13: Recuerdos.

Helena.

Solange y yo nos sentamos a tomar el té un rato después de llegar al departamento. Esta vez logré degustar bien la merienda, pues convencí a mi nueva compañera de tirar esas viejas galletas de vainilla a la basura y en su lugar pude abrir un paquete nuevo. Las pepitas de chocolate eran mis favoritas y aproveché que ella me había dicho que pusiera "lo que yo quisiera" en el carrito de compras del supermercado para escoger algo más rico de lo que, aparentemente, acostumbraba comprar. Sin lugar a dudas había hecho una muy buena elección.

-Ya que hoy trabajaste muy bien, te has ganado una estrellita dorada -bromeó Solange después de dar su primer sorbo de té-. ¿Sabes qué significa?

-¿Que me darás una estrella dorada recortada en un cartón para pegarla sobre mi ropa? -le pregunté, tratando de adivinar lo que haría, pero mis palabras la pusieron a pensar por unos segundos.

-Creo que no tengo cartón por aquí, pero no, no es eso. Significa que puedes irte a dormir ahora mismo -me respondió, finalizando sus palabras con una alegre sonrisa.

«Espera, espera, espera... ¿En serio ese es mi premio? ¡Gracias por delatar mis ganas de irme a dormir, ojeritas! Por un momento creí que tendríamos que bajar todas esas escaleras otra vez para partir a algún otro lugar o que tendríamos que ir a buscar cartones en la basura para ponernos a recortar estrellitas».

Me levanté de la mesa y me dirigí a la cocina a lavar mi taza antes de que se arrepintiera. Luego me acosté sobre el sofá, rogando poder dormir bien por lo menos un rato. Para otros, diez intentos manejando unas nuevas alas podría ser muy poco, ¡pero para mí había sido demasiado! Y sentía que Solange opinaba lo mismo. Además, desde temprano habíamos andado de aquí para allá sin un descanso. Primero fuimos al supermercado, después a la reunión en la Costa y, para finalizar, al entrenamiento. Sin dudas había sido un día muy largo, repleto de curiosidades y confusiones nuevas a cada minuto. También recordé la discusión de Solange con Amalia en la Costa, ¿pero de qué servía recordar si ahora la pelirroja estaba de buen humor? Cerré los ojos aceptando que no era un tema de mi incumbencia.

Rogué dormirme lo suficientemente rápido como para dejar de pensar en babosadas y no sé cómo, pero supongo que mi cansancio había sido máximo para mi segundo día de muerta. Me quedé dormida minutos después de cerrar los ojos y de oír por última vez a mi compañera, quejándose porque no encontraba nada interesante que ver en la televisión. Mi último pensamiento fue tener muchas ganas de decirle "¿Acaso no tienes Netflix?".

No obstante... La tranquilidad no es algo que me suelo ganar fácilmente.

Tuve un sueño, uno muy extraño.

Ahí estaba yo. Parecía caminar extraviada en un lugar con neblina en el que no podía distinguir ningún rumbo. Hacía frío, muchísimo frío, y yo apenas podía apretar mis brazos contra mi pecho a causa de mi constante temblor.

"¡Ayuda!", grité, cansada de no ver absolutamente nada más que niebla.

Sentía que me faltaba poco tiempo, que en cualquier momento caería helada sin poder moverme de tanto temblar. Mis ojos dolían, impidiéndome descansar la vista. Tenía congeladas las pestañas, por más exagerado que pudiese sonar. Y fue así hasta que en un momento vi algo y mi ánimo cambió al instante, dándome alguna esperanza. Corrí como pude entre ese paisaje pesado y terminé quedando enfrente de aquello que había visto a lo lejos. Era un cartel azul que en letras mayúsculas señalaba la palabra "Roseland", lo que me generó una sensación extraña y difícil de describir. Parecía una mezcla de angustia y dolor.

Me tiré al suelo, quedando recostada al lado de ese cartel, partiendo a llorar sin saber el motivo.

Lloré y lloré sin saber el porqué, como si nunca lo hubiera hecho.

Unas enormes nubes grises me cubrieron en su manto frío, dejándome quieta, cerrando mis ojos a las fuerzas y haciéndome derramar mi última lágrima.

Roseland, Rose...

Rebeca.

