5.
Lanzo un grito de dolor cuando tiran de mi cabello para sacarme con brusquedad de la cama. Es de noche y la celda está en penumbra. Un segundo después un dolor agudo se incuba en mi vientre y luego en mi rostro. Caigo de rodillas mientras escupo para drenar la sangre que se acumula en mi boca. Tengo problemas para llenar de aire mis pulmones y el mareo me aqueja. Una caída de más de un metro me ha dejado atontada, adolorida y confundida. No acabo de reponerme cuando un puntapié se impacta en mi costado seguido de un golpe en el cuello que bloquea por completo la entrada de aire. Jadeo con la mirada nublada. Es imposible respirar, pero logro escuchar que alguien se queja y forcejea. Busco a Rosa; continúa en su cama, atada de pies y manos y la cabeza envuelta en una manta. La escena me paraliza, es la primera vez que noto que hasta ella es vulnerable. Antes de perder el sentido me esfuerzo por identificar a mis agresores, pero una capucha blanca me impide ver el rostro de quienes me atacan sin piedad.
Un instante después la oscuridad me arropa y caigo en manos de la inconsciencia.
—Por favor, Isabel, despierta —escucho que me llaman.
La voz parece tan lejana que imagino que se trata de un sueño.
—Te lo ruego, Isabel —dice la misma voz al tiempo que alguien toma mi mano y un halo tibio sacude mi piel.
Me obligo a abrir los ojos, parpadeo varias veces para acostumbrarme a la luz que inunda el sitio donde me encuentro. Dos potentes lámparas fluorescentes y planas empotradas en el techo me ciegan por algunos segundos. Un quejido se me escapa cuando intento moverme y la fuerza del mareo me obliga a tumbarme de nuevo sobre la cama.
—Tranquila. Necesitas reposo para sanar tus heridas —dice Santiago.
Mi cuerpo se estremece al verlo a mi lado.
—¿Estoy en el paraíso? —Quiero saber. No hay otra manera de interpretar lo que sucede.
Los labios de Santiago se curvan al escucharme y mi turbación se incrementa. Una visión sublime que podría confundirse con un ángel. En respuesta, Santiago baja la mirada y mueve la cabeza de un lado a otro con delicadeza devolviéndome a la realidad.
Paredes blancas, biombos metálicos que separan varias camas y un olor penetrante a formol. Reconozco la habitación porque ya antes he estado aquí, aunque no por la misma razón. Estoy en la enfermería. Llevo una mano a mi costado y confirmo que parte de mi cuerpo está vendado. Una aguja conectada a una bolsa que aloja un líquido trasparente está encajada en mi vena.
Es imposible no pensar en aquella noche, sobre todo en Rosa. ¿Quién se atrevería a maniatarla de aquel modo? Todas las reclusas la conocen y saben que Rosa no lo pasará por alto. Quizás a esta hora ya conozca la identidad de nuestras agresoras y hasta planea la forma de desquitarse.
—¿Cómo te sientes?
Respiro profundo para serenarme, pero la inhalación provoca un pinchazo en mi costado. Me hago un ovillo para anestesiar la molestia.
—He estado mejor —murmuro aferrada a las sábanas.
A pesar de la medicación el dolor se siente como mil agujas atravesando cada célula de mi cuerpo.
—No sabes cuánto lamento que esto haya pasado. Es un acto inconcebible, Isabel —dice Santiago entre dientes—. Ya he mandado un escrito a los Tribunales y al Fiscal para que este hecho quede asentado en el acta.
Santiago aprieta los puños y, mientras habla, su rostro se deforma. La rabia amenaza con consumirlo.
—Estaré bien —exclamo con voz apagada. Me esfuerzo por mantenerme despierta, pero cada minuto que pasa se vuelve un asunto heroico. Quiero dormir y no despertar hasta que el dolor haya desaparecido—. Solo han sido unos cuantos golpes, nada de cuidado —. Agrego mientras sonrío para suavizar sus emociones.
—¿Reconociste a los responsables?
Mi mente se satura de rostros cubiertos con capuchas blancas, sonidos sordos y jadeos.
—No.
—Isabel, te ruego que no calles por temor a represalias, no cometas el mismo error de...
—No tengo idea de quienes han sido —Lo interrumpo.
