04. Chamuel

Seguían muriendo. Sus ojos siguen apareciendo negros, como consumidos por un fuego infernal. Las venas, oscuras y contaminadas por la oscuridad misma. Sus alas y halos quebrados hasta el punto de no volver atrás.

Todos torturados.

Todos corrompidos.

Todos exprimidos de su sangre angelical.

¿Cuántos veía ya? Había perdido la cuenta. Si bien la guerra entre el cielo y el infierno llevaba milenios, jamás habíamos estado así de jodidos, así de desprotegidos.

—La última vez que sentí este terror fue cuando intentaron abrir las puertas del infierno, ¿recuerdas? —Miguel y sus ojos celestes como el cielo se enfocaron en mí para luego bajar de nuevo la mirada a nuestro compañero en armas caído.

—Sí, lo recuerdo. En su momento Dios selló cada una de esas puertas con ayuda del Consejo y todo quedó en orden. Solo algunos pocos demonios quedaron fuera... se suponía que eran débiles, que estaríamos a salvo. Se suponía que habíamos ganado. —El rencor que escuché en mi propia voz no se me hizo tan sorprendente como a Miguel. Él estaba más del lado administrativo, debajo del Consejo, lo opuesto a mí que veía a mis seres queridos morir como si fuese moneda corriente ya.

Siempre supuse que era debido a esa posición que había optado por un envase tranquilo. Todo ángel tiene la opción de escoger género, tipo de cuerpo, rostro. Y Miguel había optado por lucir como un hombre de unos cuarenta años de ojos celestes y sin ningún tipo de barba. Eran las características más confiables a las que ir para generar paz, o al menos eso decía él.

—¿Cómo te fue con el humano?

—Mejor de lo que pensé. Que me tengan que dar un caso tan insignificante solo porque no hay ángeles libres es insultante; soy un guerrero, un estratega. No una niñera.

—Vamos, hermano, puede ser un caso insignificante pero al menos es interesante. Ya sabes, muerte antes de tiempo, protección angelical injustificada. —Miguel, quién estaba haciendo un esfuerzo increíble por darme charla y ánimos, parecía sudar el esfuerzo. No era un arcángel muy sociable que digamos, por eso valoraba muchísimo lo que estaba haciendo por mí en esos momentos.

—¿Crees que Dios vuelva a despertar en algún momento? —indagué recordando el día que nos avisaron de la mala noticia. Él había decidido, al ver que los demonios de la tierra se habían proliferado y comenzado a matar ángeles, que lo mejor era hacerse materia y dejar su cuerpo físico guardado. De esa forma, podría estar con todos nosotros y hacernos más fuertes.

Sin embargo, siglos humanos después de esa decisión, los demonios cada vez estaban más cerca de derrotarnos y él no volvía. Si nos costaba dar pelea con su fuerza en nosotros, no querría siquiera calcular qué nos pasaría si él fuese a despertar de nuevo.

Un Dios dormido. Un Dios ausente y presente a la vez. Un Dios que parecía tan limitado como un humano o un ángel. Ese era nuestro Dios.

—Mantente firme, tenemos órdenes que cumplir aún. Sé que es difícil con todo lo que vienes viviendo, pero sabes qué es lo que debemos hacer: luchar y esperar. Además, ahora tienes que cuidar de un humano, tal vez él nos pueda enseñar una que otra cosa de esa fe inamovible e inquebrantable que tienen.

—No sé por qué Dios no nos hizo con ella de primeras —me quejé y la sonrisa de oreja a oreja que Miguel pintó en su rostro me asustó, no había alegría en ella, solo pesar.

—Porque alguien más debe hacer lo que se debe hacer. El idealismo es para los humanos, nosotros no tenemos más opciones.

—Sí, tienes razón. —Una tristeza pesada hizo nido en mi pecho—. Nosotros no tenemos más opciones.

El Consejo de los cuatro grandes. Los cuatro arcángeles originales, los primeros que llevaron los nombres de Miguel, Rafael, Uriel y Gabriel. Los que luego le dieron sus nombres a miles de arcángeles más para que siguieran con su labor, así ellos podían dictar las órdenes.

Ellos fueron los que estuvieron el día en que Dios cambió de forma. Lo llamaron el día del Ascenso. Nadie los contradecía pues eran la voz mayor hasta que Dios volviera en sí a reinar los Cielos.

