1: Helena.

Helena

"Jamás me subestimes. Puedo ser muy diferente a lo que tú crees que soy."

Reí para mí misma una vez que presioné enviar sobre la pantalla de mi teléfono celular.

"Claro. ¿Y entonces en qué eres diferente?"

Sonreí al leer su respuesta. Tenía algo en mente y sabía que a ella le iba a encantar.

"Tú crees que estoy en este momento en la puerta de tu casa, a punto de tocar el timbre para que atiendas. Pero no. Estoy exactamente a once cuadras de tu casa, a un solo paso de bajar el primer escalón para llegar a mi cocina, buscar las llaves y tomar algo de helado antes de irme."

Detuve mi caminar, bajando a la vez mi teléfono para guardarlo en el bolsillo de mi chaqueta. Observé lo que tenía delante. La luz del semáforo peatonal estaba titilando, a lo que bajé de la acera para cruzar la calle por la senda en conjunto con muchas otras personas. Las observé con discreción para evitar que se sintieran molestas y noté que cada una de ellas vestía diferente a las demás. Algunas de ellas vestían con trajes de oficina, otras con conjuntos deportivos y muchas otras más con simplemente ropa de casa. Aun así tuve la sensación de verme diferente entre toda esa cantidad de personas. Sentí que era mi remera la causante de esto. Le había volcado mucha purpurina rosa encima y creí haberme sobrepasado con el brillo.

Mi cabello castaño comenzó a bailar por los aires con la fresca brisa de la primavera recién llegada. Abrí mis ojos atentos al llegar al otro lado de la calle y volví a tomar mi teléfono al sentir que había llegado un mensaje nuevo.

"No jodas, Helena, tenías que estar aquí a las siete para empezar con el trabajo. Recuerda que después tengo que estar de niñera, tonta."

Preparé mis dedos para escribir la respuesta, riendo bajo, en cuanto recibí un suave golpe en mi hombro derecho.

—¡Mil disculpas! —seguido al incidente surgió una trémula voz femenina.

Me giré con rapidez para poder vislumbrar a su portadora. Era una mujer de altos tacones negros y traje de ejecutiva, con su edad rondando los cuarenta, teniendo en su cabellera una lluvia de rizos dorados que parecían recién salidos de la peluquería. En su maquillado rostro pude notar angustia, como un sentimiento de culpa por el inconveniente.

—¡No se preocupe, es mi culpa! —le grité mientras sacudía moderadamente mi teléfono, señalando que había sido aquella la razón de mi distracción.

La mujer dibujó una cálida sonrisa en su rostro y se quedó inmóvil sobre la acera hasta que me di vuelta para continuar con mi camino. Es muy rara la vez que tengo este tipo de accidentes.

«Maldito celular. Me haces pasar vergüenza enfrente de muchísima gente».

En ese momento mi teléfono volvió a vibrar, por lo incliné la cabeza para leer el nuevo mensaje:

"Vamos, Helena. Vamos a sacarnos un cero en esto y por tu culpa."

Rodé los ojos y me volví a guardar el teléfono en el bolsillo. A veces Mikaela exagera tanto las cosas... ¿Pero se cómo iba a imaginar que estaba a dos minutos de llegar a su casa?

Doblé en la próxima esquina hacia la calle Floyth, arribando posteriormente en una bonita vivienda cuyo exterior se caracterizaba por poseer mosaicos de piedra añil en las paredes. La cerca de tablas que rodeaba al hogar se encontraba abierta, por lo que tuve el atrevimiento de pasar al jardín delantero. Vislumbrando el frente de la casa descubrí que una de sus ventanas estaba abierta de par en par, cosa que aproveché para jugarle una broma a mi compañera.

—¿¡Por culpa de quién!? —pregunté en voz alta y muy traviesa, recordando el último mensaje que recibí de ella.