No deseo que termine la oración porque no seré capaz de soportarlo. Retiro mi mano de su agarre y me dejo llevar por la fuerza de un remolino que me deposita de nuevo en la inconsciencia.
El alboroto en el patio interrumpió mi descanso. Voces, música y gritos que simulaban una fiesta me obligaron a levantarme de la cama. Dormí poco, la urgencia por encontrar un empleo y mis intentos fallidos tenían en jaque mi vida. Los días pasaban y apenas me quedaba algo de dinero; si las cosas continuaban así pronto no tendría ni para cubrir los gastos del transporte. Me asomé por el rabillo de la ventana, el sol brillaba con intensidad, ya había alcanzado los primeros escalones y le daba un toque mágico al interior de la casa. < ¡Ten cuidado, Santiago!, ¡Por Dios, muchacho, si no te cubres tendré que untarte algún remedio para que puedas dormir!> Los gritos de la señora Yola hacían eco en la pensión. Alcé la vista y vi a Santiago trepado en una escalera con una brocha en la mano y en la otra un bote de pintura. Su amigo Max, aquel moreno que compartió la mesa con nosotros el día de su cumpleaños, tarareaba una melodía al tiempo que acomodaba hojas de periódico en el piso. Llevaba puesto unos jeans y tenis desgatados. Su torso desnudo dejaba ver su abdomen plano. Me puse encima un suéter y sujeté mi cabello en una coleta para salir al pasillo. La suave brisa matutina me recibió con alegría, me recargué en el barandal y de manera anónima observé la labor de aquellos hombres.
—Parece que tenemos una espectadora —Se burló Max. El primero en advertir mi presencia.
Los tres levantaron la vista provocando que la sangre se acumulara en mi rostro.
—Buenos días, Isabel —dijo Santiago. Su voz se coló por mis oídos como el canto de un ave.
Como respuesta, agité mi mano a modo de saludo, con el rostro ardiente y los labios curvados.
Camilo se encontraba sentado en los escalones, ajeno a lo ocurría a su alrededor, concentrado en una nueva historia. Sonreí y entré de nuevo en mi habitación para tomar una ducha. Un rato después, me encontré con Kenia en el pasillo, su aspecto melancólico evidenciaba qué, al igual que yo, no había pegado el ojo en toda la noche. Sus ojos irritados dejaban al descubierto que había llorado y acentuaban las manchas oscuras que los enmarcaban. Iba colgada del brazo de Esme, con ese aire fresco y atractivo que la envolvía y opacaba aún más a la rubia. Esme le hablaba al oído, como si no quisiese que alguien más escuchara lo que decía. Una charla en la que obviamente yo no tenía cabida. Las seguí sigilosa, con la mente inflamada de tanto repetir las palabras que Esme había pronunciado hacía unas noches. Quería hablar con ella y aceptar su oferta, pero algo me detenía. Como si tuviese una soga atada a la cintura, tan apretada, que no me permitía acercarme demasiado.
—De haber sabido que me encontraría con una vista tan espectacular me habría puesto algo más...cómodo —comentó Esme.
Max infló el pecho y llevó las manos a su cintura para acentuar los músculos de sus brazos y abdomen. Esme se enderezó, sus ojos brillaban como dos antorchas en la penumbra. En cambio, Kenia escondió el rostro bajo el suéter que llevaba puesto, como si quisiera pasar inadvertida. Quizás era consciente de su aspecto demacrado y se avergonzaba. Tal vez no le interesaba. El episodió rescató a Camilo del paisaje desolado donde se había recluido solo para seguir con la mirada el andar de la chica rubia. Sus labios se curvaron mientras un suspiro se le escapaba.
—Max, no me obligues a echarte —. Amenazó Santiago.
Su amigo alzó las manos en señal de rendición.
—Ahí está de nuevo el buen Santiago arruinando la diversión —Se quejó Esme—. Algún día descubriré quién eres, tanta inocencia no me da buena espina —agregó mientras se escabullía hasta el comedor.
El semblante de Santiago se impregnó de seriedad. No fue la única ocasión en que constaté que una energía negativa se desprendía y regaba por la casa cada vez que Esmeralda y Santiago se encontraban.
—Ese plato debe quedar limpio, niña —. Advirtió la señora Yola cuando Kenia intentaba abandonar la mesa sin terminar el desayuno.