¿Quién era Rebeca?

¿Por qué se te viene ese nombre al leer ese letrero, Helena?

¿Acaso vive una tal Rebeca por ahí?

¿Acaso ya la conocías?

Puede que sí, pero...

¿De dónde?

Helena, ya recuérdalo, no seas tan tonta.

¿Quién es esa Rebeca?

¿Dónde la has visto? ¿Por qué te suena tanto un simple nombre?

¡¿Quién diablos es esa Rebeca?!

Desperté agitada al escuchar aquellas palabras resonar en mi mente, momento antes de morir dentro de tan escalofriante sueño. Me moví hacia un costado debido a mi alteración, asustandóme todavía más al sentir que no tenía de dónde sostenerme y que estaría a punto de caer al suelo, pero fue entonces cuando recibí una mano que me ayudó a mantenerme quieta. Elevé mi mirar sin entender aquella presencia hasta que reconocí a Solange, a quien se la veía muy preocupada. Recordé entonces que estaba conviviendo con ella y suspiré con alivio.

-¿Te encuentras bien? -me consultó después de ayudarme a acomodarme en el sofá, sin dejar de mirarme. Algo me decía que no andaba bien. Quizás había sido el haberme movido como perro epiléptico antes de despertar o quizás era mi cara de muerta. Las dos opciones podían ser correctas.

-Sí, estoy bien -respondí inmediatamente, aunque a la vez pude percartarme de un extraño rugido en mi estómago, lo cual me llevó a formular automáticamente una pregunta-. ¿Qué hora es?

Oh, sí. Apenas acababa de despertar y no estaba del todo consciente todavía, pero aún así podía sentir que el hambre me estaba consumiendo, algo que no tenía sentido.

«¿Por qué dejaste que los muertos sintieran hambre, Rey Muerte? Yo no lo entiendo».

Además... ¿Por qué me dará sueños tan extraños que ni yo sé entenderlos? ¿Acaso es normal tener pesadillas después de morir? Sería un horror de ser así. Siempre he tenido sueños extraños, de esos que son tan pero tan ridículos que estás seguro de que no tienen ningún mensaje porque directamente no le encuentras sentido, pero no recordaba ninguno que fuera tan dramático como el que acababa de tener. ¿Sería algo de lo que preocuparme? Quizás sí. Quizás no.

-Ya son las diez de la noche -Solange contestó a mi pregunta después de revisar el reloj de la pared, acción que yo imité.

No, literalmente no era hora de andar preocupándome por sueños raros. ¡Con razón tenía ganas de comerme una vaca! Había dormido durante cuatro horas seguidas, ¡cuatro horas! ¡No recordaba haberme echado una siesta tan larga antes!

-Ahora entiendo porque tengo tanta hambre -reí mientras revisaba, una vez más, el reloj instalado arriba de la puerta del departamento. Eran las diez de la noche con siete minutos-. Siempre ceno a esta hora.

Afortunadamente Solange no pudo estar más de acuerdo. Ni bien me escuchó, arqueó sus labios en una simpática sonrisa y asintió con la cabeza.

-¿Tienes ganas de cenar los waffles con mermelada de ciruela que mencionaste hoy? -me consultó.

Esa idea no me desagradó en lo absoluto. ¡Tenía tanta hambre que podría comer cualquier cosa! Los waffles de ciruela eran mis preferidos y sin dudas acepté lo que a mi parecer fue una fantástica propuesta.

-¡Vayamos a hacerlos! -exclamé con emoción-. O mejor tú solo dame los ingredientes, ¡y haré los waffles más esponjosos de la historia!

Riendo, Solange se levantó del sofá y de inmediato me estiró su mano para ayudarme a levantarme también.

-Como tú digas, Helena.

Mi estómago dejó de rugir como una bestia después de haber comido tres waffles con mermelada de ciruela y crema chantilly, uno detrás del otro, como si no hubiera comido en años. Definitivamente, un solo waffle nunca es suficiente.

Solange y yo estábamos en el sofá largo, sentadas como si fuéramos indiecitos. Enfrente nuestro habíamos colocado una mesita móvil por la que Solange había bajado a la recepción para pedírsela a Richard. Era una pena que él no tuviera permiso por parte de su jefe para subir al departamento y comer al menos un waffle. Estábamos disfrutándolos junto a unas latas de refresco sabor cola que no podían faltar en esa ocasión. Era un ataque de azúcar bastante fuerte, pero vamos. ¡Los muertos no podemos padecer diabetes!