Desde ahí pude contemplar a Mikaela sobresaltarse por mi repentino llamado, saltando instantáneamente del sofá donde estaba acostada, tal como un gato asustado.

—¡Maldita seas, Helena! —la joven robustita y de largo cabello azabache corrió a abrirme la puerta—. ¿Por qué tardaste tanto?

—Perdón, señora, pero por lo que sé, los modales hacen a la «caballera» —dando un solo paso dentro de la casa le mostré a Mikaela la bolsa que traía en una de mis manos—. Ups, quiero decir, «a la dama» —me corregí, esbozando una sonrisa de travesura.

—No me digas que... —empezó a decir ella cuando reconoció el logo de la bolsa. Se veía embobada.

—Sí, tardé quince minutos haciendo fila en Cream Love Cream —indiqué mientras sacaba de la bolsa un pote de telgopor con un kilo de helado y se lo entregué—. Estaba rebalsado de gente, pero no me gustaría juntarme contigo sin merendar algo rico.

Mikaela recibió el pote y, con una sonrisa que no pudo evitar, se dirigió a la cocina para guardarlo en el congelador. Me encantaba cuando no lograba contener su sonrisa.

—¿Vamos a empezar con el trabajo ahora? —preguntó una vez que cerró la puerta del electrodoméstico.

—Solo si en la mitad tomamos algo de helado, Mikaela —sonreí para después pasar directamente al comedor.

Sobre una mesa de roble posaba una enorme maqueta que se dividía en dos partes. De un lado se podía apreciar un bosque nativo con árboles de ramitas cuyas copas resultaban ser bollitos de algodón, habitado por pequeños animales fabricados en porcelana fría y plastilina. Del lado restante el paisaje era lo opuesto: una triste ciudad en llamas recreada a partir de cajitas de cartón, retazos de colores cálidos y autitos de colección que en realidad me pertenecieron a mí cuando pequeña. La división entre ambos escenarios era la simulación de un río que iría coloreado de azul, tal vez con un poco de agua encima. Pero claro que a todo esto todavía le faltaba un detallito bastante importante: la pintura.

Pinceles, témperas, acrílico y una buena música a todo volumen para trabajar. Ambas comenzamos a pintar la maqueta, encargándonos de la parte del bosque. A mí me tocó hundir las bolas de algodón en un pote de témpera verde para posteriormente pegar entre sí las ramitas que simulaban ser los troncos de los árboles. Mikaela, mientras tanto, le daba color al suelo pegando sobre el plástico algunos pedazos de césped que había arrancado de su jardín.

Una vez que la primera mitad estuvo lista, Mikaela llegó de la cocina con dos copas de helado en sus manos.

—Sabía que no podría darme un "no" como respuesta, señorita —le sonreí una vez que recibí mi copa y contemplé el helado de cereza y chocolate con almendras que había escogido. El de cereza era su sabor preferido y el de chocolate, el mío.

Mikaela rio.

—Sabes que nunca podría rechazar algo como esto, Helena, pero... No tenemos tiempo que perder —indicó ni bien probó su helado. Como algo muy típico de ella, decidió seguir trabajando mientras tomaba su helado para poder ganar tiempo.

«¿Qué clase de descanso es este, Mika?».

Me vi casi obligada a seguir sus pasos, tomando uno de los pinceles que reposaban dentro de una lata para después mancharlo en el acrílico rojo, lista para darle color a las llamaradas de caos que indicaba el lado faltante de la maqueta.

Un par de horas después el teléfono de Mikaela sonó, señalando una llamada entrante justo después de terminar con nuestro trabajo. Dentro de un rato le traerían a casa un niño para cuidar, por lo que no me quedó otra opción más que ayudarla a limpiar el desorden y marcharme a mi hogar.

—Espero que mi madre pueda llevarme mañana al colegio. No me gustaría tener que caminar muchísimas cuadras con una enorme maqueta a cuestas —rio la muchacha mientras me veía abrir la cerca de su jardín delantero.