A la rubia no le quedó más remedio que acomodarse de nuevo en la silla, pero se limitó a revolver los alimentos con ayuda de una cuchara que por supuesto no estaba dispuesta a introducir en su boca. Su cuerpo estaba ahí, pero su mente y su alma vagaban en otro lugar. Uno bastante lejano a la pensión. Ni siquiera advertía que Camilo la observaba con insistencia. Un halo de ternura se apoderó de mí al descubrir el secreto de aquel chico tímido y retraído, que solía vestir de negro y cubría su rostro con parte de su cabello. El mismo que la mayoría del tiempo la pasaba con un libro en las manos.
—No es necesario, cariño —dijo la señora Yola cuando me ofrecí a lavar los trastos.
Pero insistí tanto que terminó por ceder.
—Entonces aprovecharé para escombrar a fondo el cuarto de don Tomás que buena falta hace —agregó antes de abandonar la cocina dejándome sola con Melita.
—Y, ¿qué tal las clases en el colegio? —La interrogué.
Melita se limitó a alzar los hombros. No era muy parlanchina, más bien era reservada y algo rezongona con su madre. En cambio, cuando estaba con su hermano, se transformaba. Santiago parecía ser la única persona con quien se sentía en confianza absoluta. Y como no si él la adoraba.
—En el Orfanato yo era una alumna aplicada —conté mientras fregaba los vasos—. Mi clase favorita era Matemáticas, tal vez porque los números se me facilitaban—agregué. De reojo observaba que Melita continuaba limpiando el piso con un trapo húmedo enredado en la escoba. No mostraba interés en mi charla—. Si tienes dudas en alguna materia, yo podría ayudarte.
El silencio reinó unos minutos y la incomodidad se apoderó de mí. A aquella chica no le apetecía hablar conmigo, pero algo en mi interior me incitaba a acercarme a ese ser que amenazaba con revolcarse en el fango de la amargura.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto —respondí de prisa.
Su respuesta avivó la esperanza de penetrar de a poco la coraza que envolvía a esa jovencita flacucha y desaliñada.
Melita pausó sus deberes y, por primera vez, centró su atención en mí. Me miraba con los ojos entrecerrados, como si evaluara mi postura y por supuesto mis intenciones. Pocos días de observación habían bastado para darme cuenta de que, a excepción de su hermano Santiago, no se fiaba de nadie.
Nos parecíamos tanto.
—La semana próxima comienza el calendario de exámenes y... tengo algunas dudas —dijo en un murmullo que no habría sido capaz de escuchar si no le hubiese prestado la atención debida.
—Podemos comenzar esta misma tarde. ¿Qué te parece después de la hora de comida?
Su emoción aminoró al yo plantear esa última pregunta.
—En esta casa siempre hay muchas cosas que hacer —escupió con fastidio.
Melita apretó la quijada con tanta fuerza que hasta yo podía escuchar el roce de sus dientes. Era un hueso duro de roer. Quizá podía engañar a todos, incluso hasta a su propia madre, pero no a mí. En el fondo, Melita era una chiquilla deseosa por realizar todas esas aventuras que uno no debe saltarse en la pubertad.
—Creo que puedo arreglarlo —argumenté en mi afán de mantener su interés—. Puedo hablar con tu madre, si el problema es que no cumplas con tus deberes, le diré que yo te ayudaré. Ya sabes, cuatro manos son mejor que dos, ¿no crees?
Una hilera de dientes perfectamente alineados, tan blancos como el algodón, se asomaron a través de los finos labios de Melita. Le guiñé un ojo como respuesta y continué enjuagando el montón de trastes.
Esa misma tarde, me armé de valor y, entre sofocos y taquicardias, acompañé a la señora Yola al mercado. Me colgué de su brazo, como acostumbraba a hacer cuando acompañaba a Sor Nelly a la bodega donde guardaban las provisiones, aunque en esa ocasión lo hice por puro instinto de supervivencia. La calle y los tumultos me hacían sentir arrinconada. Caminamos un par de calles antes de llegar. Los gritos de los vendedores hacían difícil entender lo que decían mientras sorteábamos las decenas de puestos con pinta de carpas rojizas que se amontonaban unas con otras y apenas dejaban un diminuto pasillo para transitar. <Pásele marchanta, aquí los mejores tomates, bien colorados y duros. ¿Qué va a llevar, güerita? Acá todo bueno, bonito y barato>. Los vendedores hacían y decían toda clase de barbaridades para convencer a los paseantes de acercarse a sus puestos. Me sentía desorientada hasta que la señora Yola apretó mi mano para después dejarme ver una hermosa sonrisa. El gesto fue suficiente para calmarme.
