Prólogo
"La vida es una serie de colisiones con el futuro; no es una suma de lo que hemos sido, sino de lo que anhelamos ser".
Una cuestión compleja que me torturó por mucho tiempo.
Supongo que el sentido que le demos varía según las experiencias de cada uno o de cómo nos ha ido en nuestro viaje. Un viaje que puede ser breve, un instante, o quizá tan largo y pesado que nos atrevemos a rogar por que llegue el fin de tal agonía.
Un bebé puede morir en el vientre de su madre sin haber tenido la oportunidad de inflar de oxígeno sus pulmones por primera vez. Un niño puede morir por una enfermedad incurable sin siquiera haber tenido la oportunidad de probar las mieles del primer amor. Un joven puede rebelarse, dejarse seducir por las tentaciones mundanas y en un instante de arrebato tragarse un frasco completo de aspirinas, mientras otros, más osados, se convierten en aves al lanzarse al precipicio. Un adulto que nunca han tenido suficiente consciencia en buscar lo esencial para vivir en plenitud se ve obligado a sobrevivir por años en un trabajo que no le satisface hasta que se convierte en víctima de un ataque cardiaco, un derrame cerebral o un accidente fatal. Mientras un anciano puede existir por muchos, muchos años y atestiguar como su cuerpo se apaga como maquinaria destartalada cuyas funciones se van perdiendo hasta que no sirve para nada más. Entonces la depresión se apodera de su espíritu, lo aplasta y lo carcome al tal punto que solo le queda una pizca de esperanza a la cual se abraza cada noche en espera de no despertar más.
Entonces, ¿qué es la vida?
De acuerdo con mi experiencia, la vida puede ser luz, oscuridad, esperanza o fatalidad. Un instante, una oportunidad para disfrutar del canto de un ave, de la puesta del sol, de una noche estrellada. La posibilidad de sentir el pasto bajo tus pies, de percibir el aroma de una flor y dejarse embriagar por la brisa de cada mañana. La vida es saborear un helado, una manzana, un corte jugoso. Es compartir un viaje, una cama, un momento. Es cantar, es silencio, es soledad.
La vida es jamás rendirse, es atreverse a ser, es compleja, pero ¿que no lo es?
México, abril 9, 2014.
—En la ciudad, fecha y hora que hace unos momentos ha señalado la encargada de sala se declara la apertura de la Audiencia para lo cual le solicito, a fin de registro, a la Agente del Ministerio Público proceda a identificarse.
Quiso saber un hombre de mirada vacía y gesto altivo, vestido todo de negro sentado en un sillón mullido, detrás de un escritorio de roble que recién habían pulido.
—Buen día, señor Juez. Licenciada Elena Pereira, Agente de Ministerio Público —respondió una mujer madura enfundada en un traje azul marino y zapatillas. Llevaba puestas unas gafas de molduras gruesas, demasiado grandes.
—Por la Defensa, ¿quién comparece?
—Buen día, señor Juez. Santiago Aguilar Torres, Defensor Penal Público.
Alcé la vista cuando escuché la voz de Santiago y por instinto mis labios se curvaron. Lucía tan guapo con el cabello engominado, vestido de traje negro y corbata celeste.
—Licenciado Aguilar, ¿la persona que se encuentra a su lado es la imputada?
—Así es, señor Juez.
—Señorita, por favor proporcione ante el micrófono su nombre completo.
Miré al hombre que me observaba inquisidor y mi boca se secó. Respiré hondo antes de atender la orden dada.
—Isabel Arenas —respondí en un susurro. Fue gracias al micrófono que estaba empotrado en la mesa que aquel hombre pudo escucharme.
—¿Es su deseo que el licenciado Santiago Aguilar sea su defensor?
Nuestras miradas se cruzaron cuando Santiago se giró, su gesto gélido contrastaba con el candor que brotaba de sus ojos negros. Creo que fui la única en notarlo.
—Sí, señor Juez.
Respondí y al instante las imágenes de la primera noche que pasé en el interior de una celda se dibujaron sobre las paredes blancas de la sala donde me encontraba que adquirieron un aspecto de Periódico Mural.