En el televisor habíamos dejado una película que de milagro encontramos entre tantos canales cortados. "Pretty Woman" podía sonar aburrida para dos adolescentes como nosotras, ¿pero qué tenía de malo? Al fin y al cabo era un clásico.

Luego de sentirme llena por, literalmente, haber devorado tantos waffles, suspiré cansada y me sentí en la necesidad de, digamos, tomar aire. Además, el paisaje que podía apreciar desde el balcón era muy llamativo según mi punto de vista. Un solo día bastó para que se convirtiera en lo que más me gustaba de esa casa.

El aire de la noche era agradable, fresco y vivo. Eso último lo hacía sonar bastante irónico. El Mundo de los Muertos lucía brillante a partir de las centenares de luces encendidas en decenas de edificios gigantes y, aunque los transportes pesados no eran admitidos por el rey, las calles no dejaban de llenarse de gente que recorría la ciudad a pie, en bicicletas o volando. Incluso de noche logré captar una buena cantidad de ángeles sobrevolar los cielos entre la luna llena. Supongo que así será en todo este mundo. Cada ángulo era un buen paisaje para fotografiar mentalmente y guardar de recuerdo.

Esa noche era perfecta para mi gusto. Ni frío, ni calor. Una linda brisa que jugaba con mi cabello, el cielo azul con miles de estrellas plasmadas en él y una luna tan brillante como nunca la había visto.

De pronto escuché una risita simpática, algo así como un niño, por lo que, curiosa, bajé la vista para observar lo que había debajo de nuestro edificio. Ahí logré captar a una familia que iba saliendo de la recepción y despidiéndose de Richard, quien se encargaba de sostenerles la puerta. Era una familia pequeña, pero sin dudas muy hermosa. Un niño muy pequeño y su mamá, ambos tomados de las manos, comenzando a caminar por la acera de nuestra calle hasta desviar en una esquina y desaparecer de mi vista.

Entonces sentí algo. Fue una rareza que pareció atacarme de un segundo al otro.

Algo así como un disparo directo al corazón.

Abrí mis ojos con impacto, como si hubiera visto alguna tragedia.

Quedé boquiabierta, como si quisiera transmitir esa sensación a los cuatro vientos pero no pudiera.

Me sostuve del barandal del balcón, como si estuviera a punto de caer a la deriva.

Me sentí mareada, como en un carrusel en el que mi mente era protagonista. Era un giro de recuerdos y emociones a una velocidad demasiado acelerada para un miserable segundo.

Ví toda mi vida pasar frente a mis ojos, como si estuviera al borde de una caída colosal.

Me vi a mí de pequeña cuando entré por primera vez a la casa que habían heredado mis padres, ¡y ellos entrando detrás de mí!

Mi mamá, reluciente, con su cabello castaño y sus ojos avellana, ni mencionar su sonrisa que demostraba calidez y ternura. No podía dudar que había heredado mucho de su físico. Por otro lado, mi padre, un hombre alto y barbudo, de pelo azabache y esos ojos color café que yo tuve al nacer.

Luego contemplé como esa casa vacía se había convertido en una belleza de hogar, teniéndome a mí escapando de mi hermano mayor, Addley, siendo que le había quitado su teléfono mientras él lloraba por las conversaciones hirientes de su novia. Yo siempre había sido muy celosa. Podían tocar a cualquier hombre del mundo, pero jamás a mi Addley. Y para él, cualquier chica podía llorar con el corazón roto en la entrada de su casa, pero jamás su Helena.

Y al terminar vi a Rebeca, mi inseparable hermana mayor que siempre buscaba cuidarme de todo. La encontré ayudándome a ordenar la biblioteca de mi habitación y terminar en un desastre cuando todos los libros cayeron justo en nuestras caras.

Y fue en ese momento cuando me di cuenta... De que los había olvidado.

Que había olvidado a mi familia y sin siquiera saber un porqué.

Era una idiota, una completa idiota.

