8.
Después de desayunar, la señora Yola se ofreció a acompañarme y, a pesar de los reproches de Melita, lo agradecí en silencio. Su presencia haría mi camino más llevadero y sosegaría mi ansiedad.
—Todo saldrá bien, cariño, no pierdas la fe —dijo antes de despedirse.
Sonreí de manera forzada.
Un letrero enorme donde pude leer: "Pronto tendremos alas", pintado de un rojo intenso y brillante, colgaba justo encima de la reja que daba acceso a un edificio de cuatro pisos. El mismo que a duras penas conservaba ciertas áreas pintadas de blanco. Justo en la entrada me topé con un jardín donde resaltaba un rosal perfectamente cuidado que contrastaba con una docena de pinos con ramas secas que custodiaban varias bancas cubiertas de un material acojinado resentido por los estragos del tiempo. Una fuente con una estatua de un querubín en el centro por cuyas manos brotaba un hilo de agua, debía rodearse para ingresar a un largo y amplio pasillo que daba acceso al edificio.
—Buenos días, ¿puedo ayudarla en algo? —Me interrogó una mujer madura, vestida de traje sastre y zapatillas.
—Buen día, soy Isabel —exclamé al tiempo que estiraba mi mano para estrechar la suya—. Una amiga me ha comentado que están solicitando personal y yo estoy buscando empleo desde hace semanas, así que he venido a ponerme a sus órdenes.
Hablé tan rápido que tuve que respirar hondo para llenar mis pulmones. La mujer se acomodó las gafas y me observó por varios segundos.
—Yo soy Paty, directora de esta Institución —respondió con media sonrisa—. Me ha quedado claro tu entusiasmo, Isabel, y créeme que lo valoro, pero creo que ha habido un malentendido. ¿Por qué no pasas a mi oficina y platicamos?
< ¿Un malentendido?>, repetí para mis adentros mientras un latigazo laceraba mi nuca.
Hicimos el recorrido entre saludos, algarabía y una que otra queja de un puñado de ancianos. La mujer que me acompañaba atendía a todos de forma serena. Fue obvio que estaba familiarizada con los ancianos y que sabía cómo manejar todo tipo de situación.
Un sillón escondido detrás de un escritorio de segunda mano, un viejo librero que casi vomitaba los libros que resguardaba y un mullido sofá pegado a un ventanal que tenía vista al jardín formaban parte de la oficina.
—¿Deseas tomar un café? —Ofreció mientras se acercaba a una mesita esquinada, que no había visto, donde reposaba una cafetera eléctrica.
En unos minutos la oficina se vio inundada de un exquisito aroma a café que anuló por completo ese olor a humedad que me ha había recibido hacía un instante.
—Debo contarte, Isabel, que el personal que labora en este asilo no se da abasto ante la demanda de ingresos. Como ya te has dado cuenta, el edificio necesita mantenimiento con urgencia y que la población es numerosa. Sin embargo, el presupuesto apenas alcanza para cubrir los gastos esenciales. Comida, medicamentos, salarios, etc. Lo que estamos buscando en este momento son personas comprometidas que donen unas horas de su tiempo para atender a los ancianos que viven en este hogar. Supongo que lo que tú necesitas es un empleo que te gratifique con un salario y eso es algo que, de momento, no puedo ofrecerte, en cambio, las puertas están abiertas para ti si deseas unirte al grupo de voluntarios.
La lucecita que alumbraba mis ilusiones se fue apagando como un cerillo al contacto con el viento. Aquella buena mujer, sin quererlo, había borrado la sonrisa de mi rostro.
—Por supuesto que me entusiasma la idea de ayudar, aunque sea un poco, a estas personas —respondí tras segundos necesarios para sobreponerme—. Supongo que podría hacerlo los fines de semana —agregué sin pensar.
—Estoy segura de que nuestros viejecitos estarán felices de conocerte, Isabel.
Sellamos el compromiso con un apretón de manos.