Tras recorrer de inicio a fin el mercado, y de constatar que la mujer a mi lado era conocida por todos, salimos de aquel mar de personas. Entonces sentí que de nuevo el aire entraba a mis pulmones y recobré la entereza para ponerla al tanto de mis intenciones.
— ¿Ayudarle a Melita con la tarea? —La señora se echó a reír al tiempo que me dedicaba una mirada cargada de curiosidad—. Cariño, Melita nunca le ha pedido ayuda a nadie, ni siquiera a mí, que soy su madre. Es tan orgullosa como lo fue su padre, que en paz descanse —agregó tras persignarse.
—No me malinterprete, estoy segura de que Melita es muy inteligente, en realidad yo misma me he ofrecido a ayudarle. Ya sabe, nunca está de más, sobre todo ahora que está por iniciar el periodo de exámenes. Solo serán unos cuantos días. Prometo que no tendrá que preocuparse por las tareas de casa, yo estaré al pendiente de que todo esté a tiempo y en orden.
La señora Yola frunció el ceño mientras movía los labios como un rumiante con la mirada fija en el camino.
—Supongo qué... si ha sido la propia Melita quien ha creído necesario aceptar tu oferta, por algo será.
Sonreí satisfecha, poco faltó para que me colgara al cuello de la mujer que caminaba a mi lado.
Esa misma tarde, después de limpiar al desorden de la cocina, Melita –quién cursaba el primer año de Secundaria— y yo nos sentamos en la mesa sin nada más que un par de libros, un cuaderno y un lápiz. Las ecuaciones fueron el tema más complicado, Melita no lograba comprender como podíamos darle un valor a "X" o una "Y".
—¿Cómo voy a saber cuánto vale una X si no me lo dicen? ¡Cualquier valor podría resultar el correcto! —. Se quejaba.
—Tal vez, pero por alguna razón existe una fórmula para resolverlo. ¿No crees?
Melita alzó los hombros antes de intentar resolver la ecuación. No me había equivocado al pensar que me encontraba a lado de una chiquilla inteligente, de espíritu libre e ideas renovadas pues en menos de una hora Melita había resuelto más de diez ejercicios.
— ¿Qué estás haciendo, Bicho?
La voz de Santiago llenó todo el lugar.
Ambas lo enfocamos, pero la reacción, aunque lo hubiese deseado, no pudo ser la misma. Melita se levantó de un salto para arrojarse al cuello de su hermano quién la alzó en el aire antes de girar con ella por unos segundos. Yo me limité a observar la escena y, aunque lo intenté, no pude evitar un atisbo de celos.
—Isabel se ha ofrecido a ayudarme con las tareas escolares, ya sabes que no tengo cabeza para las Matemáticas —comentó la jovencita tras acomodarse de nuevo en la silla.
—¡Vaya! Eres una chica afortunada, hermanita —respondió Santiago al tiempo que rascaba su cabeza con la mirada cargada de emociones indescifrables que pusieron mi piel de gallina—. Mas te vale que no le hagas perder el tiempo a Isabel —agregó sin dejar de mirarme.
Melita le mostró la lengua como respuesta mientras la sangre continuaba acumulándose en mi rostro. Mis ideas no volvieron a ordenarse hasta que Santiago nos dejó solas.
Más tarde, cuando me disponía a subir a mi habitación, Esme me interceptó.
— ¿Has pensado en lo que te dije?
La pregunta más esperada y al mismo tiempo la más temida. Por supuesto que aquel enjambre de palabras no había abandonado mi cabeza, pero afortunadamente estuve lo bastante ocupada como para camuflar aquella fugaz, tentadora y, de cierto modo, arriesgada propuesta.
Algo me advertía que no era una buena idea aceptar su ofrecimiento.
—Sí —respondí en un balbuceo.
— ¿Y?
—Yo... no lo sé aun, me has contado tan poco que no he podido tomar una decisión.
