarse de cada una de sus acciones.
-Era una buena chica, hasta el día de hoy me cuesta entender cómo fue que pasó -la penosa voz del hombre interrumpió cada uno de sus pensamientos.
Claro que para Rebbecca, Evgenie nunca había sido una buena chica.
La familia Seabrooke regresaba del cementerio en aquella tarde nublada. La llovizna comenzó a caer, leves gotas de agua marcaron la lápida de su pequeña Helena. Se despidieron de ella con sumo dolor, diciendo que mañana volverían a verla.
El automóvil iba lleno. En aquel Volkswagen negro, modelo 2015, los asientos de atrás estaban apretados. Por un lado, Addley contemplaba la llovizna triste y el color gris de la ciudad. Por otro lado, Rebbecca checaba su teléfono y leía los mensajes de una de sus mejores amigas, con la mente perdida en otra cosa. En el medio de los dos, el señor Galinger observaba cabizbajo la alfombra del auto.
El señor Galinger tenía mucho contraste con la familia Seabrooke. Abraham conducía mientras llevaba puesta una camisa blanca con una chaqueta y pantalones marrones, mientras que Marina llevaba un vestido gris con líneas negras en degradé. Addley tenía la misma camisa que llevaba puesta desde la partida de su hermana y unos jeans azules. Rebbecca, como siempre, vestía un pantalón negro y un suéter rosado. El señor del medio, mientras tanto, tenía sus ropas destrozadas a causa del tiempo y el mal estado. Su pantalón negro tenía manchas de pintura por todas partes y a su campera verde musgo le sobraban las manchas de grasa y pelusas blancas.
Su rostro indicaba lo vulnerable que se había vuelto tras el suceso que cambió por completo su vida. Su piel reseca, su barba que hacía meses no cortaba, sus ojos entrecerrados, sus cejas pobladas arqueadas todo momento hacia abajo. Ese hombre parecía estar siempre triste, todo el mundo lo pensaba.
-Al menos el adiós a un miembro de la familia hace unirlos más a todos -comentó él en un instante a otro-. Estar juntos les dará fuerzas, es lo que dicen.
Parecía no aguantar el silencio que inundaba aquel auto. Parecía que cada Seabrooke estaba metido en un mundo distinto. Abraham y Marina pensaban en su difunta hija y todo lo que había sido de sus últimos días antes de tan repentina partida, Addley se preguntaba qué sería del asesino, y Rebbeca... Ella recordaba a su antigua compañera.
Addley miraba a la calle con cierta atención en busca de algún hombre que le resultara sospechoso. Ni siquiera sabía cómo definir a una persona que le resultara así, pero lo tomó como un instinto. Cuando él sintiera que el asesino andaba por ahí, saltaría del auto e iría a golpearlo hasta provocarle la muerte. No le importaba lo estúpido que llegara a sonar ese pensamiento, él solo quería ver sufrir a quien hizo sufrir por última vez a su hermana.
-¿Qué ha sucedido con el resto de su familia? -le preguntó Rebbecca al señor Galinger mientras guardaba su teléfono en la cartera blanca que llevaba puesta.
-Ellos están en donde deben estar -le respondió el hombre, levantando su triste mirada para verla.
-¿Qué sucedió con su hija? -preguntó Abraham al instante, mirando al hombre a través del espejo retrovisor. Sintió lo dura que era esa pregunta, pero sabía que en momentos así lo mejor era apoyarse entre todos.
Addley desvió su mirada y observó al señor, tomando aire por el cansancio que sentía después de casi no dormir durante días.
-Yo siempre digo que la mataron por ser diferente -respondió el señor Galinger, mirando hacia Abraham-. Bueno, en realidad no era diferente. No para mí, pero sí para muchos otros. Y desafortunadamente vivía rodeada de esos "otros".
Addley tragó saliva y suspiró, pensando que podía llegar a comprender lo que sentía aquel hombre. Quiso reposar su mano sobre una de sus rodillas para indicarle que contaba con su apoyo, pero no se animó a hacerlo. Rebbecca, mientras tanto, solo se concentró en una cosa. En su memoria.