< ¿Estás bien, Isabel?, quiso saber un Santiago altivo, pero pálido como hoja de papel. Sus manos se aferraban a los barrotes que nos separaban mientras yo buscaba un sitio donde esconderme. ¿Quién le ha avisado que estoy aquí?, me cuestioné al verlo y de un instante a otro el miedo fue cubierto por una cortina de ira en mi afán por enmascarar la vergüenza que me carcomía. Lo único que sirvió como escudo fue evitar mirarlo a los ojos. No deseaba que me viera así, tan disminuida, tan vulnerable. Consciente de que no resistiría si él me creyera culpable. ¿Por qué estás aquí, Santiago?, lo encaré con los ojos anegados y la garganta hinchada. He venido a sacarte de este lugar. Este no es un sitio para ti, Isabel. Dijo tras carraspear. Nadie puede ayudarme, ni siquiera tú. Me encerraran por el resto de mis días así que es mejor que te vayas, pedí con falsa autoridad. No pretendo hacerte un favor a ti, sino a mi abuela. Ha sido ella quién me ha pedido que viniera y...no he podido negarme. Zanjó con tal indiferencia que una ventisca helada me recorrió de pies a cabeza. En ese instante desee transformarme y parecerme a mi amiga Macaria y de ese modo evitarme el dolor que rasgaba mi alma.>
—Bien. ¿Ha sido usted informada de sus derechos previo a esta Audiencia? —zanjó el hombre vestido de negro.
—Sí, señor Juez.
—¿Los entendió?
—Sí, señor Juez —respondí en un hilo de voz.
Mi cuerpo estaba presente en la Audiencia, pero mi mente prefería resguardarse en los recuerdos.
Apenas me recostaba, cerraba los parpados para abandonarme en el descanso nocturno y aparecían destellos de luces multicolor acompañadas del aullido de las sirenas y el rechinar de llantas de decenas de patrullas que aparcaban frente a la acera del Halton. Entonces, de nuevo me encontraba en el séptimo piso poseída por una especie de parálisis que me fondeaba en un rincón de la habitación 214, con la mirada fija en el cuerpo inmóvil que yacía en la cama. No podía ver su rostro porque estaba sobre su estómago, pero lo reconocí.
Sabía bien quién era.
¿Cómo olvidarlo?
Su saco gris con estampado a cuadros tenía dos agujeros teñidos de un color ocre por donde brotaban hilos de una sustancia viscosa y rojiza. Mi mente estaba saturada de una espesa neblina, pero la mayoría de mis sentidos continuaban intactos. Podía ver, escuchar, olfatear, pero no logré mover un solo músculo cuando la habitación se saturó de hombres uniformados con pistola en mano. Los mismos que comenzaron a hostigarme con un remolino de preguntas para las cuales yo no tenía respuesta. El único que se percató de que mi alma deambula por algún lejano lugar me zarandeo para arrebatarme de aquel estado catatónico. Un segundo después me arrojó con brusquedad sobre la pared y ató mis manos sobre mi espalda al tiempo que vociferaba frases que yo no alcanzaba a comprender.
Más tarde, estaba dentro de una patrulla, sentada en el asiento trasero con las manos atadas y la vista fija en un punto en el espacio. Me balanceaba adelante y atrás mientras musitaba una frase que apenas logro recordar.
Encerrada en este edificio gris con bardas tan altas como los eucaliptos, reforzadas con alambres enroscados por donde corre electricidad, me he convertido en un ratoncito ermitaño, silencioso y amedrentado por un grupo de felinos.
¿Cómo olvidar la bienvenida que me dieron?
Tras una revisión minuciosa e inhumana, en donde el pudor quedó de lado por la fuerza, quedé desnuda en medio de tres custodias que me ordenaron hacer cosas espeluznantes. Tras varios minutos de ultraje, se escuchó un timbre y la reja que estaba frente a mí comenzó a abrirse. De inmediato las mujeres se atrincheraron en sus celdas al tiempo que se oía el estrepito del golpeteo de metal contra metal. Entre gritos, rechiflas y amenazas recorrí un amplio patio rumbo a la celda 123. Caminaba a tropezones y sin mirar a nadie, con el alma infectada por el virus del terror.
Devuelta en mi celda, apenas tengo consciencia de lo que pasó la tarde anterior. La escena de la Audiencia flota en mi mente como una neblina espesa que limita mis pensamientos.
—Isabel, tienes una visita.
Dice una celadora al tiempo que se acerca para atar mis manos con dos aros metálicos unidos entre sí por una cadena corta. Es joven, quizás me lleva unos cinco años. Lleva puesta una playera y un pantalón azul marino y botas de sardo.