Los labios de Esme se curvaron. Se recargó en el barandal y cruzo los brazos a la altura de su pecho antes de hablar.
—Eso tiene solución, querida. Acompáñame —dijo casi en una orden.
La saliva acumulada en mi boca laceraba mi garganta, como lo haría una sustancia viscosa y caliente.
No me atreví a negarme. Subimos juntas mientras Esme hablaba sobre el anillo, de oro con una enorme piedra azul incrustada en el centro, que le habían regalado. Parecía orgullosa de llevarlo puesto.
—Si las cosas continúan así de bien, en poco tiempo podré rentar un departamento al sur de la Ciudad. No tienes idea de los cientos de excusas que debo inventarme para evadir las intenciones de mis amigos de la Universidad cada vez que se empeñan en visitarme. ¡Cómo los voy a traer aquí! Sería como ponerme yo misma una letra escarlata. No, querida, yo aspiro a más, mucho más.
Sus ojos brillaban conforme habla al tiempo que mi boca se abría a tope. No comprendía que vivir en aquella pensión le resultara vergonzoso.
La austeridad del exterior contrastaba con lo que encontré dentro de su habitación. Las paredes estaban pintadas de un tono rosa muy tenue que hacían resaltar una enorme cama con cabecera hecha de madera labrada. Tres espejos que casi cubrían una pared entera y un closet que llegaba de un lado a otro. Además, un sofá. Al techo no le restaba importancia pues dos lámparas en forma de lágrimas colgaban de este. Definitivamente Esme había hecho una fuerte inversión para acondicionar de esa forma el lugar. Imaginé que así debían lucir la habitación de algún lujoso hotel.
—¡Qué bonito! —exclamé apenas puse un pie en el interior.
—Lo menos que podía hacer era convertir esto en un sitio que me hiciera la vida un poco más agradable. ¿No crees? —comentó de mal modo—. Un esfuerzo de casi dos años. ¿Sabes? Estudio Psicología en una Universidad privada que yo misma pago. Mis padres me echaron de casa cuando cumplí la mayoría de edad, son un asco, pero no los necesito —aseguró con desdén—. En dos años conseguiré un Título. Entonces recorreré el mundo de polo a polo y cuando me aburra me sentaré detrás de un escritorio para escuchar la sarta de estupideces que la mayoría de las personas califican como problemas. ¿Por qué no pueden ver que las soluciones están al alcance de sus manos en vez de quejarse y hacerse las víctimas? —Bufó con gesto agrio. Su humor había entrado en un estado de metamorfosis inexplicable.
—Esme, ¿qué es exactamente lo que haces?
Palabras que debí pronunciar antes y seguramente me habría ahorrado horas de angustia e insomnio.
—Querida, será mejor que tomes asiento, puede que lo que estoy a punto de revelar mueva el piso bajo tus pies y no quiero estropear ese bello rostro —declaró. Me dio la impresión de que cada palabra dicha estaba infestada de mensajes ocultos—. Primero que nada, debes saber que no me habría atrevido a proponértelo sino hubiese notado que detrás de esa apariencia de niña frágil y desprotegida, se esconde una mujer de carácter y decidida. No me he equivocado, ¿cierto?
Mi quijada se abrió a tope y el sudor impregnó mis manos al escucharla.
—Yo... deseo matricularme en la Universidad —conté en un hilo de voz—. Al graduarme buscaré un buen empleo que me permita ahorrar lo suficiente para comprar una enorme casa en el campo donde pueda vivir el resto de mi vida con muchos perros.
Esme puso los ojos en blanco y dio un respiro profundo como si mis deseos le resultaban un fastidio.
—Sueños de juventud —bufó—. No cabe duda de que somos distintas. En fin, cada quién sus prioridades —agregó en tono agrio.
Sonreí intimidada.
— ¿Conoces las labores de una Dama de Compañía?
Negué con un movimiento de cabeza.
—Eso supuse —agregó expectante con media sonrisa y los ojos encendidos.
La puerta de la habitación de Esme estaba abierta, la noche había caído y el sereno entraba sin rezongar y cubría mi cuerpo mientras el murmullo en el exterior se iba apagando y una oleada helada me recorría de pies a cabeza. Esme hablaba y hablaba y la información se aglomeraba en mi cabeza. Yo la miraba con los ojos muy abiertos. Una acompañante remunerada, una mujer que recibe regalos y una paga por acudir con un hombre a citas, o reuniones de trabajo, incluso viajes. Un concepto de la actualidad que resultaba enrevesado, intricado de aceptar.