¿Cómo pude haberme olvidado de ellos? ¡Si siempre habían estado a mi lado!

No podía creerlo. Y eso me dolió en lo más profundo de mi alma.

Me sostuve más fuerte del barandal, no por el mareo que ya había cesado, sino por la rabia que me daba encontrarme así.

«¿Cómo pudiste, Helena? ¿Cómo pudiste olvidar a los que siempre te amaron?».

Escuché el sonido del ventanal abrirse, pero no le presté atención. No quería darme vuelta a ver, no quería moverme. Cerré mis ojos, lidiando con un fuerte dolor en el pecho, y apreté con mayor fuerza mis manos. Era una idiota. Había hecho algo que no tenía perdón alguno.

«¿Cómo pudiste, Helena?».

-¿Helena? -sentí la voz de Solange acercarse a mí, pero no pensé en dirigirle la mirada.

No podía hacerlo. No podía creerlo. No quería que viera la cara de idiota que yo tenía. De imbécil, de culpa. De dolor.

-Helena, ¿estás...? -la pelirroja se silenció. Sentí su mirada plasmarse en mi horrendo rostro. Aunque mis ojos no coincidieron con los de ella, sentí la sensación de ser vista fijamente.

«Odio que me miren tanto, Solange. Ya date cuenta de una vez. Ya vete. Ya vete de mi lado...».

Sin embargo...

Ella no se fue.

Ella estuvo ahí para mí.

Me tomó en sus brazos y me dijo al oído que todo estaba bien.

Y no lo estaba, nada estaba bien, pero al sentir mi cara contra su pecho, mis lágrimas partieron en llanto y me hicieron pensar que todo pasaría tarde o temprano.

Que yo estaba muerta, que me había ido, y que mi familia estaba muy lejos de mí.

¿Pero cómo los pude haber olvidado? No soy una bestia, lo comprobé en sus brazos.

No soy una niñata idiota, lo acepté al recibir sus caricias en mi espalda.

No soy la Helena que siempre fui, pero a la vez sí lo soy.

Helena murió, pero no quería que mi familia muriera conmigo.

Helena murió para quedarse en este mundo de caos.

-¿Sabes? Jamás creí en esa repetitiva frase que dice "un abrazo vale más que mil palabras" -anuncié, sentada de nuevo en el sofá, con mi rostro húmedo de las lágrimas que habían salido después del enorme dolor que sentí-. Pero ahora me doy cuenta de cuánta razón tiene. Mil gracias, Solange. Creo que tú vales...

-¿Oro? -Solange no adivinó mi frase. Todavía no me sentía lista para considerarla así, a pesar de haberse comportado perfecto conmigo-. No, Helena, un abrazo puede valer oro. Yo solo... -detuvo su voz durante unos segundos para suspirar-. Cumplo con mi responsabilidad.

Solange me lo había dicho todo y, aunque me costó comprender, me senté en el sofá junto a ella y abrió dos latas de refresco más para beber. La memoria de un alma recién llegada era algo con lo que no se podía jugar, pues la memoria jugaba por sí sola, paseaba y se iba, dejándonos olvidar por completo qué había sido de nuestras vidas. Luego volvía, haciéndonos sentir como una porquería. Pero gracias al cielo no era nuestra culpa, sino de ella, de nuestra memoria tan amante de las vueltas.

Buscando una explicación de mi caso, me pidió que le dijera todo lo que recordaba que había hecho en este mundo desde que llegué. Fui anotando todo. Desperté en el hospital, huí, me dirigí a mi casa en busca de mi familia, me encontré en el camino con una vieja oficina de correos donde se suponía que debía estar la tienda de mi hermana, justo en la calle Roseland con la que había soñado hacía más de una hora... Y ahí Solange me detuvo. En ese momento ya tenía conciencia de mi familia. Entonces me volvió a pedir que recordara lo sucedido después de ello. Caminé a la escuela, conocí a Alexander, me llevó a dónde quería tenderme una trampa, apareció ella al rescate y yo me lancé sobre él cuando vi que tenía intenciones de atacarla. Y caí, inconsciente.

Después de eso, me percaté de que ya no recordaba nada más de mi familia. O no de la familia que todo el tiempo estuvo conmigo. ¿Cómo era posible que pudiera recordar a un tío fallecido que vivía en España pero no a mis propios padres? La única respuesta que recibí de parte de Solange es que eso era normal.