En mi camino rumbo a la salida, me encontré con una mujer robusta entrada en años que llevaba puesto un vestido holgado en tono oscuro con estampados de animalitos, mocasines y un chaleco color café. Su cabello cubierto de listones plateados estaba sujeto con varios pasadores a cada lado. Su rostro moreno cubierto de arrugas quedaba despejado y dejaba ver su nariz afilada. La anciana estaba sentada en una banca con la atención puesta en un bordado que descansaba sobre sus rodillas mientras sus manos intentaban ensartar en el diminuto orificio de una aguja, un hilo grueso en tono rojo. Un hermoso y colorido paisaje cobraba vida en un pedazo de yute. La curiosidad hizo que la observara quien sabe por cuánto tiempo. Por un instante deseé poseer un poco de la paz que desbordaba aquella buena mujer. Tan despreocupada, tan tranquila y en paz realizando aquella sencilla tarea que ocupa su mente para que se olvidara del tiempo.
—Si quieres puedo enseñarte —exclamó.
Su voz se coló en mis oídos proporcionándome una cálida sensación.
—Lo siento, no ha sido mi intención molestarla.
—Cariño, no me has molestado en lo absoluto, por el contrario, me halaga verte tan interesada en lo que hago —Los labios de la anciana se abrieron en una sonrisa que dejó ver sus encías vacías. Su gesto endurecido contrastaba con la calidez de sus palabras—. La dentadura es una molestia así que prefiero guardarla en un sitio seguro antes de perderla mientras doy un sorbo al café —Una risita se le escapó al decir aquello. Fue imposible no imitarla—. El tiempo no perdona y a uno no le queda más remedio que aceptar el cúmulo de huellas que se van acentuando hasta que el alma abandona el cuerpo
—agregó en voz baja.
—María, no trates de enredar a esa chiquilla —declaró otra anciana que contemplaba el cielo arrebolado sentada en una silla de ruedas, justo a unos metros, cerca de los rosales.
Contuve el aire al escuchar como la había nombrado.
—¿Es usted la madre de la señora Yola? —balbucee con los ojos como platos.
—¿Conoces a mi hija? —Quiso saber con la mirada brillante.
Moví la cabeza arriba abajo como respuesta.
Un segundo después la anciana me invitó a sentarme, entonces sacó de su bolso unos arillos y un pedazo de yute que tenía dibujado un ramo de flores dentro de un jarrón. Mientras platicábamos como dos viejas amigas, me enseño los secretos del bordado al tiempo que yo le contaba que vivía en casa de su hija, que en ocasiones ayudaba a Melita en sus deberes escolares y sobre los buenos recuerdos que don Tomás conservaba de ella.
María sonreía de vez en cuando o asentía con la cabeza, pero en ningún momento dejó de lado su costura.
—Es un buen hombre, tan terco que se reúsa a venir a vivir aquí. Prefiere pasar el resto de sus días en soledad —soltó un suspiro al decir aquello—. Supongo que aún conserva la esperanza de que su nieta vaya a buscarlo, pero esa muchachita está perdida, solo que él se niega a aceptarlo —agregó con recelo—. Melita es una niña maravillosa, inteligente y astuta como nadie. Es una lástima que mi hija no le haya permitido disfrutar de su niñez. Todas las noches rezo porque no pague caro su descuido —comenta tras persignarse—. Mi Santi ya es todo un hombre, hecho y derecho y siempre al pendiente de su familia. Merece encontrarse una buena mujer en su camino. Ese chico vale su peso en oro, Isabel.
Suspiré al escucharla.
Contemplo embelesada la libélula bordada que María me ha mandado. <Santiago>, murmuro para mí. No puedo sacarlo de mi cabeza. Hace una par de días que no lo viene a verme, pero me parece una eternidad. Me consuelo pensando en que tal vez se encuentra demasiado ocupado buscando la manera de sacarme de aquí.
Si es que existe alguna.