Ya habíamos terminado con la limpieza y, como ambas acordamos en un principio, Mikaela se dejaría nuestro trabajo por la noche para darle algunos "detalles finales". No tenía ni la más mínima idea de a qué se refería con eso, pero de todas formas acepté. Mientras más detalles tuviera, ¡mejor calificación podríamos obtener en el taller de arte!

—¡No te preocupes, de seguro te llevará! —exclamé a la par que salía a la calle, observándola desde la distancia—. ¡Pero puedes enviarme un mensaje antes de salir de casa así puedo pedirle a mi hermano que pasemos por tí en el auto!

Dicho esto di inicio a mi camino, aunque fui interrumpida casi al instante por Mikaela:

—¿¡Estás segura de que no quieres que te acompañe a casa!? ¡Está muy oscuro!

Elevé mi mirar hacia el cielo. Estaba en lo cierto. Nos habíamos tardado mucho en terminar el trabajo y el color turquesa de la tarde pronto se convirtió en un manto oscuro con pocas estrellas y una deslumbrante luna en su cuarto creciente. Sin embargo, no quise aceptar su propuesta.

—¿¡No tenías que trabajar de niñera ahora mismo!?

—¡Pues, sí, pero eso puede esperar! —me respondió Mika, aunque fue en vano. Yo ya había retomado mi marcha. No quería desatar un desastre en caso de que ella me acompañe a mi casa y... ¡Boom! Justo durante su ausencia, llegaban a entregarle el niño al que debía cuidar. Ya una vez le pasó por otra circunstancia y se sintió muy mal por haber perdido su empleo. Era mi mejor amiga, lo que menos quería era ocasionarle problemas—. ¡Ya qué, adiós, Helena!

Me despedí a lo lejos y cambié mi visión hacia delante, lista para marchar hacia mi casa y terminar el día tranquilamente.

Tan solo en la primera cuadra recibí la fresca brisa de las noches primaverales golpear contra mi rostro, lo que me causó un poco de frío. A la vez, la misma oleada de aire hizo que las flores de unos cerezos cayeran justo sobre mi cabello. Mis ondas castañas bailaron en armonía junto a ellas.

Todo parecía precioso y agradable, pero...

«¿Y si de un momento para el otro, dejaba de serlo?».

La gente iba y venía por las calles de la ciudad. En automóviles, buses, bicicletas y de a pie. Entre estas últimas me encontraba yo, en camino a mi hogar, pensando en lo qué tendría que hacer al llegar. Ducharme, retomar el libro de fantasía que había comenzado hacía unas horas, cenar e irme a la cama. Realmente parecía el horario de un niño pequeño, pero estoy bastante grande. O al menos eso siento yo. Mi madre me seguía viendo como un indefenso polluelo mientras que mi padre me consideraba fuerte y valiente. El punto de vista de ambos siempre ha sido diferente no solo conmigo, sino con mis otros hermanos también. Mamá veía una cosa, pero papá veía otra.

Rato después desvié hacia la extensa calle Hetwood, la cual se caracterizaba por estar repleta de altos edificios modernos y muy pocos negocios. Si tenías la mala suerte de salir a comprar y tener todos los comercios cerrados, tenías que partir al centro u otro barrio en busca de alguno que se encontrase abierto. Lo sé por experiencia. Eso de caminar media hora por una bolsa de pan es algo de casi todos los días.

A tres cuadras de ese desvío se encontraba mi casa, diferente a las demás construcciones de la calle. Mientras que la mayoría consistía en modernos edificios con decenas de departamentos en su interior, cada uno con elegantes balcones, mi casa contaba con dos pisos y una vida de cuarenta años. Mis padres la habían terminado de remodelar hacía unos meses. Recuerdo la tarde en la que yo y mis hermanos colaboramos con la pintura de afuera. Mi pierna derecha terminó pintada de turquesa hasta la rodilla por haberla metido accidentalmente dentro del tarro de pintura. Mi hermana Rebbecca era un genio a la hora de hacer bromas, pero de vez en cuando se pasaba de tonta.

