9.
La charla y la compañía de María, en unas cuantas horas, había sanado la desesperación que me carcomía. En apariencia nada había cambiado, continuaba desempleada y arruinada, pero aun así me sentía extrañamente bien.
Melita recogía las hojas que habían caído en la banqueta que daba acceso a la casa, pero interrumpió su labor al verme.
—Conociste a mi abuela —declaró con las manos en la cintura. Su blanca dentadura estaba al descubierto. Me quedé perpleja—. La extraño, ojalá aun viviera en esta casa, las cosas serían distintas si mi abuela estuviera aquí.
—Tienes razón, la he conocido y me ha quedado claro que tu abuela te adora. Dice que eres una niña muy inteligente y yo estoy de acuerdo con ella —comenté para animarla.
La sonrisa volvió a su rostro, entonces me tomó de la mano y ambas nos sentamos al borde de la banqueta.
—Cuéntame más. Quiero saberlo todo —Esa última palabra la alargo a modo de que yo comprendiera la importancia remarcada.
Así lo hice. Relaté a detalle mi tarde con María.
— ¿Sabías que mantiene su dentadura postiza envuelta en una servilleta y que la ha guardado por años dentro de su bolso? No le gusta usarla. Desde aquella ocasión en que saltó de su boca y cayó en la olla mientras cocinaba la sopa.
Melita cubrió sus labios con ambas manos, pero aun así la carcajada que siguió se escuchó en toda la cuadra.
— ¿Ya hiciste la tarea? —La cuestioné cuando la euforia había menguado.
Melita se encogió de hombros.
—La haré más tarde, ahora debo ayudar a mi madre —respondió de mal modo.
— ¿Por qué no vas ahora? Yo terminaré aquí y después me encargaré de ayudar a tu mami.
No respondió, pero entró corriendo a la casa.
— ¡Cariño, qué vergüenza! He sido una tonta y solo te he hecho perder el tiempo —comentó la señora Yola más tarde cuando le conté sobre la entrevista con la directora del Asilo.
Ese día Kenia no estuvo presente en la mesa y la congoja envolvió a Camilo. Quizá su imaginación lo mantenía anclado en una historia donde la doncella se encontraba en peligro inminente y nacía en él un ferviente deseo por salvarla. Su semblante abatido solo se alteraba cuando el comedor retumbaba con la risa escandalosa de Esme mientras narraba bastante animada alguna anécdota del día. A la chica no parecía molestarle que solo la señora Yola y don Tomás le prestaban atención. Santiago se llevaba los alimentos a la boca con desgano, ajeno al rumbo de la charla. Llegué a pensar que en cualquier momento arrojaría los cubiertos a la mesa y se retiraría. No sucedió, pero constantemente me confundía la actitud que lo poseía cada vez que Esme deseaba ser la protagonista. Quizá conocía su actividad y no lo aceptaba. Quizás era algo más. Lo único que me quedaba claro era que Esme encabezaba su lista de personas no gratas.
Entonces recordé la visita matutina de Esme, sus palabras, el obsequio que me había dado y la cita de esa noche en su habitación. La tranquilidad que me acompañaba fue suplantada por una sensación de sofoco. Mi necesidad de empleo era gigantesca, pero no estaba dispuesta a aceptar la propuesta de Esme. Debía existir otro camino y me propuse encontrarlo.
Tras otra semana de escuchar el típico: "lo siento, la vacante se ha ocupado", y de que las puertas se cerraran frente a mis narices, mis ilusiones se desplomaron. Lo peor era que se acercaba la fecha que más me preocupaba: El día en que debía pagar la renta de la pensión. Me costaba conciliar el sueño a pesar de que todos estaban al tanto de mi poca fortuna porque no sabía cómo acercarme a la señora Yola para suplicarle una prórroga. Y aunque estaba segura de que la mujer estaría dispuesta a esperar, era consciente de que ella también necesitaba el dinero.
Eso me hacía sentir peor.
Al siguiente viernes, Camilo y yo salimos juntos; para él era otro día en la Universidad y para mí otro agónico momento en busca de empleo. Tomamos el autobús y ocupamos los únicos dos asientos disponibles. Mientras yo me prendía a su brazo para no hiperventilar, Camilo hablaba tan rápido que me era difícil comprender lo que decía.
—Algo me dice que todo es culpa de Esmeralda —exclamó malhumorado—. Esa mujer es el demonio en persona.