Aprieto lo párpados resignada al tiempo que me dejo caer sobre la almohada y cuando estoy a punto de quedarme dormida un susurro se cuela por mis oídos. Abro los ojos para cerciorarme que estoy sola en la celda, entonces pienso que lo he imaginado.
<Isabeeel...>
Escucho de nuevo, pero esta vez logro entender el mensaje y el aire se estanca en mis pulmones. Permanezco estática, con la vista fija en la libélula azul. Me aferro a esa imagen para borrar aquella que amenaza con infiltrarse en mi mente.
¿Estoy soñando?
<Isabeeel...>
Una palabra que simula un murmullo del viento y logra erizar mi piel. Nunca podré olvidar la forma en que ese hombre arrastraba las palabras.
—No, no es real —me digo para tranquilizarme.
Él está muerto, es imposible que esté aquí. Además, esta es una cárcel de mujeres, incluso los guardias son mujeres.
—Es solo una alucinación —repito varias veces en mi cabeza—. Quizá mi cuerpo se acostumbró a la morfina y lo que está sucediendo tiene que ver con la abstinencia. Sí, sí, eso debe ser.
Me incorporo, el aire escasea y me hace difícil el respirar. Me obligo a salir, no quiero estar sola. Busco con la mirada la silla de ruedas para escapar. Bufo al verla lejos de mi alcance, pegada a la puerta que sella esta celda. ¿A quién se le ocurrió ponerla ahí? En cuanto doy el primer salto un quejido se escapa de mi garganta y por instinto llevo la mano hasta mi costado. Respiro profundo para aligerar el dolor, pero la propia inhalación lo agudiza y mi frente se perla de sudor. La lesión en la pierna me impide caminar y si pretendo alcanzar la silla de ruedas solo hay una forma: dando saltos. Al segundo intento el dolor nubla mi visión, mi cuerpo no responde y caigo de bruces. Entonces el miedo se mezcla con la rabia y la frustración. Las lágrimas escapan mientras golpeo el piso con el puño una y otra vez en un intento por drenar lo que me carcome en este momento.
—¡Qué carajo estás haciendo, Rarita! —exclama Rosa al tiempo que el cigarrillo abandona sus labios y cae al piso. Un segundo después está a mi lado y me ayuda a sentarme sobre el piso.
—No tengo ganas de estar sola —confieso con los ojos inundados.
—¿Sola? Por si no te has dado cuenta esta prisión está saturada de mujeres. Créeme que mientras estés aquí jamás estarás sola. Ni siquiera en la enfermería lo estuviste.
—Valiente compañía aquella desdichada que parecía un ser inanimado —exclamó con ironía.
—No me refiero a Rita, lo digo por tu abogado que montó guardia día y noche hasta que se aseguró de que estarías bien. El tipo debe tener buenas influencias para que lo dejaran estar tanto tiempo a tu lado.
La revelación me cae encima como balde de agua helada.
No tenía idea.
—Yo...
—Sí, ya sé lo que vas a decir —me interrumpe de mal modo y me obliga a resguardar mi comentario—. Pero es lo que es y no hay marcha atrás. ¿Quién diablos movió la maldita silla? —agrega en un grito que hace eco en la celda.
—Cualquiera pudo hacerlo —respondo recelosa.
—Déjate de bobadas, Rarita. Aquí todas saben que tienen las de perder si se meten contigo. Además, a ti te encanta pasarla encerrada en estas cuatro paredes, ¿no? —Bajo la vista, en eso último tiene razón—. Como sea, le diré a Ofelia que esté al pendiente cuando yo tenga que atender mis negocios.
Me sujeto de su cuello mientras Rosa me ayuda a montarme en la silla. La acción parece tan sencilla como si hubiese cargado un muñeco de peluche. ¿Cómo alguien tan pequeño posee tanta fuerza?