Ella, entrando al baño de su escuela durante la hora de matemáticas. Había pedido ir bajo la excusa de tener una emergencia, pero muy en el fondo sabía que no era así. Muy en el fondo sabía que algo había pasado.
Encontró unas pequeñas manchas de sangre en el pasillo de los sanitarios y escuchó el sonido de una chica llorando sin consuelo, encerrada en uno de ellos.
Sin saber cómo coincidió, pateó con fuerza la anteúltima puerta, abriéndola por completo y obteniendo la imagen de quién anhelaba encontrarse.
Allí estaba su compañera, de rodillas frente al inodoro, con todo el borde del mismo manchado con sangre, al igual que todos sus dedos y su boca.
Las puntas de su cabello pelirrojo estaban húmedas debido a la saliva que había intentado expulsar en medio de su desesperación cuando le habían cubierto la boca para evitar que gritara, sin apartar los mechones de pelo que se habían ido con aquel par de manos fuertes que atentaban contra su rostro. Alrededor de sus orbes verdes resaltaban unas escleróticas teñidas de rojo por haber derramado tantas lágrimas de dolor, formando una mirada atenta sin el deseo de pestañear ni una miserable vez por temer encontrarse con lo peor en un abrir y cerrar de ojos.
Destrozada, perdida, había pasado de mirar su reflejo en la taza del baño, a verla a Rebbecca. Y pensar que lo que tuvo a cambio fue más de lo que ya había tenido antes.
-Te lo mereces por zorra -le dijo la castaña, parada en la puerta del sanitario, viéndola sin ninguna expresión.
Y, dicho esto, se marchó del baño de mujeres para ser despedida por un desgarrador grito por parte de su compañera. Un desolador pedido de ayuda que a cualquier otro le podría haber dolido en el alma, pero a Rebbecca no.
A Rebbecca le gustaba oírla llorar. Le encantaba verla sangrar. Le deleitaba saber que todo su cuerpo dolía a más no poder y que a duras penas podía mantenerse de pie.
-¿Tienen novedades del caso? -la voz del señor Galinger interrumpió todo recuerdo.
-Todavía no encuentran al asesino de nuestra niña -respondió Marina.
Rebbecca suspiró y trató de concentrarse en el tema de su hermana.
No, no podía hacerlo. No quería recordarla porque a su mente le llegaba la imagen de cómo la vio en su velorio. Y a Addley se le venía a la cabeza la posible escena de cómo habían sido sus últimos minutos antes de morir.
-Puedo recomendarles un buen abogado -sugirió el hombre pelirrojo, elevando apenas un poco su estado de ánimo-. Conozco a uno que ayudó mucho en el caso de mi hija. Diría que todo salió bien gracias a él.
La propuesta resonó en la mente de cada integrante de la familia Seabrooke, pero en especial en las de Abraham y Marina. Dudaron, tenían que pensarlo.
A final del recorrido llegaron al hogar del señor Galinger. Él vivía en un departamento de uno de los barrios más necesitados de la ciudad. Pagaba poco por vivir ahí, pues el mal estado de los servicios le daba sentido a aquel precio.
-Luego les pasaré el contacto. Seguro que nos volveremos a encontrar algún día de estos -se despidió el hombre después de bajar del auto con ayuda de Addley, quien se bajó primero para que él pudiera salir cómodamente-. Adiós, y gracias por traerme hasta mi hogar.
-No, gracias a usted por el apoyo, señor Galinger -lo despidió Abraham a través de su ventanilla, apenado por lo que veía a su alrededor. El barrio vulnerable no era una buena imagen para él-. Nos veremos pronto.
Y, hecho esto, el padre de la familia Galinger cruzó hacia la habitación en donde vivía. Se volvió a despedir de los Seabrooke a lo lejos y, después de abrir su departamento con una vieja llave, entró.
Matthew Galinger, padre de una familia destrozada como los pedazos de la botella de vino rota sobre su mesa.
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