Aun así, Hetwood tenía un punto negativo, como todo lo que nos rodea en esta vida.

La iluminación era, siendo sincera, pésima en todo aspecto. Las luces de la calle iluminaban poco y nada si hablamos de las aceras. No miento en decir que, de noche, podía parecer un infierno. Lo único que lograban alumbrar las tenues luces blancas no pasaban más allá del asfalto, lo cual te dejaba en duda. O caminabas por las aceras oscuras, en las que debías prestar suma atención para no tropezar o pisar cosas extrañas; o pasabas en medio de la calle, donde de vez en cuando aparecían coches y te tomaban de sorpresa tocando sus bocinas con rabia e insultándote. Créanme que una vez casi me atropellan por preferir la segunda opción. Hasta el anciano que conducía me trató de estúpida por andar donde no debía.

Como no me quedó de otra, accedí a la acera del lado izquierdo de la calle, apretando mis brazos contra mi pecho debido al frío que se encargó de dominarme. Las alternativas que me deparaban para el día siguiente podían variar entre dolorosos raspones en las rodillas a causa de un tropiezo o un resfrío tremendo conllevando una falta a la clase de matemática. Al menos tenía un lado bueno el enfermarse.

Siempre trataba de verle el lado bueno a todas las situaciones por las que atravesaba yo o alguien a quien quería. Era como una ley personal. Si todo tiene un lado malo, también debe existir uno bueno, aunque claro que no voy a negar que pueden presentarse algunas excepciones.

Y en esa noche no existió el lado bueno de la calle Hetwood en plena oscuridad.

De un segundo al otro sentí como alguien me agarró de atrás, apretando con brutal fuerza mis brazos, llegando incluso a clavar sus fieras uñas en mi piel. Mis latidos aumentaron considerablemente en ese miserable segundo. Era un susto que jamás me había llevado antes.

Sin pensar liberé un grito debido al espanto, lo que resultó ser una pésima acción. La persona que me había atrapado se dedicó a taparme la boca con una de sus manos, buscando silenciarme, lo que me llevó a percatarme de que pasó a sostenerme de atrás con un único brazo, a lo que intenté escapar.

Fue un rotundo fracaso.

No podía vislumbrar su rostro ni escuchar su voz. Tampoco tenía ni la menor idea de quién podía ser. Lo único que mi mente podía procesar era el deseo de escapar y correr lo más rápido posible en busca de ayuda, pero entonces el sujeto pareció presentir mis pensamientos. Me apretó con más fuerza del brazo izquierdo, dándome la sensación de que en lugar de ser uñas resultaban las garras de una bestia las que se clavaban en mi piel. Sentí aquel dolor tan intenso, similar a un ardor violento, que incluso llegué a creer que había roto mis prendas con tal de no dejarme ir.

Intenté dar unos pasos con todas las fuerzas que tenía. No obstante, la diferencia se notó demasiado. El miserable y corto paso que avancé fue retrocedido por diez por la brusca acción del sujeto. En cuestión de segundos me movió a través de la acera para meterme dentro de un oscuro callejón.

Mis latidos habían aumentado muchísimo más que antes y un cosquilleo repleto de terror recorrió todo mi cuerpo hasta plasmarse insoportable en la palma de mis manos. Mis piernas quedaron casi inmóviles debido al mismo horror y las primeras lágrimas comenzaron a saltar desde mis ojos cayendo al suelo.

Me llevó contra una de las paredes del callejón. Sentí como quitó la mano de mi boca para luego ponerla sobre mi cuello, apretándolo con firmeza. Respiraba con desesperación y me decidí a gritar lo más alto que pude, con mi voz solloza por lo que estaba sucediendo. Sentí que si alguien no me escuchaba, lo más probable era que terminaría descuartizada dentro de una bolsa de basura o violada en lo más recóndito de ese callejón. Solo tenía esas dos opciones si la suerte no me ayudaba.