Al salir al corredor de inmediato captamos la atención de las reclusas. Algo inevitable si contemplamos el ruido que producen los fierros oxidados de la silla. Aprieto la mandíbula y me obligo a mantener la vista al frente.
—La 217 tiene una nueva residente. Parece que se trata de un lio choncho. Esa desgraciada va a pasar aquí un buen tiempo. Más vale que se acostumbre —cuenta Rosa detrás de mí mientras una serpiente de humo se despliega hacia el frente.
—No te olvides de mi encargo —comenta en voz baja una reclusa.
—Rosa, mañana paso a dejarte eso —dice otra cuando pasamos a su lado.
Ninguna se atreve a mirarla a los ojos
—Mañana, sin falta —responde Rosa entre dientes.
Definitivamente nada pasa dentro de esta prisión sin que Rosa lo sepa, tarde o temprano, todo llega a sus oídos.
—Rosa, ¿por qué estás aquí? —Suelto sin pensar, como si un ente hubiera entrado en mi cuerpo para cuestionar aquello y en cuanto soy consciente de mi atrevimiento busco la manera de salir de la encrucijada—. Lo siento. Olvídalo por favor, no es de mi incumbencia.
El silencio se instala sin aviso y nos acompaña por varios minutos. Al llegar al otro extremo del pasillo, la silla gira y entre cuchicheos y fisgoneos continua su recorrido hasta el punto donde inició. El empuje cesa cuando estoy de nuevo frente a la cama, uso mis brazos para sostenerme y giro para dejarme caer sobre esta. Rosa se sienta en la cama de enfrente, tiene los ojos fijos en el piso de cemento y las manos entrelazadas sobre sus rodillas.
La tensión es palpable. Temo que he llegado demasiado lejos y no tengo idea de que hacer para remediarlo.
—Mi padre era un hombre violento que disfrutaba de la parranda, las mujeres y la botella. Salía de casa al amanecer y volvía por la noche ahogado en alcohol y con los bolsillos vacíos. Mi madre corría a su encuentro con una cubeta llena de agua caliente con sal, donde mi padre metía los pies por varios minutos, después mi madre se los secaba y los masajeaba con alcanfor. El rito provocaba que mi padre se quedara dormido, pero había noches, que el hombre se enfurecía sin razón aparente y lanzaba un rosario de insultos a mi madre quien justificaba aquella ola de violencia con frases cariñosas y palabras suaves que solo servían para que la escena se acalorada. Lo que seguía era una tunda que terminaba hasta que mi madre desfallecía sobre la cama. Después mi padre parecía recobrar la cordura y se excusaba con palabras dulces. Aleccionada por mi madre, antes de que aquel Ogro entrara en la casa, me escondida en el interior de un ropero destartalado y contemplaba todo a través de la diminuta cerradura. La escena se repetía casi todas las noches, no cesó hasta que mi padre ya no volvió. Supongo que crecí con la idea de que así debía ser una relación amorosa así que me afanaba por buscar hombres complicados. Mi madre me había parido, pero no me había heredad aquel estado de sumisión que la caracterizaba. En mi juventud, por casi una década me vi enredada en una relación toxica que me llevó al hospital varias veces. La tortura terminó el día en que encontré a Horacio, aquel hombre que creía el amor de mi vida, en la cama con una chiquilla. La venda cayó de mis ojos y, tras una paliza que a punto estuvo de robarme la vida, tomé un cuchillo y lo enterré en su cuerpo treinta veces. Juro que, si me topara de nuevo con un hombre como Horacio, lo haría otra vez —contó con la mirada cargada de melancolía.
De repente, Rosa se pone de pie, saca la cajetilla de cigarros que lleva siempre en el bolsillo del pantalón y pone un cigarrillo en su boca. Tras una calada profunda, se escabulle de la celda sin mirar atrás.
Me he quedado sola de nuevo, pero el ambiente a mi alrededor se siente tan pesado que mi piel se crispa y me obliga a hacerme un ovillo para después esconder el rostro bajo la almohada.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top