—A veces, si la mujer está de acuerdo, pueden... ya sabes —articuló las últimas cuatro letras. Una palabra que leí con claridad en sus labios: Sexo.
Mi corazón se detuvo por un segundo al tiempo que mi cuerpo se tensaba.
—Es una broma, ¿cierto?
Esme ladeó la cabeza llena de seriedad. No tuvo que responder.
Mi mente trataba de asimilar aquel relato y las palabras se negaban a salir. Sentía el cuello inflamado como un sapo.
—Eso es prostitución —argumenté tras minutos de un silencio forzado.
—Típica respuesta de una mente cerrada —dijo—. Es un empleo, querida. Un medio para llegar a, y nada más —Se defendió—. Es así como debes de verlo si no quieres que la culpa y los remordimientos te aniquilen. Para mí es solo un recurso que estoy aprovechando al máximo para alcanzar las metas que me he puesto.
La convicción con la que hablaba rayaba en la fascinación. Esme se había convencido a sí misma de que su conducta era buena, que no tenía pizca de malicia ni se trataba de una aberración mientras le sirviera de impulso para cumplir y satisfacer sus necesidades.
Mi concepto de familia estaba limitado a los años vividos dentro de una comunidad de novicias que se levantaban con el alba y lo primero que hacían era reunirse en la capilla para orar y dar gracias a Dios. Mientras unas se dedicaban a adoctrinar a los huérfanos, otras se refugiaban en la cocina para preparar panecillos y rompope que más tarde otro pequeño grupo distribuía en los mercados o tiendas de conveniencia para solventar los gastos del convento. Dieciocho años bastaron para entender lo que es correcto y lo que no. Lo que se puede y lo que se debe hacer. Los valores inculcados habían echado raíces y permitían que me diera cuenta de que las acciones de Esme distaban en mucho de lo que se conoce como buenos principios.
— ¡Por Dios, Isabel, tampoco hay que matar a nadie! —gritó al notar mi desconcierto—. Alguien me dijo alguna vez que soy libre de hacer lo que se me dé la gana. Soy dueña de mi vida y de mi cuerpo, solo yo poseo la facultad para decidir lo que quiero y lo que no quiero. Lo que estoy dispuesta a hacer y hasta donde quiero llegar aun conociendo las consecuencias. Cuando llegué a esta pensión, al igual que tú pasé días buscando y buscando y cuando al fin encontré un empleo debía resignarme a ganar un salario miserable y todo bajo el pretexto de que me hacía falta preparación y experiencia. ¿Cómo iba a obtenerla si no me daban la oportunidad de demostrar de lo que era capaz? ¿Crees que, si lo hubiese aceptado, si hace dos años me hubiese conformado, ahora podría usar lo que llevo puesto o si hubiese tenido la oportunidad de aspirar a un Título Universitario? ¡Mírame y mira a tu alrededor! La dignidad no te da para comer, ni te cubre del frío, ni te permite dormir bajo un techo. Piénsalo, Isabel, y cuando logres despojarte de todos esos tabúes, cuando te liberes y abras tu mente y sean más grandes tus necesidades y tus sueños que esa estúpida moral que te cubre, ven a buscarme.
Su monólogo rasgó mi interior dejándolo hecho una hilacha. Mis oídos aun zumbaban y mi mente trataba de procesar lo ocurrido. Al abandonar la habitación de Esme había adquirido la pinta de un fantasma.
—¿Estás bien?
Tuve que levantar la mirada para enfocar a la persona que había detenido mi andar. Santiago me tomó por los hombros, me escrutaba, intentaba descubrir lo que sucedía.
No pude responder, parecía que me habían arrancado la lengua. Lo miré enajenada.
—Escúchame bien, Esmeralda no es una buena compañía —exclamó al tiempo que me zarandeaba con suavidad para obligarme a prestarle atención—. Por favor, trata de mantenerte alejada de ella y cierra tus oídos a todo lo que salga de su boca. Prométeme que lo harás.
Las palabras me abandonaron y nada salió de mi garganta, me limité a observarlo.
Quizá debí hacerle caso.
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