Oh, pero bien que recordaba estupideces como mi costumbre de ponerle vino a la salsa cada vez que cocinaba, ¡y adivinen! Me dijo que seguía siendo normal, porque la memoria afectaba únicamente a los seres más queridos. Ni a nadie más, ni nada menos.

Y entonces, ese sueño tan raro en donde caía congelada en la calle Roseland y en mi mente sonaba el nombre de Rebeca, ¿qué rayos tenía que ver? Solange solo respondió que los sueños de un recién llegado suelen ser muy extraños y dramáticos. Y que, además, fue una pequeña anticipación de lo que sucedería después. De que, durante ese sueño, mi memoria estaba despertando, pero no sabía de qué otra manera hacérmelo saber.

Lo entendí todo, señores.

-Muy bien, ahora, ¿quieres hablarme sobre tu familia? -Me consultó la pelirroja después de regresarle la libreta en la que anoté todas mis memorias en Almhara. Su intención era que le hablara de todo lo que yo quisiera respecto a ello antes de que mi memoria se marchara de nuevo.

Tomé un sorbo de mi refresco y suspiré pensativa. ¿Por dónde podría empezar? La familia Seabrooke era muy numerosa, y ni hablar de los Rymer, la familia de mi madre. El lado malo de ellos era que a la mayoría no los conocía más allá de las anécdotas de mis abuelos y de las fotos familiares que solían mostrarme.

-Mi familia paterna se encabeza por los Seabrooke -comencé a contar, con mi mirar fijo a la mesa móvil y las latas de refresco, proyectando en mi mente la primera imagen que recordé de esa parte de mi familia-. Ellos siempre vivieron en el campo y para el campo. Desde sus comienzos han tenido tierras con muchos cultivos, por lo que se dedicaron a la cosecha de frutos. Además de la ganadería, claro. Cerdos, pollos, terneros... -en ese momento recordé la primera vez en la que me aventé al menos dos platos de carne asada y terminé una semana con problemas estomacales-. Es exquisito.

Sí, como ya se habrán dado cuenta, podía imaginar y recordar muchas cosas de mi pasado. Mi ánimo era mucho mejor que el que había tenido en el balcón. Los abrazos de oro de Solange y sus palabras con tanta calidez habían dejado atrás mi culpa y tristeza.

-Me da hambre de solo escuchar todo lo que nombras -rio Solange tras oírme-. Aunque las frutas son lo que más me gusta. ¿Qué cultivaban allí?

-De todo un poco -le sonreí, trayendo a mi mente un nuevo recuerdo-. Manzanas, peras, cerezas, y ciruelas. Aún recuerdo que, cuando era muy pequeña, me escapaba al campo de mi abuelo para robar algunas frutas. Amaba mordisquear manzanas y dejarlas sobre la mesa. Cuando él las encontraba, preguntaba quién había sido el responsable y yo me escondía detrás de las cortinas a las risas.

Solange rio con ternura y tomó de su refresco. La estábamos pasando bien, haciéndome entender que los recuerdos, si bien podían traer algo de dolor, también traían otros sentimientos. La alegría, el temor, la ternura y el cariño eran algunos de ellos.

-Los Seabrooke continuaron con sus costumbres del campo hasta que mi padre decidió estudiar en la ciudad y dedicarse a otra cosa fuera de lo que la granja le ofrecía -continué contando, esta vez recordando lo que alguna vez mis padres me habían dicho-. Un buen día conoció a mi madre, hija de la familia Rymer, prestigiosa por su gran Academia de Idiomas. Se enamoraron tal como en una película de romance cliché de los noventa, se casaron y tuvieron tres hijos. Primero llegó Rebeca, la hija mayor que fue castigada como niñera. Luego siguió Addley, como el hijo del medio y el más tímido de todos; y por último, Helena, como la más pequeña e inútil de los tres.

Solange sonrió después de tomar otro trago de su refresco. Parecía que le gustaba mucho lo dulce, llegando al límite de ponerse a beber accidentalmente de mi lata en una oportunidad.