Su antipatía era tal que casi me convencí de que no había en su vocabulario más que malos comentarios hacia la pelirroja. Torcí los labios, no concebía que fuera una mujer perversa aun cuando hacía varios días no me dirigía la palabra. Entendía su molestia, no le había parecido bien que le devolviera el teléfono celular que me había obsequiado, según ella yo lo iba a necesitar, pero al rechazar su propuesta aceptar aquel presente no tenía sentido.
—Tus ideas cuadradas y ese aire puritano que te envuelve están provocando que tomes una mala decisión. Espero que cuando recapacites no sea demasiado tarde. Reza porque yo continúe dispuesta a ayudarte —comentó echa una furia antes de dar un portazo que por nada me deja sin dientes.
—¿Qué te ha hecho para que tengas tan mala opinión de ella? —Lo cuestioné.
Camilo enfocó su atención hacia la ventana, pero continuaba lacerando sus dedos. Comenzaba a preocuparme por la salud mental de aquel chico, puede que tantas novelas de ficción hubiesen afectado su cordura.
Un sonido extraño salido de su garganta fue lo único que se escuchó por varios minutos.
—¿Acaso no has notado la manera en que se mofa de mí, su pose de diva y su clara necesidad de despreciar a quienes cree inferiores a ella?
Sus palabras simulaban navajas recién afiladas.
—Desde que llegué a la pensión Esmeralda no ha parado de complicarme la vida y, puedo tolerarlo, no soy tan frágil como todos creen. Por eso decidí volverme invisible. Entonces me dediqué a observarla, analizaba sus acciones y cuando descubrí sus intenciones mi interior se inundó de indignación. Kenia es delicada como una flor, en cambio Esmeralda es fría, calculadora y hasta cruel. Son tan distintas que ni siquiera entiendo como pueden ser amigas. La familia de Kenia es acomodada así que le envían un cheque mensual para cubrir sus gastos a condición de que continúe estudiando. Es lo mejor que pueden hacer porque nunca tienen tiempo para su hija —Un suspiro se le escapó al decir aquello—. Debes tener cuidado, Isabel, no confíes en una persona como Esmeralda.
Así finalizó su relato.
Diez minutos después llegué a una zona concurrida. Tuve que caminar unas cuantas calles para llegar a una librería, respiré hondo antes de entrar. Un sitio enorme con las paredes y decenas de anaqueles forrados de libros cubrían un gran salón, con apariencia de bóveda, rodeado de varias mesas dispuestas para alojar a los lectores. Una lampara en forma de paraguas alumbraba cada mesa. Mi rostro debió parecer un poema, todo lo que mis ojos veían me tenía embelesada. Varias personas, en su mayoría jóvenes, estaban ahí por la misma razón que yo y hacían fila en espera de ser atendidos. Tuve que esperar más de dos horas para que un hombre maduro, con sobrepeso evidente y escaso cabello, me invitara a seguirlo. Entramos a un cuarto atiborrado de cajas, con aspecto de oficina que se encontraba cerca de la entrada principal, donde solo había un escritorio, dos sillas y un pizarrón blanco que colgaba en una de las paredes.
—Soy Marco Duarte —Se presentó. Tomó la solicitud de empleo que le había entregado y leyó en silencio. Me dio la impresión de que había entablado un monólogo interno —. Isabel Arenas —balbuceó antes de levantar la mirada para enfocarme— Dime, Isabel, ¿te gusta leer?
El hombre se recargó en el escritorio, cruzó los brazos y me miró. Esbozó una sonrisa que acentuó las arrugas en su rostro. Su piel pálida dejaba ver un estambre de venas violáceas que invadían sus mejillas.
Un escalofrío me sacudió.
—Mucho —Respondí con las manos humedecidas—. Tengo el hábito de la lectura muy arraigado, pero debo confesar que hace meses que no tomo un libro en mis manos. No por falta de ganas, más bien de oportunidad —agregué para evitar malos entendidos.
Su boca de deslizó hacia un lado.
—¿Tienes alguna experiencia en ventas o en atención a clientes? —La ausencia de formalidad en su trato fue notoria.
Carraspee para despabilar las ideas que se engendraban en mi cabeza.
—Ninguna, solo el entusiasmo y las ganas de aprender y de trabajar —confesé con el rostro encendido.
La mueca que se apoderó del rostro de aquel hombre contrastaba con el brillo que despedían sus ojos. La incomodidad me tomó como rehén y avivaron en mí enormes ganas por salir de ese lugar.