Entré por las imponentes puertas doradas que siempre me ponían incómodo al cruzar. Éramos ángeles, yo en especial era guerrero, no necesitaba tanta muestra de poder como ellos se empecinaban tanto en enseñar.

Siempre supuse que estar en los zapatos de esos cuatro no podría ser sencillo. Sí, les gustaba el poder y dar órdenes, pero las responsabilidades que venían con esos derechos podrían quitarle el sueño hasta a Dios mismo. Jamás podría siquiera pensar en quejarme... o al menos eso pensaba hasta que me asignaron a Calum Argent.

Aquellos que se encargaban de proteger el sueño de Dios y de administrar todo mientras él estaba ausente, los que lo esperaban. Vestían largas batas blancas, éstas se notaban inmaculadas y el rumor decía que Dios se las había regalado él mismo.

—Necesito delegar el caso del humano —les imploré una vez más, cabeza gacha, frente casi rozando el suelo en señal de respeto.

—Ya hablamos de esto, Sargento Chamuel, no tenemos más alas para asignar a estos casos. Todos están ocupados. Hace poco nos llegaron noticias de que tres descendientes de bendecidos fueron asesinados.

—Necesito volver mi atención a la guerra, mis soldados están muriendo —les pedí una vez más, sin querer dar el brazo a torcer.

—Chamuel, ¿sabes por qué te seleccionamos para el caso de Calum Argent? O el humano, como tú lo llamas. —La voz de Uriel, el ángel de la salvación llenó la recámara con un peso que me asfixió—. Lo hicimos porque eres el arcángel del amor. Tal vez, después de tanta guerra, te olvidaste de lo que significa tu nombre.

—El que ve a Dios, el que busca a Dios —interrumpió Gabriel con los ojos cerrados y los dedos entrelazados, las arrugas en su rostro parecían emanar sabiduría cósmica.

—Exacto, hermano Gabriel, el que ve a Dios —contestó Uriel con júbilo y certeza, nunca dejando de posar sus ojos en mí—. El amor está en tu programación, jamás tratarás al humano de otra forma que no sea con amor. Pero a su vez, tú puedes ver a Dios. Lo conoces. Este niño no, este niño sufrió una injusticia, está solo y tiene una conciencia inmadura. Necesita alguien que vea a Dios para que le enseñe a hacerlo él también. Tú mismo aceptaste que resonaste con la protección rosada que tiene. Es tu color, es parte de tí. Sabes que este caso tiene que ser para uno de los tuyos.

—Sí, pero somos cientos, ¿por qué yo? —me animé a retrucar, al borde de las lágrimas por lo que me estaban diciendo.

—Porque eres el que más tiempo has estado en la guerra. Eres el que más necesita recordar lo que es el amor. Este humano te hará bien, Chamuel, te llevará al balance que perdiste. Saldrás victorioso, Sargento, Dios nos protege a todos. Ahora sí, llama a Miguel y comparte con nosotros tus descubrimientos del campo de batalla.

Resignado a no poder cambiar mi mala suerte, suspiré derrotado y me enderecé sin fuerza de voluntad para llamar a mi amigo. Él, quien hasta la fecha se ponía nervioso respondiendo al Consejo, clavó sus ojos celestes y dudosos en mí; pidiéndome a gritos pero en silencio que reportara por él los hallazgos.

Como buen ángel que era, hice lo que tenía que hacer. Reporté sin miramientos ni anestesia lo que habíamos encontrado. Dos casos en particular retorcidos y macabros.

El primero, el de un ángel al que habían corrompido a fuerza de tortura demoniaca. Los demonios no eran fuertes pues estaban separados del núcleo infernal que les daba poder, sin embargo, eran muchos en cantidad y eso les permitía la posibilidad de hacer lo que le habían infligido a nuestro camarada.

—¿Ojos quemados y venas contaminadas con Oscuridad? —Uriel frunció el ceño con pesar, no pudiendo imaginar por completo el sufrimiento por el que pasaban las víctimas.

—Presentaban signos de tortura que no podemos siquiera describir —respondí con voz tan firme como me fue posible—. Sobre el caso de los descendientes de bendecidos que investigamos, también hay dudas. Presentan los mismos signos que los ángeles caídos, pero no comprendo muy bien cómo estos humanos se diferencian de los demás o por qué los están cazando.