Un suspiro se me escapa mientras enfoco el pedazo de manta que me ha enviado María. Lo he sujetado en la base de la litera encima de mi cama para que lo primero que observe al despertar sea esa hermosa libélula bordada con hilo azul y un toque de naranja para acentuar ciertos detalles.
Un anclaje que impide que la cordura me abandone.
Me incorporo, respiro profundo y trago saliva con dificultad mientras la picazón ataca mis brazos y mi corazón se acelera; no porque tenga que acatar la orden dada, sino porque tengo que abandonar el único sitio donde me siento segura para atravesar un recinto infestado de mujeres.
La mayoría peligrosas.
Rosa, mi compañera de celda, está recargada en la puerta. Un cigarrillo que despide una nube de humo la obliga a fruncir el ceño de modo peculiar y se aferra a sus labios cubiertos de gruesas y profundas líneas oscuras. Me mira de esa forma que advierte que debo tener cuidado. No es más alta que yo, su piel moteada como dálmata evidencia el resultado de sus excesos. Es más ruda que muchas en la prisión y pocas se atreven a desafiarla. Lleva el cabello corto y si la observas por detrás puedes confundirla con un hombre. Rosa suele enterarse antes que nadie de todo lo que ocurre en el interior de la prisión de Santa Martha, el cómo lo hace no es de mi incumbencia, ni pretendo que lo sea. Con lentitud y cierta precaución, se hace a un lado para dejarnos pasar y yo procuro no mirarla. Conforme me alejo y dejo atrás esas cuatro paredes grises y la atmosfera fría que la envuelve, mis manos empiezan a humedecerse y mis piernas tiemblan como hojas barridas por el viento. Unos metros adelante veo a Lupe, mi otra compañera de celda. Es pequeña y regordeta como una mariquita. Con la piel blanca y mejillas cubiertas de paño. Arquea una ceja y su rostro se tiñe de rojo al verme. Exhala con fiereza, como un toro embravecido cuando paso a su lado. Aprieto los párpados y contengo la respiración en un intento por pasar desapercibida. Bajo los escalones detrás de la celadora y atravesamos el patio a paso veloz mientras el resto de las presas nos observan como aves de rapiña. Abandonamos el área de confinamiento y caminamos a través de un pasillo ancho y largo donde solo puedo ver muros de concreto. Al paso de los minutos un timbre suena y una de las rejas del fondo se abre para darnos paso. En ese punto mi pulso se normaliza, la sudoración disminuye y la picazón desaparece pues sé que hemos dejado atrás aquel tumulto amenazante. Continuamos nuestro andar hasta que de nuevo escuchamos un timbre y atravesamos una segunda reja que nos lleva a otro pasillo donde vislumbro una sala amplía, rodeada de ventanales. Mientras camino puedo apreciar varias mesas y sillas en el interior. Un hombre está sentado en un rincón, me da la espalda, pero advierto que me está esperando. Al fondo, un letrero donde puedo leer Sala de visitas.
La mujer que me ha acompañado en todo el recorrido al fin se detiene y se gira hasta quedar de frente a mí.
—Quince minutos, no más —comenta con fingida frialdad al tiempo que deja mis manos en libertad y jala la manija de una puerta metálica para darme acceso a la sala.
Me quedo de pie en la entrada, con el cuerpo entumecido y una hilera de sudor recorriendo mi espina dorsal hasta que un aroma familiar se cuela por mis fosas nasales. El hombre se pone de pie, voltea y deja al descubierto su identidad.
—Hola —dice con media sonrisa.
Yo no puedo responder porque mi garganta ha sido bloqueada por el nudo del llanto. Bajo la mirada y enfoco mi vestimenta, me carcome la vergüenza al ser consciente de que Santiago me está viendo. La rabia se mezcla con el asco y la melancolía.
—Tenemos poco tiempo y mucho de qué hablar. Isabel —pide con gesto amable.
Mis piernas se mueven por pura inercia y cuando estoy junto a Santiago es inevitable no colgarme a su cuello mientras dejo que el llanto limpie mi conciencia turbia. <No está permitido tocarse>, dice una mujer por el altavoz. Ambos nos resistimos y fingimos que no hemos escuchado, nuestras frentes se juntan y puedo percibir la calidez de su aliento, pero cuando la voz hace eco en la sala por segunda vez Santiago afloja mi agarre y da un paso hacia atrás. Tengo que abrazarme a mí misma para cerrarle el paso al frío que penetra mis huesos.
—Lo siento. Lo siento. Lo siento —. Repito con voz entrecortada y la vista fija en ese hombre cuya presencia me regala un remanso de paz.