-Tu familia debió de ser genial. Todas esas cosas que cuentas, la relación de tus padres, tus hermanos... ¡Y la granja! -su emoción era demasiado notable, cosa que me dio mucha ternura-. Mi familia nunca pisó más allá de la ciudad, pero siempre me gustó la idea de ir al campo.

La observé curiosa al escuchar aquel comentario.

-¿Qué hay de tu familia? -me animé a preguntarle.

Sin embargo, su sonrisa se desvaneció cuando apenas terminó de oírme.

-Digamos que existen familias mejores -alegó mientras bajaba su mirada a la mesita y se estiró a tomar su lata-. Como la tuya, por ejemplo. En estos años he oído tantas historias horribles... Me hace creer que la tuya es de las pocas familias por las que vale la pena llorar.

Suspiré pensativa, concentrada en esa última frase. En vida había conocido a muchos chicos cuyas familias no eran el mejor ejemplo a seguir, o sus tratos podían llegar a ser propios de animales. Mikaela era un caso de ellas. Después del divorcio de sus padres, su vida había cambiado por completo, convirtiéndola en una chica un poco más sensible que su orgulloso reflejo de antes.

Sí, también había logrado recordar a mi mejor amiga, y estaba segura de que en cualquier momento, o al menos cuando mi memoria esté en mejores condiciones, la extrañaría tanto como a mi familia. Ella había sido muy importante para mí.

-Como sea, Helena -Solange terminó de beber de su refresco, vaciando la lata, dispuesta a levantarse del sofá-. Es hora de que me vaya a dormir y... Estaba pensando en preguntarte, si no te molesta...

-Para nada -le sonreí al instante-. No me molesta pasar otra noche aquí, después de todo, ¡es más cómodo de lo que esperaba!

Pensé que dije lo correcto para evitar que creyera que el sofá era incómodo. En realidad lo era un poco, pero la mirada de la muchacha pasó a ser de extrañeza.

-No es eso -me dijo después de plasmar su mirada en mí, a unos pasos de la mesita-. Solo quería preguntarte si tenías algún otro nombre, algo más allá de "Helena".

Al decir eso, se dirigió a la cocina en donde tiró su lata. Luego regresó al comedor y bostezó. Lucía bastante cansada y yo lo comprendía. Yo había dormido, pero ella no, y había sido un día bastante extenso para las dos.

-Sabrina -le respondí antes que iniciara marcha a su habitación, puesto que ya había tomado su teléfono para irse-. Mi segundo nombre es Sabrina.

Al escucharme, la pelirroja centró su mirada en mí y automáticamente me sonrió. Su mirada me guiaba que le había gustado mi nombre, aunque automáticamente cambió su sonrisa por otro bostezo que no pudo evitar.

-Ha sido un día muy largo -comentó.

-Creo que demasiado largo -añadí yo, mientras la veía iniciando marcha hacia el pasillo que guiaba a su habitación-. Ya me está dando sueño, otra vez.

-¡Wow! Creo que tú ya dormiste mucho, Bella Durmiente -me dijo a las risas antes de pasar frente al sofá-. Buenas noches, Sabrina.

Me sorprendí un poco al escuchar que alguien me llamaba por mi segundo nombre. Nadie lo tomaba en cuenta, ni yo misma siquiera. Hasta creo que mis padres se habían olvidado de que me llamaba Sabrina.

-Buenas noches, Solange -me despedí, imitando su sonrisa.

La pelirroja miró al frente y rio a la vez que se escondía de mi vista al adentrarse en el pasillo. Pasos después, escuché la puerta de su habitación al cerrarse.

Me levanté a apagar la luz y regresé al sofá a acostarme, a pesar de casi llevarme por delante la mesa móvil. Una vez con mi espalda sobre el cuero blanco, cerré los ojos y volví a imaginarme a toda mi familia cuando compartimos una cena muy similar a la que había tenido junto a Solange en esa noche. Mis hermanos y yo habíamos compartido nuestros primeros waffles con mermelada de ciruela sentados en nuestro jardín, mientras que mis padres bebían unas latas de cerveza, parados frente a la puerta de la casa. Creo que de ellos saqué mi gusto raro por mezclar cosas.

«Buenas noches, mamá. Buenas noches, papá. Buenas noches, Rebeca. Buenas noches, Addley».

Buenas noches, Helena.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top