—¿No sabes por qué se les dice bendecidos o cómo diferenciarlos? —Rafael parecía confundido al preguntarme eso—. Lo lamento, me olvido a veces que estuviste en la batalla del Medio Milenio.

La batalla del Medio Milenio, la que había marcado por siempre mi existencia. Cuatrocientos ángeles contra setecientos mil demonios de nivel inferior. Nos llevó quinientos años pues nuestros enemigos habían logrado capturarnos en una cárcel atemporal imposible de quebrar hasta acabar con todos y cada uno de ellos. Era como una dimensión extra entre planos que solo podía quebrantar quienes la hubiesen creado. Solo tres ángeles salimos con vida de esa batalla y mis compañeros perecieron poco tiempo después contagiados por la Oscuridad. La habían implantado en sus venas a fuerza de mordeduras, como la rabia en los perros de los humanos.

Esa batalla fue terrible, una tragedia, pero nos ayudó. Nos permitió descubrir cosas del enigma que llamábamos Oscuridad. Antes, cuando Dios aún caminaba entre nosotros, él lidiaba con los casos de contagio por sí mismo. Cuánto costaba purificar a los soldados o qué se debía hacer, era un misterio. Él lo hacía a puertas cerradas y nosotros habíamos sido entrenados para jamás cuestionarle nada.

Pero ahora, cuando estábamos siendo asesinados y corrompidos, muchos de nosotros nos arrepentimos de esa conformidad y dependencia hacia nuestro creador. Muchos lamentamos que no nos pudiera enseñar sobre cosas que eran tan peligrosas para nosotros. Descubrirlas en una batalla hasta la muerte en la que perdimos a tantos de los nuestros no fue bueno, pero sí necesario. Pues ahora no solo sabíamos cómo lo lograban y los síntomas que presentábamos, sino que también habíamos descubierto cómo causar algo similar en ellos.

El sacrificio de Hadraniel había sido el que nos lo había enseñado. Él, víctima de la desesperación al ver que sólo quedábamos cuatro y aún cientos de demonios, tomó su núcleo angelical —aquello que lo hacía un ángel—, lo separó de su cuerpo y lo tiró al suelo. La luz que emanó de ella, mil veces más fuerte que la que irradiaban nuestras alas al expandirlas, los marchitó por completo. A todos. El sacrificio fue demasiado grande, el núcleo se destrozó por completo al terminar de usarlo y nuestro compañero se desintegró como montaña de cenizas unos segundos después de sonreírnos y despedirse.

Chamuel.

Mi nombre retumbó en las paredes de mi cabeza, devolviéndome a la realidad; el mundo de los recuerdos era peligroso y me costaba volver cuando caía en esa trampa.

—Lo lamento. ¿Qué decían?

—Los bendecidos son humanos que han salvado a ángeles en momentos de inminente muerte. Como sus destinos estaban predestinados a morir allí, pero los humanos alargaron su tiempo de vida, los ángeles les han brindado su protección angelical como agradecimiento —Uriel explicó con una increíble paciencia, ignorando por completo el hecho de que me había despistado en su presencia.

—¿Eso quiere decir que Calum Argent puede ser un bendecido?

—No necesariamente. Recuerda que la bendición que los ángeles dejan suele protegerlos a ellos y su descendencia por siglos y siglos humanos. Pero entran dentro del arco temporal. Lo que Argent tiene es mucho más fuerte, es como si un ángel hubiese dado su santidad por él. —Mi compañero de armas, Miguel, me miró con ojos preocupados mientras los arcángeles del consejo me decían eso.

Me miraba así porque yo lo sabía, porque no era tan básico como para no comprender lo del arco temporal; porque se lo había explicado yo mismo a Calum Argent hacía menos de un día.

Y odiaba que me pasara eso, odiaba que cuando mi mente se enfrascaba en recuerdos de la guerra, una parte de mi raciocinio se fuese por el drenaje dejándome vulnerable.

—Deberías dejar que te analicen, Cham, eres un héroe de guerra. Nadie puede decirte nada si estás quebrado después de todo lo que te pasó. —Los ojos celestes de mi amigo y las arrugas de preocupación en el rostro me hicieron sentir peor—. Hasta los más fuertes piden ayuda, y eso no está mal.

—No ahora, Miguel. Sé que tienes buenas intenciones, y te lo agradezco. Pero son mis heridas las que me mantienen andando. No sé si podría seguir funcionando sin ellas.

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