El hombre se relamía los labios con tanta frecuencia que habían adquirido un matiz rojizo.
—¿Cuándo puedes comenzar? —Quiso saber segundos después.
Me quedé en estado de shock. Desde que entré en la librería y fui consciente de que más de una decena de personas estaban ahí por la misma razón que yo fui perdiendo la esperanza. Supongo que al paso de los minutos había comenzado a prepararme para aceptar otra derrota y esa última pregunta me tomó desprevenida.
—De inmediato —respondí en cuanto recuperé la cordura.
El hombre sonrió, pero la sonrisa no le llegó a sus ojos que en ese momento despedían un brillo extraño.
Al salir y cruzar las puertas de madera me dirigí a una de las jardineras y me eché a llorar. Las lágrimas brotaban al mismo tiempo que un ataque de risa me tomaba prisionera. Los paseantes me miraban desconcertados, pero no me importaba. Tenía que sacar de mi interior toda esa presión, inseguridad y frustración que había acumulado en semanas de una búsqueda casi frenética.
En cuestión de días aquel instante se convertiría en el detonante que me impulsaría a tomar ciertas decisiones. En efecto, una nueva vida estaba a punto de comenzar, había conseguido un empleo y eso me hizo creer que mis problemas habían terminado.
Que equivocada estaba.
Pero algo era seguro: mi vida estaba a punto de cambiar.
Un alboroto atípico se infiltra en la celda y me arrebata de forma brusca de una noche de reminiscencia. Froto mis ojos para despabilarme. Rosa y Lupe discuten acaloradamente.
—Esa es mi cama, aúlla una Lupe de cuyos ojos brota lava.
Apenas logro reconocerla, sus ojos se hunden bajo dos cuencas violáceas en un rostro que parece compuesto de puro pómulo. Y el uniforme le queda tan grande que cualquiera creería que no le pertenece.
—Era tu cama, porque desde hace unos días le pertenece a Isabel — responde Rosa en tono altanero.
—¡Estás loca si crees que voy a cederle mi cama a esa mosquita muerta! Más le vale que se quite de ahí ahora mismo o yo misma la quitaré —bramó la mujer.
Las palabras brotan como lenguas de fuego mientras siento como Lupe me perfora con la mirada perdida. Nunca la había visto así, parece estar drogada. El paño en su rostro se esconde detrás de una manta rojiza pintada de sangre.
No voy a provocar una pelea por una cama, así que me siento y sujeto la silla de ruedas dispuesta a incorporarme.
—No te muevas de ahí, Isabel —Ordena Rosa con la quijada trabada y los nudillos blancos. Ha adquirido el aspecto de una gata dispuesta a proteger su territorio. Pero Lupe no parece amedrentada, y un halo de rabia la cubre de pies a cabeza.
No la he visto desde hace semanas; cuando fui dada de alta y regresé a la celda me sorprendí de no encontrarla dentro. Llevo dos días aquí, recién ha aparecido y no tengo idea de donde se ha metido. Aunque la verdad tampoco me interesa saberlo, pero ahora está aquí y hecha una furia reclama su lugar.
Yo no tengo ningún empacho en devolvérselo.
—¡Es mío!, chilla Lupe con los ojos húmedos.
El grito penetra en mis huesos.
—Ahora es de Isabel, así que tiene dos opciones, Lupe, o lo aceptas o peleas conmigo por él.
El semblante de Lupe se transforma al escuchar la oferta de Rosa. Ofelia y Bertha aparecen en el umbral de la puerta, seguro los gritos han llamado su atención y el de muchas otras reclusas. Nos miran y sonríen, pero su sonrisa lleva un mensaje oculto. No intervienen, pero se quedan ahí, de pie junto a la puerta en espera de una señal para iniciar el ataque.
Por un minuto, la respiración de Lupe es lo único que se escucha en la celda.
—Isabel, tu abogado te espera —La inesperada presencia de Sandra Diaz extingue las llamas que amenazaban con extenderse.
Rosa hace un gesto mientras enciende un cigarrillo y Lupe sale hecha una furia.
Estoy segura de que el asunto no parará ahí, conozco a ambas mujeres, pero de momento lo dejo de lado, me recojo el cabello en una coleta y me monto en la silla. Mi pecho se desborda y es casi un imposible contener la emoción que me invade.
¡Santiago está aquí, voy a verlo y saberlo me hace olvidar el resto!
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