Y no me ayudó.

Como si todo hubiese sido perfectamente programado por aquel sujeto que tenía atrás, apretándome contra la pared del callejón, a nadie se le cruzó la idea de pasar por aquella calle para ir a su casa o para comprar algo.

¿Destino o casualidad?

Intenté moverme una vez más, pero el hombre se apoyó completamente sobre mí, sintiendo su asqueroso miembro rozando mis piernas. Por suerte aún lo cubría sus pantalones. Por suerte tenía otra mínima esperanza de salir de allí.

Por suerte nada.

Jamás en mi vida había sentido mis palpitaciones golpear de tal manera. Mis manos parecieron congelarse cual hielo, las lágrimas recorrieron mi rostro sin descanso, mi voz salió casi afónica en otro intento de grito. Mi garganta dolió demasiado, una cadena de escarcha recorrió mi espalda otra vez. Mi mente se concentró en el único deseo de libertad.

Entre tanta desesperación, sentí como el sujeto me soltó de un brazo. Creí que había aliviado en algo. Creí tener esperanzas de moverme. Pero fue entonces cuando sentí un fuerte dolor en mi espalda. Gemí angustiada. Al par de segundos sentí otro dolor allí mismo, y otro abajo, cerca de mi cintura, y uno más casi en la nuca. Sentí un último dolor en la mitad de mi espalda.

Me quedé sin aire al instante, ahogada entre la agonía, con mis ojos abiertos como jamás los había abierto, contemplando la pared de ladrillo que tenía a unos centímetros de mi rostro.

Sentí aquellos dolores tal como si algún objeto filoso hubiera atravesado ciertas partes de mi cuerpo. Y así fue. Caí rendida al suelo, sin nada que poder hacer, con mi mirada plasmada ahora en el suelo. Escuché cómo el sujeto echó a correr al mísero segundo de caer. A duras penas pude, pero acomodé mi cabeza para intentar verlo. Lo único que logré descubrir fue aquel sector de la calle Hetwood y su poca luz, completamente borrosa.

Intenté, pero no pude gritar, ni siquiera gemir. Deseé mover mis piernas y brazos, pero no respondieron. El dolor me estaba matando, podía reconocerlo. Mi vista difusa se tornó completamente oscura en un único segundo. Mis oídos alcanzaron a escuchar el aterrador grito de una mujer y luego se plasmaron en un completo y horrible silencio.

Di mi último y doloroso respiro.

Y me fui. Para siempre.

O eso creí en ese momento.

Pasó un rato hasta que logré escuchar algo. No sabría decir cuánto tiempo, pero lo sentí como si mis oídos hubieran dejado de escuchar tan solo por un minuto. Traté de reconocer el sonido. Voces, gritos, llantos adoloridos. Entonces reconocí sus voces.

"—¿¡Quién fue!? ¡No quiero que me digan lo que pasó! ¡Quiero saber quién mierda fue!"

"—¡No, cálmate, por favor! Amor, respira, te lo ruego. No pueden decirte nada, no pueden..."

"—¡Exijo saber qué sucedió con mi hija! ¿Cómo no pudo haberla visto nadie? ¿¡Cómo pudieron alejarse de ella!?"

Papá, mamá. Están ahí.

Abrí mis ojos con la esperanza de verlos, pero pareció que jamás existió ningún cambio. Todo seguía igual de oscuro que antes.

Negro, sin un principio ni un final. Sin una superficie o un fondo. Un único color negro.

Cerré mis ojos para volver a abrirlos y comprobar si algo había cambiado, pero no pude.

De nuevo dejé de escuchar. De nuevo dejé de sentir. De nuevo dejé de vivir.

Y entonces me di cuenta de que me fui.

Me fui, para siempre, y ya no había marcha atrás.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top