—Tranquila —dice mientras su mano recorre mi hombro con suavidad, pero la retira antes de una tercera advertencia—. No estoy aquí para juzgarte, Isabel, sino para ayudarte a aclarar este malentendido. Por qué es un malentendido, ¿cierto?
Quiero gritarle que sí, que soy inocente, que yo no he cometido ningún crimen, pero no puedo porque en cierto modo, soy culpable. Culpable por ser cobarde y no denunciar el abuso. Culpable por no atreverme a pedir ayuda y por sentir miedo. Culpable por no poder contar toda la verdad.
—Te conozco, Isabel, y sé que eres incapaz de semejante atrocidad, por eso estoy aquí, porque necesito limpiar tu nombre, porque creo en tu inocencia y detesto que haya personas que duden de ti.
—Creí que habías aceptado defenderme porque tu abuela te lo había pedido —digo con ironía mientras las lágrimas recorren mis mejillas.
Santiago mueve la cabeza de un lado a otro, respira hondo y se encoge de hombros. El silencio se instala en la sala mientras observo que un portafolio ocupa una silla y sobre la mesa se amontonan varios papeles y un bolígrafo.
—Isabel, es imperativo que me cuentes lo que ha pasado. Cuéntamelo todo, no omitas los detalles. Ayúdame a ayudarte, por favor.
Me desplomo en la silla cuando el llanto se incrementa, lo que Santiago me pide rebasa los límites que ha marcado el destino. Como se puede obtener el coraje para relatar los detalles de un acto tan despreciable como lo es una violación. Porque por ahí debo de comenzar antes de hablar del asesinato del señor Duarte. Una noche donde la coincidencia me jugó una broma, o puede que me diera una oportunidad al alinear mi camino y el de aquel maldito para saldar una cuenta pendiente.
Quizá lo hizo para reparar la afrenta o solo para cobrar venganza.
Pero en mi alma no hay cabida para ninguna de las opciones.
Cuando el llanto disminuye y mi garganta queda liberada, inicio mi relato. Le cuento todo, bueno, casi todo porque hay un punto que aún no me atrevo a rebelar. Mi sentido de lealtad me lo impide, pero Santiago no lo sabe, y aunque me invade cierta incomodidad, le hago creer que le he confesado todo.
Santiago toma mi mano en un intento por confortarme, pero por el altavoz se escucha de nuevo esa voz diciendo: <No está permitido tocarse.>
—Debiste contármelo antes, Isabel. Tenías el deber de denunciarlo para que la justicia se hiciera cargo de ese monstruo y entonces tú no estarías en este repugnante lugar —exclama entre dientes, con los ojos brillantes y las manos blanquecinas hechas un puño.
—Pero no lo hice —respondo con el rostro encendido.
—No, no lo hiciste y le otorgaste a ese infeliz el poder de ultrajarte de nuevo —Di un brinco cuando el puño de Santiago se estrelló sobre la mesa. Se alaciaba el cabello con fuerza, como si quisiera arrancárselo—. No puedo creer lo que voy a decir, pero si ese enfermo continuara con vida yo mismo me encargaría de matarlo.
Mis ojos se abren como platos, entonces agradezco el no habérselo contado la noche en que me encontró lánguida dentro de un taxi estacionado afuera de la pensión.
—¿Tú empuñaste el arma que le arrebató la vida a ese infeliz, Isabel?
Tras la pregunta restriega sus manos en sus piernas mientras su rostro se cubre de un halo de oscuridad. Un gesto gélido que nubla su mirada.
—No.
Respondo sin vacilar y Santiago deja escapar el aire contenido al tiempo que su semblante se relaja.
<Se acabó el tiempo>, dice la misma mujer que me ha traído a esta sala.
Santiago y yo mantenemos contacto visual, como si a través de nuestros ojos tuviéramos la libertad de comunicarnos sin restricciones.
Sin miedos.
—Te sacaré de aquí, Isabel, lo juró —dice cuando la celadora coloca de nuevo las esposas en mis manos.
Es duro darnos cuenta de las desventajas que van de la mano con la ingenuidad, pero es peor comprender que la vida se vuelve en contra cuando las oportunidades faltan, cuando para salir adelante, a veces, se debe recurrir a atajos miserables que pueden marcarnos, mancharnos de tanta porquería que nos transforman y convencen de que ya no hay otro camino, otra opción para tomar.
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